Rastros de un imperio

... y las Malvinas Al final del siglo XIX, Gran Bretaña dominaba una tercera parte del mundo

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En 1887, el geógrafo George C. Hulburt publicó un artículo titulado “The Falkland Islands” en el volumen 19 del Journal of the American Geographical Society of New York . Allí narró el encontronazo que vivieron el secretario de Relaciones Exteriores de la Argentina, Francisco J. Ortiz, y el representante diplomático de Gran Bretaña en Buenos Aires, Edmund John Monson, por efecto de la publicación de un atlas de la República de la Argentina por parte del Instituto Geográfico Argentino.

Enterado sobre el proyecto del atlas, el 15 de diciembre de 1884, el diplomático británico remitió una protesta al suramericano por la inclusión de las islas Malvinas como parte del territorio argentino.

Esa carta produjo un ir y venir de correspondencia diplomática. Según Hulburt, cualquier lector desapasionado debía “admitir que la ventaja la tuvo el ministro argentino”. ¿Por qué Gran Bretaña reclamaba –y reclama hoy– como suyo un territorio situado a 12.276 kilómetros de Londres y a 464 kilómetros de la costa argentina? La respuesta histórica tiene un nombre: imperio.

Viejo imperio. Con el título La era del imperio, el historiador inglés Eric J. Hobsbawm dedicó un libro al periodo de 1875 a 1914, cuando “la mayoría del mundo situado fuera de Europa y las Américas fue dividido en territorios puestos bajo el mando formal o la dominación política informal de uno u otro entre un puñado de Estados, principalmente Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, Estados Unidos y Japón”.

Lo que empezó entonces fue un nuevo tipo de imperialismo colonial, en una época en la que a muchos de los monarcas europeos les encantaba que los llamasen “emperadores” en sus colonias. Sin embargo, la expansión imperial británica había comenzado mucho antes.

En su libro The Imperial Achievement , John Bowle dividió la expansión colonial británica en tres periodos.

El primer periodo, llamado “viejo imperio colonial”, se ubicó entre 1660 y 1784 y alcanzó su cúspide con la Guerra de Sucesión Austríaca (1742-1748) y la Guerra de los Siete Años (1756-1763). El objetivo de Gran Bretaña era controlar el vasto territorio que se extendía al sur del océano Pacífico.

Según Bowle, en esa etapa, el comercio del imperio inglés se extendió a lo largo y lo ancho del mundo. En 1659 se fortificó su control de Jamaica, cuando Londres se anexó Saint Helena. En 1704, los británicos capturaron el peñón de Gibraltar (ubicado en España), y en 1708 se apropiaron de la isla española de Menorca, que retuvieron hasta 1783.

Asimismo, en 1757, los británicos se adueñaron Bengala en lo que fue la primera de una serie de empresas que terminaron con la conquista de la India en la década de 1850. En 1766 ocuparon brevemente las islas Malvinas.

Bowle indica: “A pesar de que el viejo imperio colonial se redujo por efecto de la revolución de los Estados Unidos, un nuevo y ya en proceso imperio del libre comercio se construía”. De esa expansión vendría parte de la base que luego financiaría los cambios de la revolución industrial.

Dominio. El segundo periodo de este imperio se ubica entre 1784 y 1867. Es cierto que Gran Bretaña había perdido sus trece colonias en América del norte, pero su empuje voraz aumentó con su triunfo en las guerras que libró contra España y Francia.

Así, apunta Bowle, los británicos incrementaron su poder en la India y lo extendieron a Birmania; luego obtuvieron control del Atlántico y del Caribe. En el Mediterráneo occidental se anexaron Malta (1816) y las islas Jónicas (1809); también se apoderaron de la Ciudad del Cabo (sur de África, 1806), Ceilán y Mauricio. Se establecieron en Singapur (1819) y en Hong Kong gracias a su triunfo sobre China en las Guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860), que extendió el consumo de esa droga entre los chinos.

