¿Para qué bibliotecas sin niños?

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El dios Theut ha visitado a Thamus, rey de Egipto, para presentarle la escritura, el más reciente de sus inventos. Según el hacedor, las letras alimentarán la memoria y la sabiduría del hombre, pero el rey Thamus replica lo contrario: la escritura provocará el olvido pues la gente dejará de ejercitar su memoria y, en lugar de buscar el conocimiento en su interior, lo buscará fuera de sí misma, en los libros. Este mito es narrado por Sócrates en Fedro , uno de los diálogos de Platón.

Con la ventaja de la experiencia, hoy podemos decir que el genio del dios Theut era incomprendido por el rey Thamus.

Si con los libros acudiese el olvido, los habitantes de la reserva indígena Boruca ya habrían enterrado la figura de Cuasrán, el mítico indígena que se rebeló contra los españoles y cuya historia se ha transmitido de generación en generación. “Cuasrán es quien nos protege y quien cuida nuestras montañas”, afirma Óscar Leiva Morales, profesor de lengua boruca en la Escuela Doris Stone.

Sus estudiantes saben muy bien quién es aquel legendario indígena. En su clase, Morales encuentra una policroma máscara y pone a prueba a sus alumnos.

“¡Es Cuasrán, el que se lleva a los chiquitos no bautizados!”, responde un animoso niño. Como un libro, la leyenda de Cuasrán permite múltiples interpretaciones.

Lejanos libros. Para llegar a la Escuela Doris Stone, en la reserva indígena Boruca, fue necesario recorrer los 15 kilómetros de un camino serpentino, claro y empolvado, a veces interrumpido por tramos arcillosos que anuncian la cercanía de las lluvias.

La gran mayoría de los cerca de 3.000 habitantes de este pueblo son indígenas borucas. Las excepciones son personas que llegaron desde afuera y se establecieron aquí, capturadas por el paisaje agreste, o habitantes de la zona que viajaron a San José y volvieron con “pareja blanca”.

En la escuela, todos los funcionarios son indígenas, menos Vivian Valverde, encargada de atender el aposento predilecto de los 260 niños que aquí estudian: la biblioteca. “Les gusta tanto que, a la hora del recreo, la mayoría se viene para acá”, cuenta Valverde.

La biblioteca se ideó el año pasado, pero comenzó a funcionar oficialmente hace un mes. Huirá Egui U es su nombre, expresión boruca que, llevada al español, significa “Casa del Saber”.

En las mañanas, Valverde imparte lecciones a los niños de kinder , y de 12 m. a 4 p. m. atiende el ordenado cuarto multicolor. Al inicio, los niños únicamente ponían sus ojos en las ilustraciones, pero, para pena de los dibujantes, los profesores han ideado actividades para que sean los niños quienes, desde las letras, cristalicen mundos a su imagen y semejanza.

De momento, la escuela no ha debido gastar dinero en libros pues todos han llegado gracias a donaciones; sin embargo, no han logrado reunir los fondos necesarios para construir estantes. En este momento, los libros se acomodan sobre tablas viejas que la Junta de Educación tornó en anaqueles.

A diario, cada grupo tiene programada una visita de 15 minutos, durante la cual los niños aprovechan para hojear sus ejemplares preferidos, sentados en taburetes que rodean mesas hexagonales, o en el suelo, sobre alfombras.

Como lo hacen en las aulas, antes de entrar, la mayoría deja los zapatos fuera, en pilas al lado de la puerta, con tal de preservar otra de sus aficiones: los pisos limpios.

En la estantería figuran libros propios de cualquier biblioteca escolar: enciclopedias, diccionarios, manuales de español, prácticas de matemáticas...; sin embargo, hay dos ejemplares que anuncian al visitante las peculiaridades de esta escuela: Hablemos boruca , de Miguel Ángel Quesada, y el sugerente título ¿Por qué prehistoria si hay historia precolombina? , de Luis Ferrero. Empero, estos estantes son algo cercano a la ciencia-ficción: en esta localidad, la lengua boruca casi ha desaparecido. Hacia 1995 se registraban solo cinco personas que la hablaban fluidamente.

Óscar Leiva, profesor de boruca, explica que esa disminución se debe en gran parte a las políticas educativas que se emprendieron en los años 50, cuando empezaron a llegar a la zona los primeros maestros no indígenas que obligaban a los niños a hablar español.

Así, esos niños olvidaron su idioma, de modo que, ya adultos, no pudieron transmitirlo a sus hijos. “A los niños les daba verguenza expresarse en su lengua pues se sentían discriminados. Algunos preferían decir que eran de otro lugar y no de la reserva”, relata Leiva.

Sin embargo, las cosas han cambiado en los últimos años. En el programa educativo se ha incorporado la enseñanza del idioma y la cultura borucas. Para Leiva, los jóvenes son conscientes ahora de la importancia que tiene su cultura. “Con orgullo, la demuestran mediante tejidos y máscaras, y muchos de ellos se saludan en boruca”, precisa el profesor.

Debido a esa situación, el pueblo de Boruca se ha convertido en una simbiosis que sorprende al visitante que pensaba encontrar algo cercano a una aldea.

Los exiguos techos de paja y palma se engarzan con otros de hierro y cemento, y sobre algunos hay antenas parabólicas de televisión de cable.

Un tropel de niños acaba de abandonar el agobiante sol y se ha internado en la biblioteca. De inmediato se dirige a la estantería. Hace unas semanas, el Ministerio de Educación Pública envió un armario blanco lleno de libros nuevos de gruesas hojas de cartón.

Esa es hoy la esquina preferida de los infantes. Algunos ya pueden citar sus temas afines, como Glen, a quien le atrae un conjunto especial de animales: “las culebras, los sapos, los caballos, las vacas, las ovejas y las cabras”. Teylor, niño candoroso, ha leído sobre Hércules, “un hombre fuerte que peleaba”. Heiner se distrae con los mares, y Gaudy con los dinosaurios.

No muy lejos de donde los niños departen, yacen, estrujados, los libros de literatura, entre los que se descubren viejas pero conservadas ediciones de títulos como El jaúl , Marcos Ramírez y Juan Varela .

Muchos siglos hay sobre ese anaquel. Véase el Poema del mío Cid , simiente de la lengua y la idiosincrasia españolas; y, con algo de paradoja, véase una antología de Pablo Neruda, el insigne poeta que escribió: “Los hijos de la arcilla vieron rota / su sonrisa, golpeada / su frágil estatura de venados, / y aun en la muerte no entendían. / Fueron amarrados y heridos, / fueron quemados y abrasados, / fueron mordidos y enterrados”.

La invención del dios Theut aligera sonrisas en los niños de esta región hirviente y guarda siglos de memoria entre los armarios.

El 31 de enero, antes de la media noche, algunos pobladores vieron a Cuasrán, quien tocaba unas maracas antes de que se iniciase el celebérrimo baile de los diablitos. “Algunos creían que era gente de la zona, pero los implicados lo desmintieron”, recuerda Óscar Leiva.

Quizá algún día, uno de los niños descubra al legendario Cuasrán, con su frágil estatura de venado, entre aquellos versos de Neruda. Su versión solo la desmentirán quienes nunca hayan leído; aquellos que lo hayan hecho asentirán, convencidos: “Sí, nosotros también lo hemos visto”.