Por qué las mujeres ‘no debían’ saber

Sexo 'menor' Prejuicios marginaron a las mujeres de la escuela y las profesiones

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Las religiones “del Libro” (judaísmo, cristianismo e islam) confían la interpretación de la Escritura a los hombres. La Biblia, la Torá y el Corán son asunto de ellos. Los hombres se inician en las Escrituras en escuelas y seminarios, altos lugares de transmisión, gestualidad y sociabilidad masculinas. La Iglesia Católica reservaba la teología a los sacerdotes, que tenían el monopolio del latín, lengua del saber y de la comunicación, y también lengua del secreto: las cosas cultas y las sexuales se decían en latín para escapar de los débiles y de los ignorantes.

Recuérdese a la madre de François Villon: “Mujer soy; nada sé ni he leído”. Ella se instruye mirando los vitrales y los frescos del monasterio del que es parroquiana. A falta de letras, los humildes y las mujeres de la cristiandad tenían la imagen, de la que el islam los priva.

Desde ese punto de vista, la Reforma es una ruptura. Al transformar la lectura de la Biblia en acto y obligación de cada individuo, hombre o mujer, el protestantismo contribuye a desarrollar la instrucción de las niñas. La Europa protestante del norte y del este se cubre de escuelas para ambos sexos. En Francia se hace evidente la asimetría sexual de la alfabetización a un lado y otro de la línea Burdeos-Ginebra.

La instrucción protestante de las niñas tendría consecuencias de largo aliento sobre la condición de las mujeres, sobre su acceso al trabajo y a la profesión, sobre las relaciones entre los sexos y hasta sobre las formas del feminismo contemporáneo.

El anglosajón es un feminismo del saber, muy diferente del feminismo de la maternidad de la Europa del sur. El contraste se observa en los cuidados sanitarios: Florence Nightingale preconizaba un oficio calificado, paramédico (enfermería) y con salarios decentes para las niñas de clase media que ella formaba en la época de la guerra de Crimea (1853-1856).

Luces atenuadas. Por supuesto, las cosas cambian con el tiempo; por una parte porque las mujeres actúan: en el siglo XVII, la marquesa de Rambouillet hizo, de su famoso “salón azul”, un lugar de refinamiento de las costumbres y del lenguaje, punto de apoyo de las “preciosas” que reivindican la escritura y el hablar florido del que se burla El burgués gentilhombre, de Molière.

Por otra parte, la Iglesia de la Contrarreforma, consciente de la influencia de las mujeres, invierte en su educación, multiplica las escuelas y los talleres de caridad, pero con muchas reservas.

En su tratado La educación de las niñas (1687), escrito para Madame de Maintenon, Fénelon deplora la ignorancia de las muchachas y preconiza su formación, pero las invita a desconfiar del saber, por el cual deberían sentir un “pudor casi tan delicado como el que inspira el horror del vicio”. Los filósofos de la Ilustración no piensan de manera muy diferente. A las niñas hay que dispensarles “luces tamizadas”, filtradas por la noción de sus deberes.

Rousseau escribe: “Toda la educación de las mujeres debe ser relativa a los hombres: gustarles, serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos: cuando jóvenes, educarlos; cuando grandes, cuidarlos. Aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida agradable y dulce: he aquí los deberes de las mujeres en todas las épocas, y lo que se les debe enseñar desde su infancia”.

Así escribe a propósito de Sofía, la compañera que destina para Emilio y a la cual consagra el quinto libro de la obra homónima. Los revolucionarios lo siguen en ese punto. Excepto Condorcet y el diputado Le Peletier de Saint-Fargeau, no prevén ninguna disposición para las niñas, que deberán aprender de sus madres en la familia.

En 1801, Sylvain Marechal, un hombre considerado de “extrema izquierda”, publica un Proyecto de ley para la prohibición de ensenar a leer a las mujeres, que puede ser broma, pero cuyos 113 considerandos y 80 artículos recogen todas las objeciones a la instrucción de las niñas. Allí puede leerse:

“Considerando que la intención de la buena y sabia naturaleza ha sido que las mujeres, ocupadas exclusivamente de las necesidades domésticas, no se sintiesen honradas por tener en sus manos un libro ni una pluma, sino más bien una rueca o un huso [...]. Que las mujeres que se ufanan de saber leer y de escribir no son las que mejor saben amar [...]. Que hay escándalo y discordia en un hogar cuando una mujer sabe tanto o más que su marido [...]”.

