Por qué hay una brecha de confianza

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Washington. Permítanme admitirlo de entrada: Soy un admirador de Paul Volcker. Como todos deberían saber, Volcker se convirtió en presidente de la Reserva Federal en 1979, cuando había una inflación de dos dígitos y se había afianzado un pesimismo general sobre la posibilidad de frenarla. El clima del país era parecido al actual. El fatalismo estaba generalizado. Estados Unidos era “ingobernable”. El futuro iba a ser peor que el presente. Los aumentos de precios destruyeron la confianza de la población de que sus salarios y sus ahorros pudieran seguir el mismo ritmo. Las incursiones periódicas del gobierno contra la inflación parecían vanas. A menudo causaban recesiones y traían sólo un alivio pasajero. Cuando la economía se recuperaba, la inflación volvía a rugir peor que nunca.

Entra en escena Volcker, quien acabó con la inflación a la antigua: mediante un doloroso crédito restringido. Las tasas de interés de los bancos para sus mejores clientes alcanzaron el 20%; las tasas de las hipotecas para viviendas se elevaron a un 15%. La economía se hundió. La tasa mensual de desempleo llegó a un 10,8%, aún la más elevada desde la Gran Depresión. Aunque generalmente vilipendiado, Volcker sostuvo la restricción del crédito para eliminar la psicología inflacionaria: la creencia de los trabajadores y de las empresas de que podían elevar salarios y precios con impunidad. Volcker recibió el apoyo de Ronald Reagan; ningún otro presidente plausible, republicano o demócrata, hubiera permitido que Volcker continuara la austeridad hasta alcanzar su objetivo.

Para el verano de 1982, eso pareció posible. Volcker relajó el crédito. Ese año, la inflación fue de menos del 4%, descendiendo de un 13% en 1979. El control de la inflación de dos dígitos desencadenó una bonanza económica de 25 años. Y lo que es igualmente importante, demostró que el gobierno podía gobernar. Problemas aparentemente obstinados (en 1980, la inflación descontrolada constituía el problema número uno de la nación) podían dominarse. El optimismo resucitó.

Ahora Volcker ha lanzado una nueva cruzada: revertir la erosión de la confianza de la población en el gobierno. Está creando un instituto para proponer soluciones prácticas a problemas que los gobiernos enfrentan en todos los niveles. A pesar de mi admiración por Volcker, parece una tarea difícil de lograr.

El problema, por supuesto, es real. Las encuestas son claras. Al terminar el gobierno de Eisenhower a fines de los años 50, casi tres cuartos de los norteamericanos expresaban tener confianza en el gobierno para que “hiciera lo correcto” todo o casi todo el tiempo. Ahora, esa cifra es sólo del 26%, según una encuesta de Pew realizada en enero. Sin duda, parte del pesimismo es un reflejo de la prolongada caída económica. Acontecimientos específicos también han afectado la confianza: la guerra de Vietnam; Watergate y la renuncia del presidente Nixon; el juicio político de Clinton; las guerras de Iraq y Afganistán.

Pero esas explicaciones conocidas no explican realmente el colapso de la confianza. Con la excepción de la situación inmediatamente posterior al 11/9, el índice de confianza ha permaneció por debajo de 50 desde principios de los años 70. Suele saltar –se duplicó después de la victoria Volcker/Reagan sobre la inflación– pero nunca se acercó a las cifras anteriores. Algo más generalizado ha ocurrido. Nuestro sistema político ha cambiado. En lugar de admitirlo, muchos norteamericanos echan la culpa a los actores. En la encuesta de Pew, el 56% de los encuestados estuvo de acuerdo con la siguiente aseveración: “El sistema político puede funcionar bien, el problema radica en sus miembros (del Congreso)”.

Por el contrario, no es la gente; es el sistema.

Desde la Segunda Guerra Mundial, el gobierno norteamericano ha asumido más responsabilidades de las que puede aceptar. Algunas son inalcanzables; otras, están en conflicto. Se supone que el gobierno debe, entre otras cosas, controlar el ciclo comercial, combatir la pobreza, limpiar el medioambiente; proporcionar asistencia médica; proteger a los ancianos; subsidiar a los estudiantes universitarios; ayudar a estados y localidades. Y hay más. La mayoría son esencialmente compromisos adquiridos en la posguerra. Tal como he escrito con anterioridad, el gobierno se vuelve casi “suicida” al generar, en todas partes, expectativas poco realistas. Cuanto más dependa la gente del gobierno, más decepcionada estará.

Lamentablemente, a los líderes políticos les resulta casi imposible enfrentar los excesivos compromisos del gobierno. Les resulta difícil retirar o modificar promesas realizadas previamente y programas anteriormente creados, definir lo que realmente importa y desechar o reducir lo que es secundario, anticuado o ineficaz. En los debates presupuestarios, los recortes de gastos han involucrado cambios que eximen al Congreso o a la Casa Blanca de tomar decisiones explícitas sobre qué programas favorecer y cuáles desmantelar o reducir. Todo o casi todo se preserva. Es una manera de extender el dolor de manera políticamente conveniente a corto plazo, pero que hace que el gobierno sea más ineficaz en el largo plazo. No resucitará la confianza.

Volvemos a Volcker. Lo que está creando es un instituto que se concentrará en los “aspectos esenciales” de implementar una política eficazmente: por ejemplo, contar con examinadores de bancos más capacitados. Aunque no hará daño, no constituye la esencia de nuestro problema, que radica en un mayor rigor sobre lo que el gobierno puede y debe hacer. Los demócratas deben tener la capacidad de realizar actos que, aunque poco populares y dolorosos en el presente, sean deseables para el bienestar último de la sociedad. Eso es lo que definió el triunfo de Volcker y Reagan en los años 80 y lo que está notablemente ausente en la actualidad.

ROBERT SAMUELSON inició su carrera como periodista de negocios en ‘The Washington Post’, en 1969. Además, fue reportero y columnista de prestigiosas revistas como ‘Newsweek’ y ‘National Journal’.