Políticas públicas en educación superior

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Dice el presidente Obama que, para 2020, Estados Unidos tendrá, una vez más, el porcentaje más alto de graduados universitarios en el mundo. Establece esta ambiciosa meta nacional, entendiendo que su país debe invertir sabiamente en la economía del conocimiento y en una ciudadanía educada para mejorar los índices de competitividad y prosperidad social.

En contraste, parece ser que la titulación universitaria no preocupa a los costarricenses, a pesar de que solo el 9.3% de la población ostenta un grado universitario y solo el 13% de esa población se egresa de áreas estratégicas para el desarrollo nacional, como son las disciplinas científicas, tecnológicas e ingenieriles; los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en cambio, reflejan una tasa promedio del 27.42%. La tasa de participación en educación superior de Costa Rica es la mitad de la tasa promedio de los países más desarrollados y nos conformamos con asumir, sin cuestionar, que no alcanzan los fondos públicos para financiar los estudios de tanta gente.

Encuesta reveladora. Motivada a contribuir con la superación de esta problemática, aproveché mi tesis doctoral en la Universidad de Pennsylvania para estudiarla. Analicé, con cuidado, cada una de las universidades del país. Realicé una encuesta a 1.138 alumnos universitarios en quince instituciones, públicas y privadas, para determinar su condición socioeconómica, preparación académica y perfil demográfico. Calculé y contrasté los costos de la educación superior pública y privada, utilizando los datos públicamente disponibles para las carreras de bachillerato en ambos sectores. Además, investigué aquellas políticas públicas de otros países orientadas hacia mejorar el acceso a la educación.

Resulta ser que un bachillerato universitario en una institución privada en Costa Rica cuesta a la sociedad ¢2,016,040, mientras que el mismo grado en la educación superior pública cuesta más de siete veces más: ¢15,075,402. Esta estimación no incluye los gastos asociados a la investigación, ni los ingresos privados percibidos por las instituciones públicas. Los detalles del cálculo se encuentran en el estudio, para el que tenga interés en analizarlo. También confirmé que hay más alumnos de escasos recursos en la educación superior privada, que en la educación superior pública.

¿Cuál es la problemática, en síntesis? Las instituciones públicas matriculan el 31.11% del total de la población universitaria, pero reciben el 100% de los fondos públicos disponibles para educación superior. Estos fondos subsidian la educación de cada uno de los estudiantes que se matriculan en las instituciones públicas por medio del cobro de bajas tarifas de colegiatura, equivalentes a un 8% del costo real de su educación. Sin embargo, el 51.44% de estos estudiantes tenían suficientes recursos para poder pagar la colegiatura de colegios privados.

Lo que es más, las familias cuyos ingresos mensuales se ubican en el promedio nacional y que pagan la colegiatura completa en las universidades públicas, gastan solo el 2.82% de su ingreso familiar anual, y aún así muchos estudiantes adinerados reciben becas por alto desempeño académico y hasta por participar en grupos estudiantiles. En cambio, el 37.73% de la población en instituciones privadas tiene ingresos familiares en los dos quintiles socioeconómicos más bajos, y aún así debe pagar el costo total de su educación. Lo que es peor, la mayoría de los graduados de colegio ni siquiera se matriculan en la educación superior.

Los más necesitados. Algunos podrían argumentar que todos los estudiantes tienen la misma oportunidad de solicitar cupo en las instituciones públicas, lo que sería verdad si todos los estudiantes recibieran una preparación académica igual en el colegio, o si las universidades públicas tuvieran suficientes cupos para acomodar toda la demanda de educación superior. Otros argüirían que los estudiantes de bajos recursos pueden solicitar un préstamo universitario por medio de Conape para estudiar en el sector privado, pero como lo demuestran las estadísticas, sólo el 3.6% de toda la población universitaria acude a ellos, lo que sugiere que, para la mayoría de los estudiantes, estos préstamos no son alternativas reales.

En tiempos de restricción financiera, los recursos para la educación superior deberían dirigirse a los estudiantes más necesitados, las poblaciones sub-representadas. Puesto que todo estudiante recibe ganancias sustanciales de la educación superior, la justicia dicta que los estudiantes y sus familias paguen parte de los costos de su educación. Los estudiantes con mayores recursos deberían pagar más que los estudiantes socioeconómicamente desfavorecidos, ya que los subsidios necesitan equiparar las oportunidades de ingreso para las personas con diferentes condiciones.

Calidad y eficiencia educativas. En compensación, estas familias podrían recibir descuentos de impuestos para compensar una parte de las tarifas de colegiatura que tendrían que pagar. Con estos recursos adicionales, las instituciones públicas podrían poner a disposición más cupos en programas de alta demanda para los estudiantes menos favorecidos. Adicionalmente, el Estado debería otorgar cupones o “vouchers” de asistencia estudiantil a los estudiantes de bajos ingresos y otras poblaciones subrepresentadas en los programas acreditados en las universidades privadas, de no haber campos de matrícula disponibles en las instituciones públicas, aunque esto signifique asignar los pagos tributarios realizados por las universidades privadas a este fin.

Los recursos públicos deben emplearse para apalancar políticas que mejoren la calidad y eficiencia educativas. El financiamiento debe otorgarse a instituciones públicas y privadas basándose en el desempeño institucional, puesto que se ha comprobado que esta estrategia ha sido exitosa en muchos países. Por ejemplo, Sudáfrica bonifica el desempeño de las universidades asignando un porcentaje de fondos, más allá de la fórmula de financiamiento básica, que se asignan con base en una serie de mediciones de calidad. Francia, Finlandia, Dinamarca, y Austria utilizan contratos de desempeño, acuerdos reguladores, con consecuencias punitivas para las instituciones que no cumplen los estándares basados en el desempeño.

Estrategias financieras. Argentina, Bolivia, Chile, Bulgaria, Ghana, Hungría, Indonesia, Mozambique, y Sri Lanka emplean fondos competitivos, recursos que se otorgan proyecto por proyecto, con el propósito de fomentar la innovación y las mejoras de calidad. La combinación correcta de instrumentos financieros debe establecerse, según las circunstancias particulares de Costa Rica, una vez que los objetivos de la política hayan sido debatidos, definidos y priorizados por medio de consultas a los interesados y estudios de expertos.

En síntesis, para lograr mayores resultados educativos, los tomadores de decisiones necesitan ser persistentes y sistemáticos en la implementación de estrategias financieras efectivas. Deben comprender y valorar las implicaciones de establecer precios bajos de matrícula en las instituciones públicas, de la ayuda financiera basada en necesidades socioeconómicas, de las becas otorgadas por mérito, así como las ventajas y desventajas de otorgar préstamos estudiantiles. Deberían estar conscientes de que la asignación de fondos como un porcentaje del producto nacional bruto contribuye a mantener el statu quo, pero no logra resultados concretos.

Estrategia y liderazgo. También deberían saber que si el otorgamiento de fondos es muy generoso, las instituciones podrían tender a adoptar prácticas administrativas ineficientes. Si es muy limitado o enfocado al mérito, son perjudiciales para el acceso de estudiantes de bajos ingresos y van en detrimento de la calidad de la educación. Una estrategia eficaz requiere una comprensión de las prioridades y un cuidadoso alineamiento del otorgamiento de fondos, becas institucionales, colegiatura, y préstamos estudiantiles. Un liderazgo inteligente implica la necesidad de claridad y consenso con respecto a las metas que necesitan alcanzarse; el planteamiento de una agenda clara a largo plazo; y mecanismos de rendición de cuentas que le permitan al público estar informado sobre las métricas que señalan la medición del progreso.