Siguen los artículos de la ley sugerida por Marechal:

“La Razón quiere que las mujeres no metan jamas las narices en un libro, jamas la mano en la pluma [...]. Al hombre, la espada y la pluma; a la mujer, la aguja y el huso. Al hombre, la maza de Hércules; a la mujer, la rueca de Ónfale. Al hombre, los productos del genio; a las mujeres, los sentimientos del corazón [']. La Razón quiere que solo a las cortesanas les sea permitido ser mujeres de letras, espíritus refinados y virtuosos [']. Una mujer poeta es una pequeña monstruosidad moral y literaria, así como una mujer soberana es una monstruosidad política”.

Obediencia y gentileza. A lo largo de todo el siglo se reitera la afirmación de que la instrucción es a la vez contraria al rol de las mujeres y a su naturaleza: feminidad y saber se excluyen. Se cree que la lectura abre las peligrosas puertas de la imaginación, y una mujer instruida “no es una mujer”.

El conservador Joseph de Maistre y el anarquista Proudhon están de acuerdo sobre ese punto. De Maistre escribe: “El gran defecto de una mujer es ser un hombre, y querer saber es querer ser un hombre”. El republicano Zola no está lejos de pensar lo mismo.

Sin embargo, deberíamos prestar atención: monseñor Dupanloup, guardián de una Iglesia que apuesta a las niñas, en 1868 publica Mujeres sabias y mujeres estudiosas. Rechaza el punto de vista De Maistre, aun cuando se opone firmemente a la enseñanza secundaria para las niñas:

“¡Usted quiere que esta joven, su hija, llegada a los 18 años, con toda la gracia que tiene, vaya a dar un examen público, reciba un diploma y premios, y se incline ante el señor subprefecto para que él deposite una corona de papel pintado sobre su frente!”.

En realidad, el obispo de Orléans teme la seducción del libre pensamiento.

Entonces, más que instruir a las niñas, hay que educarlas, o instruirlas solo lo necesario para volverlas agradables y útiles: un saber social, en pocas palabras. Debe formárselas para sus roles futuros de mujeres, de esposas o de madres; inculcárseles buenos hábitos de economía y de higiene más los valores morales de pudor, obediencia, gentileza, renunciamiento y sacrificio que trenzan la corona de las virtudes femeninas.

Ese contenido se aplica a todas las mujeres, pero varía según las épocas y los medios sociales. En las familias aristocráticas o acomodadas, preceptores y “gobernantas” dispensan sus lecciones a domicilio, y todo depende de su calidad, a menudo muy alta. Las niñas aprenden equitación e idiomas extranjeros: francés e inglés.

Mejoras, al fin. Las condiciones políticas del siglo XIX diseminan exiliados por toda Europa: en 1850 hay 15.000 alemanes en Londres, por ejemplo. Malwida von Meysenbug, llegada de Hamburgo, se ocupa de las hijas del revolucionario ruso Alexander Herzen, viudo y rico, y muy preocupado por su educación. En las familias burguesas, las niñas toman cursos, y entre los 15 y los 18 años perfeccionan su educación en internados. Allí aprenden las artes recreativas: dibujo y piano, “hachís de las mujeres” que les permitirá animar las veladas familiares y mundanas.

En el siglo XIX se multiplican los internados religiosos, y, con ellos, la prosperidad de las congregaciones femeninas; al mismo tiempo, una miriada de pequeños internados laicos representa una entrada de dinero para mujeres instruidas pero empobrecidas. Las muchachas de pueblo ayudan a sus madres y frecuentan talleres de “hermanas”, donde aprenden a leer, contar, rezar y coser pues la costura sigue siendo la obsesión de ese gran siglo de la ropa.

Familia y religión son los pilares de esa educación casi exclusivamente privada. En Francia, el Estado instruye a los varones y a los trabajadores, pero no a las niñas, a las que deja a sus madres y a la Iglesia.

En 1833, Guizot, ministro de Instrucción Pública, hace votar una ley que obliga a toda comuna de más de 5.000 habitantes a abrir una escuela primaria, pero solo para varones. Él era protestante, y su primera esposa militaba a favor de la instrucción de las niñas. Su hija mayor, Henriette, era muy culta y había tomado cursos particulares de griego y de latín. Más tarde fue la interlocutora favorita y la principal colaboradora de su padre.

Sin embargo, las cosas cambiaron por toda Europa casi al mismo tiempo. La escolarización de las niñas se operó en la primaria en el decenio de 1880, y alrededor de 1900 en la secundaria. Su entrada en la universidad se efectuó entre las dos guerras mundiales, y masivamente después de 1950. En la actualidad hay allí más mujeres que varones.

Extracto del libro 'Mi historia de las mujeres' (capítulo V), de Michelle Perrot (Buenos Aires, FCE, 2009)