De acuerdo con J. Fred Rippy, autor de La rivalidad entre los Estados Unidos y Gran Bretaña por América Latina (1808-1830 ), los británicos miraron con malos ojos los intentos de independencia de Hispanoamérica después de 1808 porque estaban “empeñados en una lucha terrible contra Napoleón y les molestaba todo disturbio que tendiera a debilitar a su aliado español”.

Contra la actitud de aquellos británicos, muchos líderes estadounidenses estaban a favor de la emancipación de las colonias españolas en América.

Según Rippy, al finalizar la guerra contra Napoleón en 1815, los británicos y los estadounidenses ensayaron una neutralidad activa hacia las colonias hispanas ya que ambos Estados trataban de evitar la ayuda europea a España en su intento por recuperar sus colonias. El reestablecimiento del imperio español habría amenazado el comercio inglés y el estadounidense en esa región.

Lo que se inició entonces fue una lucha hegemónica entre el imperio británico y la potencia estadounidense en surgimiento, que reclamaba su propio espacio de dominio. La llamada “Doctrina Monroe” (por apellido del presidente norteamericano James Monroe) fue resumida popularmente como “América para los americanos”.

Como lo han mostrado bien autores como Robert Naylor, Mario Rodríguez, Clotilde Obregón y Rodrigo Quesada, América Central fue también escenario del choque surgido entre Estados Unidos y Gran Bretaña. El prototipo del agente imperial británico en el istmo fue Frederick Chatfield, cónsul inglés en la región entre 1834 y 1852 y defensor de la hegemonía de su país.

Con el Tratado de París de 1783 entre España y Gran Bretaña, los súbditos ingleses obtuvieron el derecho de explotar palo de tinte entre “los ríos Valiz o Bellese y Hondo”, pero, ya para 1821, los británicos habían establecido una colonia allí y Gran Bretaña comenzó a reclamar Belice como suyo.

En 1845, Gran Bretaña declaró un protectorado sobre el reino de la Mosquitia, en la costa atlántica nicaraguense, de la que solo se retiraron en 1905. Según Clotilde Obregón, a fines de la década de 1840, el “control de Gran Bretaña sobre la costa atlántica y sobre la economía nicaraguense perjudicó a Costa Rica, país que le vendía tabaco a Nicaragua y al cual Inglaterra le cerró su tradicional mercado”.

Además, los intereses británicos y los estadounidenses en abrir un canal interoceánico en el río San Juan, complicaron las negociaciones de un tratado fronterizo entre Costa Rica y Nicaragua.

En 1833, los británicos tomaron nuevamente las islas Malvinas. Cuando, en diciembre de aquel año, el representante argentino en Londres reclamó ese territorio, se le dio la respuesta de que las “Falkland Islands” eran británicas.

Era del imperio. Según John Bowle, el tercer periodo del imperio británico se ubica entre 1867 y 1931. Es parte de la época que Hobsbawm visualiza como de “nuevo imperialismo” y que caracteriza como fundamental para Gran Bretaña “pues la supremacía económica de ese país había siempre girado en torno a su especial relación con los mercados de ultramar y con las fuentes de materias primas”.

Según Hobsbawm, hacia finales del siglo XIX, “si incluimos el llamado ‘imperio informal’ de Estados independientes que eran en realidad economías satélites de Gran Bretaña, quizás un tercio del globo era británico en un sentido económico y, por supuesto, cultural”.

En esta época se produjo la Conferencia de Berlín (1884-1885), en la que los europeos se repartieron África; los británicos se apoderaron de los territorios de la costa norte y occidental. Además, unos años antes, en 1876, la reina Victoria había sido declarada emperatriz de la India, hecho que en cierta manera marcó el clímax del poderío imperial británico.

Ese imperio comenzó a fracturarse luego de la Primera Guerra Mundial (1914-1918); después, con más claridad, en la década de 1930 y especialmente pasada la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Aún así, quedan rastros de aquel imperio, como, por ejemplo, el control de las islas Malvinas.

El autor es profesor de historia en la Universidad de Costa Rica.