Parecido a la verdad

Jacques Sagot

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Cuentan que Velázquez recibió una reprimenda del papa Inocencio X cuando este vio el retrato suyo que había ejecutado el excelso pintor: “No me gusta. Se parece demasiado a mí”. El papa esperaba una pintura que lo hiciera lucir como un Francisco de Asís; en cambio, recibió una obra que captura su verdadera naturaleza maquiavélica.

No es raro que el arte nos disguste cuando nos enfrenta con una verdad que preferimos esconder, incluso ante nosotros mismos. La evasión siempre será más popular que el conocimiento.

Por este motivo, el nuevo libro de Jacques Sagot, Déjame morir (Editorial Tecnociencia) se granjeará sobre todo enemistades. Se parece demasiado a la horrible realidad. No hace más que hablar sobre la muerte, y no tiene la decencia de maquillarla aunque fuera un poco.

El libro no les concede nada a las ilusiones, y en el tema de la muerte es donde estas han sabido crecer más fértilmente, donde las necesitamos más.

Siempre se celebrarán las nuevas fantasías que nos sepan consolar de un destino trágico, siempre serán bien escuchadas (no importa si son descabelladas, arbitrarias, risibles) las promesas de inmortalidad personal, pero el aguafiestas de Sagot más bien nos dice: “Tengo la absoluta e irrevocable certeza de la aniquilación del ser humano, de la futilidad de la vida, de la imposibilidad de todo trasmundo o forma alguna de pervivencia, del inapelable señorío de la muerte sobre toda criatura viviente”.

Si al menos, ya que nos niega la esperanza de un más allá, nos hiciera concesiones al mirar hacia el final de la vida, pero Sagot presenta con crudeza lo que crudo es, desde la enfermedad que aniquila (“No sé qué haré cuando las manchas violáceas se me suban al rostro. El síndrome Kaposi. Ya lo he tenido en tobillos y espinillas. Ocasionalmente. Como ha venido se ha ido. Pero me llena de angustia que algún día venga a marcar mi cara con el signo de los apestados”) hasta el último imprevisible suspiro (“No pasa una hora sin que me pregunte cómo será el morir: ¿Asfixia? ¿Vértigo de la caída libre? ¿Lenta inmersión en el sueño? ¿Espasmos de dolor inexpresable? ¿Súbito estupor?...”).

Si al menos, ya que nos presenta un final descorazonador, nos impulsara a posponer la terrible verdad hasta otro momento, pero aquí también el irremediable Sagot nos enfrenta con el hecho de que la muerte marca horriblemente la vida desde siempre.

No faltan en este libro niños que ya la conocen, y, entonces, “la indefensión, la fragilidad y el terror” se les imponen. La muerte nos condena desde el nacimiento a sus trabajos forzados.

Si al menos nos permitiera la elegancia en un último trance, pero lo que pinta es un panorama indecoroso, el destino inescapable de los cuerpos que se convierten en materia putrefacta: “La pululación de las larvas comienza en el intestino grueso' El cadáver se convierte en un campo de batalla. Los roedores se disputan los jirones de carne' De los huesos perviven generalmente los fémures, las vértebras y el cráneo. Sobre ellos brota a menudo una profusa floración de hongos y levaduras pilosas, blanquecinas, casi diríase ornamentales”.

Literariamente (aunque esto es lo menos importante aquí, porque este libro no es mera obra literaria ), se trata de una colección de ficciones donde la ficción es lo menos frecuente. Lo que importa no es seguir una trama, que las hay, pero ni ponen ni quitan.

Importa mirar a la verdad profunda que el libro encierra, pero que no ha debido escudriñar con lupa en las remotidades de lo oculto: este libro mira hacia lo que está tan a la vista, pero que es tan espantoso, que los ojos se desvían y la mente trata de olvidarlo. No descubre nada más que lo que apesta en nuestras narices y nos empeñamos en negar.

La muerte va desnuda en este libro. Todos quisiéramos que alguien la hubiera vestido. Sagot es el niño que advierte con un grito que sus tristes carnes van a la vista. Ha renunciado al buen gusto que solicita ilusiones al respecto, que permitan que siga el desfile en el que la autocomplacencia se impone sobre la verdad. Ha renunciado al silencio cómplice del engaño.

Grita con absoluto desprecio por las buenas maneras de las fantasías. Muchos preferirán negarse a mirar esta fúnebre pornografía, pero no han de tapar el Sol con un dedo. Quien lo lea, lo hará sin poder escapar de su enorme parecido con la verdad, pero hay más: tampoco ha de escaparse quien lo ponga en la basura.