Parejas demandantes en caso de fertilización in vitro

Dictamen de la CIDH sobre FIV

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Sí, tengo que admitirlo: soy una persona de patrones fijos. Y esa mañana de miércoles no tenía por qué ser diferente. Tomaba la matutina y necesaria taza de café, cuando, escoba en mano, doña Mercedes hacía su danza de limpieza en la sala de mi apartamento. Así han sido todos los miércoles desde hace un año.

Siempre echamos charla, pero ese día su cuota me vino como anillo al dedo. “Todavía me acuerdo cuando una señora me dijo: ‘¡ajá bandida, tenés un paquetico ahí!’ Con la mano en el vientre ilustró su frase.

“¡Qué susto! ‘Y va a ser una chiquita muy especial’, me dijo. Estaba embarazada de Jill”. Jill es la tercera hija. La concibió doña Mercedes Calvo a sus 33 años; primero había nacido Esteban y antes que Jill, María.

Así, en una mañana cualquiera dos mujeres que no tenemos mayores cosas en común –ni consanguinidad, ni generación, ni lugar de procedencia– hablábamos de algo que se da por sentado que pasará: tener hijos.

¿No es lo que se supone que, naturalmente, sucederá cuando alguien se une a un alguien más. Multiplicarse?

Doña Mercedes tenía material de sobra. Historias milagrosas –la de una vecina que, contrario a los pronósticos médicos, tenían ya su marimbita–; historias de sobremesa –como de lo doloroso que puede ser un parto–; historias de superación –las de cómo su esposo Elí dejó de fumar porque Esteban de chiquitillo se lo imploró–.

Lo visualicé: hay mujeres que jamás tendrán historias qué contar como las de doña Mercedes. Luego me sorprendí: con toda propiedad, ella mencionó el concepto que me quitaba el sueño: la fecundación in vitro (FIV).

Hasta aquella conversación, doña Mercedes era –que no es poco tampoco– solo mi mano derecha en las cosas domésticas.

Después de la charla, pasó a ser la representante del ciudadano común que habita en este país. Desde el que toma tres buses para llegar a su trabajo –como ella–, hasta aquel que tiene la vida un poco más resuelta.

Un remezón

Así es. De alguna manera, el tema de la FIV le ha pasado rosando los orejas al ciudadano común. Diez años después de que la Sala IV declarara que la fecundación in vitro era inconstitucional y, por tanto, prohibida en Costa Rica, el tema volvió a la palestra. Revivió cuando, hace tres meses y tanto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le dio un jalón de orejas al Estado costarricense por aquella decisión.

El pronunciamiento de la CIDH, documento que salió el 23 de agosto de su sede en Washington pero que pudo ser revelado por La Nación el 24 de setiembre pasado, pidió a Costa Rica reactivar la fecundación in vitro y dejar sin efecto el fallo de la Sala IV que en el 2000 suspendió el procedimiento médico de fecundación asistida dirigido a parejas que no pueden concebir hijos.

El pronunciamiento de la CIDH fue un remezón. Consideró que aquella decisión del 2000 “constituyó una interferencia arbitraria y una restricción incompatible con la Convención Americana de Derechos Humanos”.

Según el Informe N° 85/10 de la CIDH, la Sala Constitucional violó derechos fundamentales, entre ellos, el que tienen las personas de formar una familia, una situación que el Estado debe garantizar, dijo la CIDH.

Quizás nosotros, los ciudadanos comunes, no vamos a memorizar los términos, pero sí que vivimos el hecho: la noticia empezó a tener eco.

No fue solo noticia aquella revocatoria, también lo fueron las consecuencias que de ella se desprendían: un ultimátum.

La CIDH dio a Costa Rica dos meses –lapso que se cumplió el 23 de octubre– para informar sobre las medidas que adoptaría para “solucionar la situación denunciada”. Desobedecer esta indicación acarreaba otra arista informativa más: Costa Rica podía ser enjuiciada en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El Estado envió un proyecto de ley a la Asamblea Legislativa para regular la FIV.

Doña Mercedes sabía eso. Y lo primero que dijo fue: “¡Ay, mamita. A como es la Asamblea (Legislativa), van a pasar años y esas señoras no van a poder hacerse el tratamiento”.

Se abre la herida

En este intríngulis noticioso, entre datos y debates, hay rostros y un drama humano: el de las diez parejas que, en el 2001, interpusieron una demanda contra el Estado costarricense por aquel fallo aprobado por cinco magistrados; de ellos, solo dos salvaron su voto.

Este pronunciamiento de la CIDH es la respuesta a la demanda de esas parejas. Solo que llegó nueve años después.

“¿De qué me sirve a mí eso ahora? Nosotros ya perdimos la oportunidad”, dice Julieta González, hoy de 47 años.

Julieta y su esposo, Oriestes Rojas, canalizaron el deseo de ser padres adoptando, pero admite que el dolor de no habérsele permitido una oportunidad para concebir está latente.

Esta es la parte espinosa de la noticia: el cómo la vieja resolución y el nuevo pronunciamiento de la CIDH tocan la vida de los ciudadanos comunes.

Esta herida no tiene costuras firmes; se desgaja como una naranja. La abren las discusiones de bioética, de moral, de postulados religiosos, médicos y científicos que se desarrollan en la prensa escrita, la radio, la televisión. Pero en el caso de las parejas involucradas, hay una fragilidad que está muy lejos de ser “sentimentalismo”.

“La verdad, esto de que los periodistas me lo estén preguntando otra vez es bastante incómodo. Ya uno tiene sus chicos (adoptados) y no quiero que esto los afecte”. La declaración de Joaquinita Arroyo solo confirma que muchas de esas mujeres hoy prefieren guardar silencio.

La lucha tenaz

En temas controversiales como este, de pronto todas las partes creen tener la razón.

¿Pero qué pasa con aquellas personas a quienes el asunto les concierne directamente?

Grettel Artavia Murillo, por ejemplo, reflexiona: “Alguna gente cree que somos solo nosotros, pero no. Muchas parejas no pueden tener hijos de forma natural y buscan ansiosas un tratamiento”.

El día de esta entrevista, era particularmente difícil para ella. Miguel Mejías, su esposo y quien quedó parapléjico a los 19 años, iba a ser operado a causa de una infección en su columna. “No sé qué voy a hacer si le pasa algo a Miguel”.

Grettel, hoy de 32 años, ha vivido la mitad de su vida con él; se casó cuando tenía 15 años; él tenía 30.

Le pregunté por qué ella sí accedía a hablar con la prensa, mientras que otras señoras ni siquiera me devolvieron la llamada. “Quizá es la única forma de que la gente entienda por lo que nosotros hemos pasado. Nadie puede saber lo que yo siento, lo que es este dolor. Si hablo, tal vez otras parejas sí tengan la oportunidad”. El fallo de la Sala Cuarta se dio cuando Grettel estaba a solo dos días de hacerse la fecundación in vitro. “He pensado en organizar un grupo de apoyo a parejas que pasan por esto”, dice con agua en los ojos.

Grettel es católica creyente y practicante: da catequesis y está convencida de que en su cuerpo se hará solo la voluntad de Dios. Ahora tiene sus esperanzas puestas en que pase el proyecto de ley de la regulación del FIV.