¿Qué pasa?

¿Qué pasacuando las personas no creen en la llamadaclase política?

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¿Qué sucede cuando la gente piensa que los diputados son vagos y ladrones, que legislan en beneficio propio? ¿Qué ocurre cuando la ciudadanía siente que los miembros del Poder Ejecutivo no son honestos y están dedicados al saqueo de los bienes públicos? ¿Qué pasa cuando grandes sectores de la población están convencidos de que los jueces no cumplen con sus deberes y favorecen a los delincuentes?

¿Qué pasa cuando las personas no creen en la llamada clase política (presidentes, ministros, diputados y magistrados)? ¿Qué pasa con la legitimidad –reconocimiento del derecho a gobernar– de los representantes, cuando se ve a estos como separados irremediablemente del pueblo que los eligió y anteponiendo exclusivamente sus intereses personales? ¿Qué pasa cuando los ciudadanos se quejan incansablemente del Estado? ¿Qué ocurre cuando las visiones de fracaso y apocalipsis se transforman en pasiones generales y dominantes?

¿Qué sucede cuando nos vemos sumergidos en un mar de hipocresía y falsedad, construyendo los más atroces disparates y carentes de buen juicio? ¿Qué pasa cuando no vemos los logros y solo nos detenemos en las limitaciones y en los errores, cuando el anuncio de análisis externos que nos proclaman como los más felices provoca el enojo y la insatisfacción? ¿Qué pasa cuando un sentimiento generalizado de frustración amenaza con apoderarse del alma nacional?

¿Qué dirá la joven historiadora que dentro de doscientos años analice este período de nuestra historia? ¿Antesala de una crisis de legitimidad generalizada? ¿Pérdida de credibilidad en los gobernantes? ¿Colapso del sistema político? ¿Anticipo de revoluciones? Todo dependerá del desenlace de procesos que todavía no podemos visualizar.

Dos interpretaciones. El qué pasa, el qué ocurre y el qué sucede tienen doble interpretación. Por una parte, nos remiten a la génesis de estos procesos que se desenvuelven aceleradamente ante nosotros. ¿Cómo llegamos aquí? ¿Por una perversión moral de la clase política? ¿Por la difusión del virus de la corrupción? ¿Por una debilidad de nuestras instituciones –arquitectura de las reglas del juego político–? ¿Por las debilidades propias del presidencialismo? ¿Por la fragmentación del sistema de partidos? ¿Por la erosión de las identidades partidarias? ¿Por la ausencia de narrativas motivadoras para la acción política ciudadana? Por causa de las transformaciones estructurales de nuestra sociedad, de la economía y de la globalización? Por el agotamiento de los liderazgos históricos, surgidos de los acontecimientos de 1948?

Pero la otra interpretación, vinculada a la primera, está relacionada con el futuro, con el hacia dónde nos enrumbamos. ¿Qué ocurre, qué sucede, qué pasa cuando todos estos procesos descritos, se mantienen y profundizan? ¿Puede un país gobernarse sin la legitimidad para su clase política? Y por gobierno entiendo el encontrar mínimos denominadores que organicen la existencia colectiva.

¿Pueden legislar quienes carecen del reconocimiento ciudadano?, ¿cuándo los legisladores son rechazados de manera sistemática por los destinatarios de sus mandatos normativos? Y, ¿qué ocurre con los que administran?, ¿serán aceptadas y observadas las políticas públicas que elaboren o serán rechazadas, al percibir en cada paso el espectro de la corrupción y de los vicios del poder? Y los jueces, ¿podrán aplicar imparcialmente la ley, ante las sospechas de algunos que utilizan sus cargos en beneficio personal o que están infiltrados por fuerzas oscuras que propician actitudes blandengues?

Recuerdo una frase de Rodolfo Cerdas, quien decía que en estas situaciones de profundo desencanto se presentaba una paradoja. Por una parte, la gente no cree en nada, pero, por otra, frente a la desesperanza, es capaz de creer en cualquier cosa.

¿El peor de los mundos? La vieja frase de Leibniz de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, se transforma en su contrario. ¿Qué pasa cuando sentimos que estamos en el peor de los mundos? ¿Podremos vivir indefinidamente con este sentimiento sin que se produzcan rupturas significativas en nuestra convivencia; sin que surjan salvadores que ofrezcan todo a la gente para sacarla de la nada y que la gente les crea?

¿Podemos apostarlo todo al liderazgo como lo proclamaban algunos ideólogos del caudillismo hace algunos años? ¿Qué pasará sin continuamos por la ruta del desaliento y del rechazo a liderazgos e instituciones? ¿Se puede rehacer todo, apretando el botón del optimismo? ¿Es un asunto de voluntarismo, de seminarios de motivación y liderazgo? ¿Con tildar a todos de mediocres se solucionan las cosas? ¿Quién elabora los parámetros de la excelencia y quién selecciona a los escogidos?

¿Se solucionan los problemas con reingeniería constitucional, llamando a una constituyente y elaborando un texto al margen de discusiones políticas de fondo sobre el rumbo del país? ¿Está el problema en la constitución escrita o en la cambiante constitución real, sociológica y política del país?

¿Saldremos de la incertidumbre actual con un ensayo de relegitimación en 2014? ¿Las elecciones serán el camino para dejar atrás el furioso cabreo antipolítico?

¿Bastaría con deshacerse de las viejas élites corruptas? ¿Cuáles serían las élites sustitutas? ¿Es posible organizar la convivencia sin recurrir a dirigencias? ¿Podríamos apuntarnos a la democracia directa sin la democracia representativa?

¿Qué nos garantiza que nuevos grupos no caerían en los mismos vicios? ¿Qué nos vacuna contra los excesos de la democracia de la calle, contra los votos unánimes en las plazas de la revolución? ¿Creeríamos ingenuamente que los relevos gozarían de inmunidad ante las tentaciones del poder? ¿Basta con el discurso moralizador desde los púlpitos mediáticos para operar el milagro de la conversión de los pecadores políticos? ¿Es con inyecciones de ética que saldremos de la situación actual, aunque resulta claro que no se puede continuar con los errores y malos ejemplos?

¿Cuál es el espacio para la conversación y el diálogo político, para los cambios institucionales (reglas del proceso político), discutidos y consensuados? ¿Cómo edificar una nueva cultura política que dé lugar a los valores sin descartar la consideración de las consecuencias de las decisiones políticas?

No tengo respuestas para tantas preguntas, como la mayoría estoy atónito, asombrado, ante la magnitud de los retos que enfrentamos como nación. Sin embargo, mantengo la fe en que la reflexión serena y cuerda frente a estos desafíos, es el mejor camino para encontrar vías alternas frente a la posibilidad de rupturas dolorosas. Todavía tenemos tiempo.