¡Qué difícil, qué difícil!

Nada hay de natural en el amor

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“Amarás a tu prójimo como a ti mismo” –es el segundo mandamiento bíblico (Marcos 12: 31). No es una propuesta, una sugerencia, un planteamiento: es una orden. Muy bien, cumplamos con ella. Pero señalemos, al hacerlo, los problemas que suscita.

Uno: amar al prójimo como a sí mismo presupone, en primer lugar, que uno se ame a sí mismo. ¿Es este siempre el caso? Fromm lo dice en El arte de amar: “Todo amor comienza con el amor por sí mismo. Quien no se ama a sí mismo no puede amar a nadie”. Verifiquemos, entonces, si en efecto nos amamos a nosotros mismos. Conozco a mucha gente que no se ama a sí misma, que se autodestruye, autodenigra, autodegrada' si esta es la forma en que se aman, ¡por el amor de Dios, no le inflijan eso al prójimo!

Dos: si en efecto nos amamos, ¿es con un amor sano, lúcido? ¿Qué tal si nos amásemos de manera narcisista, patológica, ególatra, exorbitada? ¿Qué tal si, más que amarnos a nosotros mismos, nos idolatrásemos, quemásemos incienso a los pies de nuestra propia efigie, y anduviésemos todo el día mirándonos al espejo, tal el Pitufo Vanidoso? Si esta es la forma en que nos amamos, ¡maldita la hora en que castigásemos al prójimo con este tipo de amor! Pues el prójimo quiere ser amado, no idolatrado cual becerro de oro, con amor aberrante, morboso, enfermizo.

Tres: ¿amar al prójimo? ¿Cómo es ello posible? ¿No es el amor, por su naturaleza misma, exclusivo, personal, un don singular y precioso que yo le hago a alguien, precisamente en la medida en que no se lo prodigo a todos sus vecinos? Amar a todo el mundo, ¿no equivaldría a no amar a nadie? Si yo amo a mi mujer, a mis hijos o a mis padres “como a todo el mundo”, ¿no tendrían ellos derecho de sentirse legítimamente ofendidos? Al desparramarlo sobre el mundo entero de manera homogénea e indiscriminada, ¿no le quito al amor precisamente su especificidad, el hecho de ser un regalo para alguien –esa persona, no todas las del vecindario? ¿No “charraleo” y abarato el amor, al extrapolarlo de ese ser especial, insustituible, único, que es objeto de mi afecto, a la totalidad del género humano?

Cuatro: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” presupone, por necesidad lógica, una contraparte: me amaré a mí mismo como al prójimo. Es decir, me amaré a mí mismo como amaría a cualquier extraño. ¿Es ello posible, siquiera deseable? ¿Cómo puedo amarme a mí mismo como a un extraño, al primer transeúnte que se me cruza por la calle? ¿O será que la noción de “prójimo” transforma precisamente la de “extraño”? ¿Será que, desde el momento en que lo llamo “prójimo” deja precisamente de ser un “extraño”? Es una buena contrapropuesta. Lo dejo abierto a la consideración.

Quinto: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Marcos 12: 30) –es el primer de los mandamientos–. “Corazón”, “alma”, “mente”, “con todas tus fuerzas”: ¡son muchas cosas! A decir verdad, la totalidad del ser. Si tal es el caso, ¿cómo puedo amarme a mí mismo, y, a fortiori, al prójimo? Si el amor que le debo a Dios es absoluto, totalizador, y convoca todas las potencias de mi ser psico-físico, entonces ese amor con que me amo a mí mismo –y con el que se me instruye amar al prójimo– no podría sino ser parcial, relativo, una fracción apenas del amor que le debo a Dios. Ahora bien, ¿puede el amor, por su naturaleza misma, ser menos que absoluto? ¿Cómo puedo amar a Dios sin des-amarme a mí mismo y, por ende, al prójimo? ¿A quién puede interesarle un amor condicionado, derivativo, parcial, fragmentario? ¿Puede hablarse siquiera de tal cosa, sin caer en una aporía, en una contradicción en los términos? Diríase que los dos primeros mandamientos son irreconciliables.

