Pero, caen

Un dictador más que huye, vale la pena recordarlo

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Las imágenes de los últimos momentos de los dictadores derrocados son diversas y variadas. Manuel Estrada Cabrera, convencido de que la providencia le había confiado para siempre el poder en Guatemala, escuchó perplejo los cañonazos que su propio ejército, al que creía fiel hasta la muerte, dirigía contra su residencia de La Palma, ya el pueblo insurreccionado en las calles, y para más perplejidad, supo de un decreto del Congreso Nacional, donde sólo había incondicionales suyos, que lo declaraba loco. Hecho prisionero, fue a dar al calabozo de una estación de policía.

El general Juan Domingo Perón, antes de iniciar su exilio errante, pasó encerrado en el camarote de una cañonera de la armada paraguaya anclada en el Río de la Plata que no podía partir por falta de combustible. El general Somoza Debayle, metido en su bunker en la más absoluta soledad, escribió él mismo a mano la lista de sus más íntimos que lo acompañarían en el avión que lo llevaba a Miami, ya sin regreso.

Pareciera que los dictadores no fueran nunca a caer, pero caen. Es una inexorable ley de la vida y de la historia. Aunque tampoco es que caigan solos. ¿Cómo se desatan los acontecimientos que a lo mejor en pocos días, o semanas, fulminan los andamiajes de un poder pensado para la eternidad?

Sin disparar un tiro. A veces hay guerras costosas en muertos, heridos y destrucción para sacarlos del poder; a veces ocurre que de pronto, en medio del aire espeso que parece no se moverá nunca, en medio del miedo y de la inercia, basta una protesta por un alza de precios que de pronto se convierte en una manifestación de miles. Basta un disparo solitario que le quita la vida a un manifestante. Pero puede ser también que la gente salga a las calles y no se dispare un solo tiro, como ocurrió en la revolución de los claveles, cuando se desmoronó la dictadura militar tras la muerte de Oliveira Salazar en Portugal, otro que pensaba que su poder no tenía ni tiempo, ni límites. Hay decenas de ejemplos más.

Lo he recordado ante las noticias de la caída del dictador de Túnez, Zine el Abidine Ben Alí, que iba ya por su quinto período presidencial, y que había reformado la constitución para ser reelecto siempre. Otra vocación vitalicia, como tantas.

Todo empezó el 19 de diciembre en Sidi Buzid, una ciudad lejana a la capital. La gente salió a las calles después que un humilde vendedor ambulante de frutas y verduras, Mohamed Buzazizi, decidiera prenderse fuego en protesta porque un policía le confiscó su mercancía y lo abofeteó. Murió. Su agonía duró hasta el 4 de enero, pero mientras tanto hubo más manifestaciones, tiroteos, más muertos y heridos, pero la gente ya no se detenía y más bien se multiplicaba, y los enfrentamientos llegaban a la capital.

La policía ya no podía hacer nada frente a la situación, y el ejército salió a reprimir. Ya nada de eso servía para nada, ni la promesa de Ben Alí de irse del poder en 2014. En todas las ciudades del país las calles estaban colmadas de manifestantes que exigían su renuncia inmediata. Había pasado casi un cuarto de siglo desde que este hombre llegó al poder prometiendo la democracia y ahora contemplaba, perplejo, como todo se convertía en agua, o polvo, en sus manos. Y no tuvo más alternativa que buscar el exilio, a ver adónde querían aceptarlo. Un paria. Porque los dictadores caídos no dejan nunca de ser un estorbo.

Perón le estorbaba a los gobiernos de los países por donde iba pasando. Le estorbó aún a Somoza, y peor a Trujillo, que le cobró caro, en dólares constantes, por darle asilo. Somoza le estorbó a los Estados Unidos, que no lo querían en Miami, y el dictador de Paraguay, Alfredo Stroessner, le cobró también la estadía. Ahora, los gobiernos de Francia, de Italia, de Malta, se negaban a autorizar el aterrizaje de un avión donde se creía que iba Ben Alí como pasajero desterrado, o dudaban en hacerlo, antes de saberse que su destino verdadero era Arabia Saudita. Ya apestaba.

Apuros de la salida. Pero viajaba en otro avión, escoltado por una escuadrilla de cazas de la Fuerza Aérea de Túnez hasta la frontera del espacio aéreo, más que como un honor último, pienso, como una manera de asegurarse de que de verdad se iba, y que se iba para siempre. A los destronados nadie los quiere, y hasta sus más fieles aduladores, los más obcecados serviles, los payasos y los bufones de la corte, dejan de quererlos.

Pienso en lo que el anciano Ben Alí piensa en el momento de las carreras y apuros que preceden a su partida. ¿Cuánto puede cargar consigo de sus riquezas? ¿Cuántas obras de arte, joyas, muebles, pueden irse al exilio con él? ¿Cuántos trajes, cuántos pares de zapatos puede llevarse?, piensa su mujer, la odiada Primera Dama Leila Trabelsi, la antigua empleada de un salón de belleza a la que el pueblo llamaba ahora “La Regenta”. Es lo que debió pensar Imelda Marcos, la Primera Dama de Filipinas en los momentos finales de la partida: ¿cuántos centenares de pares de zapatos, de los miles que tenía, podía llevarse al exilio?

Cuentas bancarias. Pero claro, está el consuelo de las cuentas bancarias en el extranjero. Porque esta Leila Trabelsi sí que era voraz. Ella y los miembros de su familia, privilegiados por los negocios mafiosos a la sombra del estado, se habían venido haciendo dueños de todo lo que era rentable. Centros comerciales, hoteles, supermercados, cadenas de radio, estaciones de televisión, distribuidoras de vehículos, agencias inmobiliarias, compañías telefónicas. Si alguna empresa les atraía, el dueño no tenía más remedio que darles participación, o venderles. Muchas de esas empresas terminaron siendo incendiadas por la multitud enardecida.

Que las dictaduras siempre terminan por caer, parece demasiado obvio, aunque a veces solemos olvidarlo. Por eso vale la pena recordarlo ante ejemplos tan recientes como el de Túnez. Un dictador más que huye, una tiranía corrupta más que se acaba, otra familia envanecida por el poder y la riqueza que abandona sin remedio negocios y palacios.