¿Quién quiere ser qué?

Sin ser el mejor programa de concursos, la franquicia de ¿Quién quiere ser millonario? seduce y entretiene a una audiencia mundial.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

¿ Quien quiere ser millonario? es uno de los programas más gustados de la televisión local y la razón parece obvia. Se trata de la franquicia televisiva internacional más popular de la historia, transmitida con gran éxito en más de cien países.

En canal 7 hicieron una apuesta segura. Es como cuando alguien abre un restaurante de comida rápida de una cadena transnacional. El éxito está garantizado pues el gusto del público ya ha sido probado.

¿Por qué el show es tan gustado? Porque a la gente le encanta jugar y en particular adora las trivias. Por eso, llevar este juego de mesa a un formato televisivo que lo magnifica fue un lógico acierto de sus creadores.

Antes de los adelantos tecnológicos actuales aplicados a la tevé y a la invención del formato de reality show , sentarse a ver la tele era, en esencia, una actividad pasiva.

Los programas de concursos, por otro lado, han roto con este esquema al permitirle al público involucrarse en distintos niveles.

El más cercano y limitado, el del participante. Luego está el público en el set , con la capacidad de influir en los resultados y por último, el público masivo que lo disfruta en casa, en el bar o en una soda.

La audiencia de este tipo de programas se alimenta de varias motivaciones. La primera es que estos son ideales para disfrutar en compañía. El público puede enrolarse en un juego particular con amigos y familiares, mientras observa la competencia que se desarrolla en pantalla.

¿Quién quiere ser millonario? juega con la ilusión creada por los eternos condicionales, analgésicos de la realidad cotidiana: “¡Uy! Si yo hubiera ido me habría ganado esos cinco millones”.

Observar a otros enfrentar el riesgo de fallar estrepitosamente, de hacer el ridículo al no acertar preguntas en apariencia fáciles y tomar decisiones que le pueden acarrear al concursante la etiqueta de “arriesgado”, “tonto”, “ambicioso”, “cobarde” , “jugado” o “inteligente” es parte de la diversión.

La predictibilidad del formato hace que el espectador se sienta a gusto, pues navega en terreno conocido. De algún modo se adueña del programa. Conoce sus reglas y eso le da certeza. “Respuesta definitiva” es el nuevo “No contaban con mi astucia” , repetido ad infinitum sin que el público se canse de él. He ahí parte del secreto.

En ¿Quién quiere ser millonario? el conductor no ejerce mayor presión sobre las decisiones conservadoras de algunos concursantes.

Recuerdo al ya fallecido Carlos Alberto Patiño, conductor de un viejo programa de concursos, metiendo al concursante en un juego psicológico con el fin de ponerlo a dudar de su elección.

El concurso se llamaba “Hagamos un trato” y se trataba de elegir entre cajas de distinto tamaño. Estas podían contener un papel con el nombre de un gran regalo, o ser de gran tamaño y no tener nada de valor significativo en su interior.

Una vez hecha la elección, Patiño tentaba al participante con la famosa frase de “hagamos un trato”, seguida de un ofrecimiento que podía ser cambiar la caja por otra, por dinero, o por algún electrodoméstico. El público se metía a favor o en contra del trato y el concursante no sabía qué hacer por miedo a salir trasquilado, algo que pasaba a menudo.

En ¿Quién auiere ser millonario? pocas veces se llega a ese nivel de tensión. El ritmo de conducción de Ignacio Santos es a menudo tan rápido y plano que no da espacio para el suspenso.

Cuando el concursante decide quedarse con lo que tiene y no tomar un riesgo mayor, Santos da por buena la elección y la emoción se acaba. Mejor millón en mano que veinticinco volando. Bueno para el concursante, aburrido para el espectador.

Con todo, este espacio (sin ser un programa educativo) tiene el mérito de despertar el interés por el conocimiento, ha marcado un gran avance en la producción local y ha mejorado el contenido de la programación de la televisión pública, tan ayuna de programas de calidad. Eso sí, nadie se hará millonario con él. Veinticinco millones se gastan los ricos de verdad en una mesa de póker.