Sexto: solo se puede amar aquello que percibimos como sagrado. Sagrado no significa religioso. Confirámosle a la noción un contenido laico. Sagrado es, simplemente, aquello por lo que estemos dispuestos a sacrificarnos. Sacro será todo aquello que me mueva al sacrificio. ¿La patria, los hijos, la libertad, la justicia, un credo religioso, un equipo de futbol? Poco importa. Si estoy dispuesto a dar mi vida por cualquiera de esos seres o nociones, ellos son para mí sacros. Los pongo por encima de mi vida, les asigno un valor superior a mi propia existencia, y juzgo que vale la pena inmolarse en su nombre ¿Soy capaz de dar mi vida por mis hijos? Pues entonces ellos son sagrados. Ahora bien, si yo amo a mi prójimo como a mí mismo, ello significa que es sagrado, significa que estoy dispuesto a sacrificarme por él, a dar mi vida por él. Pero esto, ¿no conspira contra el más básico, primal, automático de nuestros instintos: el instinto de supervivencia? ¿La necesidad de protegerme a mí mismo? ¿Cómo puedo cumplir con el precepto de amar al prójimo si me dejo matar? ¡Nadie ama desde la muerte! Y si no me dejo matar por él, ello significa que no lo amo, es decir, que no es para mí sagrado. En definitiva: no puedo amarlo tanto como a mí mismo, pues ello significaría que debo morir por él –como, paradójicamente, estaría dispuesto a morir defendiendo mi vida–. Pero, si muero por él, ello significa que lo amo más que a mí mismo –no tanto como a mí mismo– y de ahí, precisamente, su sacralidad. Ahora bien, no nos es comandado amarlo más que a nosotros mismos, sino únicamente tanto como a nosotros mismos. Así vistas las cosas, ¿no sería un acto de desobediencia al Padre morir por alguien, sea este quien sea? ¡Pues me es ordenado amarlo tanto como a mí mismo, no más que mí mismo!

Sétimo: dice Antonio Machado: “Cristo nos enseña que debes amar al prójimo como a ti mismo, pero no olvides nunca que es otro”. Bien observado. El amor debe, por hondo y entrañable que sea, detenerse en esa línea demarcatoria, en esa frontera inviolable que se llama alteridad. El otro, sí, que debemos socorrer, escuchar, atender, amar... hasta ese justo límite que él imponga. No hay amor sin respeto. Si la voluntad del prójimo es suicidarse, yo no puedo –y no debo– impedir que lo haga, toda vez que la esencia del amor es el respeto. Activista y militante, el amor no puede ser, empero, invasivo, violatorio. Yo no puedo ser el otro: es lo que urge tener en mente.

Octavo: por aquí deberíamos haber empezado: ¿somos siquiera capaces de amar? ¿Poseemos este talento, este don, esta facultad, esta capacidad? Lejos estoy de darlo por seguro. Para amarme a mí mismo –y por consiguiente prodigarle al prójimo un afecto análogo– debo comenzar por preguntarme: ¿sé amar? Nada hay de natural, de esencialmente antropo-lógico, en el amor. Es una construcción cultural, algo que se enseña, que se aprende, que se transmite. Culturas del amor, culturas del odio y la muerte: todas aquellas de las que guardamos memoria han sido ambas cosas. Y si no sabemos amar –cosa más probable de lo que quizás ustedes, amigos lectores, creen– ¿podemos aprenderlo? ¿Quién nos lo va a enseñar? ¿Existen una propedéutica y una pedagogía del amor, un método quizás?

Yo no tengo las respuestas. Ni siquiera estoy seguro de haber planteado correctamente las preguntas. Ahí se las dejo.

Este no es un artículo para “estar o no estar de acuerdo”. Es para pensar. Así de simple. Así de complejo.