Páginanegra Mata Hari: El ojo del amanecer

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Mujer en un mundo de hombres. Su vida describió una trágica parábola que comenzó en los arrabales holandeses, alcanzó el cenit en la Europa de la Belle Epoque y terminó ante un pelotón de fusilamiento, en las zanjas francesas de Vincennes.

Aunque el mejor espía es aquel de quien nada se sabe; de ella se conoce todo, porque lanzó sin empacho su honra a los perros y dejó a su paso un ejército de crápulas y cretinos enceguecidos por el esplendor carnal de ese paradigma de la femme fatale, ‘chupahombres’, aventurera y astuta: Mata Hari.

Pero'¿Existió de verdad? No. La espía por antonomasia fue una fantasía alucinante que nació en la cabeza de Margaretha Geertruida Zelle, hija de Adam Zelle –un sombrerero con aires de nobleza– y Antie van Der Menden –una sencilla pueblerina–.

Geertruida dejó el ombligo en la ciudad holandesa de Leenwarden, en 1876. Ahí Adam hizo fortuna pero la dilapidó por sus delirios de grandeza, arrastrando a su hija al oropel de la prostitución y a una vida de frustraciones y desgracias personales, según cuenta Fernando Martínez en Los espías que estremecieron el mundo.

La Mata Hari que todos conocen fue en realidad un mito cinematográfico, recreado por Greta Garbo en la película homónima de George Fitsmaurice, filmada en 1931. La sueca y Ramón Novarro mostraron el lado romántico de una mujer, que en la vida real, fue una espía de medio pelo, tan inepta que los alemanes nunca entendieron por qué los franceses la fusilaron, al amanecer del 15 de octubre de 1917, explicó en sus Memorias Elisabeth Schagmuller, maestra del espionaje germano.

Los cronistas de la Primera Guerra Mundial coinciden en que el juicio y ejecución de Mata Hari, guarda paralelos con el de Alfred Dreyfus, un judío alsaciano acusado –en 1894– de revelar información secreta a los alemanes.

Ambos fueron víctimas del chovinismo francés y chivos expiatorios de los fracasos militares galos, especialmente en la Gran Guerra, donde el horror de la carnicería en las trincheras requería un golpe de propaganda y nada mejor que capturar y matar a una traidora, aunque esta fuera solo una buscavidas.

Hija de la mala vida

Criada en la extravagancia, Geertruida apenas pudo soportar la debacle financiera familiar y terminó con sus huesos –y los de sus tres hermanitos– en una escuela de Leyden, donde el director la acosó y perdió el juicio arrebatado por la broncínea belleza de la adolescente.

Si algo deseaba era “emanciparse y volar lejos del hogar familiar en busca de romance y aventuras”, cita Martínez Laínez. La ocasión hace al ladrón y esta llegó gracias a un anuncio, publicado en la sección de corazones solitarios de un pasquín de Amsterdam: “Oficial destinado en las Indias Orientales desea encontrar señorita de buen carácter con fines matrimoniales”.

El encuentro de la pareja lo describió Eric Nabour, en Las grandes aventureras de la historia: “La cita galante tuvo lugar a la puerta del Rijsmuseum de Amsterdam, un día de marzo de 1895. Él tiene 39 años, apostura marcial, un bigote aparatoso, galones, chaquetilla y sable. Ella, 18, y es una insólita holandesa, morena y de ojos profundos”.

Margaretha estaba loca por los policías o soldados y el capitán Rudolf McCleod encontró en ella una descarga de pasión; al mes de conocerse la dejó embarazada del primer hijo, Norman, al que se uniría más tarde Juana Luisa.

La rutina matrimonial estuvo a punto de acabar con las ambiciones de la novel esposa, pero el destino le cambió la suerte y el militar fue trasladado a Malang, en Java. Ahí nacería el mito Mata Hari: el ojo del amanecer.

Tal vez la humedad, la lluvia pertinaz y la modorra exacerbaron la sangre de cada uno; muy pronto los celos, el alcohol y la permisividad sexual marcaron la hoja de vida de ambos.

Las danzas exóticas, la música sugerente, los ritos lascivos y las fiestas con oficiales, eran más atractivas para Geertruida que los quehaceres domésticos. Igual pensaba Rudolf, asiduo cliente de los burdeles y las cantinas, de donde salía para propinar unas soberanas palizas a su mujer.

Todo colapsó con la muerte de Norman, según algunos, envenenado por una sirvienta ultrajada. Los rumores aseguraban que Rudolf ofrecía su esposa a los empresarios ricos, con tal de obtener granjerías.

De regreso a Holanda, logran divorciarse en 1902. A cambio de una pensión, Margaretha dejó a su hija en manos del padre y adquirió lo que siempre anheló: campo abierto para dedicarse a sus amoríos y a la búsqueda de incautos que pagaran sus lujos.

Para lograrlo se fabricó un pasado misterioso y un costal de mentiras con el que viajó a París para probar suerte. En esta primera incursión le fue muy, pero muy mal. Terminó de prostituta callejera, bailarina nudista en sitios de baja estofa y contrajo una enfermedad venérea que atendió el doctor Brizard, el mismo que la acompañaría, años más tarde, ante el pelotón de fusilamiento.

El ocaso de la diosa

A razón de creerle a Anne Bragance, autora de Mata Hari: “ella es una apsara, hermana de las ninfas, de las ondinas, de las walkirias y de las náyades, creadas por Indra para la perdición de los hombres y de los sabios”.

La farsante regó la bola de que era hija de un rajá, de la casta de los brahmanes, y de una bayadera que murió al parirla. Nativa de la ciudad sagrada de Jaffuapatan, unos sacerdotes de la diosa Shiva la secuestraron tras quemar el cadáver de su infausta madre y, para entretenerla, le enseñaron las más provocativas danzas orientales y la preparación de enloquecedores filtros.

Recuperada de su fracasado estreno en la Ciudad Luz retornó al ruedo parisiense y en 1905 apareció en el hotel Le Crillón, mantenida por monsieur Guimet, un rico industrial y coleccionista de arte oriental.

Desde aquí comenzará un ascenso fulgurante que la llevará del esplendor a la decadencia. Kurt Singer, un experto en temas de espionaje, aseguró: “la belleza de Mata Hari radicaba sobre todo en sus ojos y brazos, considerados por algunos como lo más hermosos del mundo. En cambio, sus pechos eran aplanados, colgantes y fofos”.

Solía cubrirlos con dos semiesferas metálicas porque, según ella, el marido, en un arranque de celos, le había arrancado los pezones de un mordisco.

La bailarina de fuego atrajo un enjambre de fanáticos que colmaron sus espectáculos en el Casino de París, el Olympia o el Follies Bergére. Llegó a cobrar 10.000 francos por noche, más las extras por sus favores carnales.

De gira por Europa, conoció en Berlín al rico teniente Alfred Kiepert, quien la iniciaría en los pininos del espionaje.

Durante casi siete años, probó las mieles de la gloria, pero en 1912 su carrera comenzó a desmoronarse, su belleza se apagó y el dinero menguó.

Para su buena suerte, el duque de Brunswick, von Yagow, director del espionaje alemán, le propuso convertirse en espía a cambio de “coleccionar amantes, sacarles dinero y aprovechar los juegos de alcoba para obtener información clave”, señaló Fernando Díaz-Plaja en Mata Hari.

Menudo negocio

En 1914, de paso por Amsterdan a raíz de la muerte de su padre, Mata Hari negoció con el cónsul alemán Kraemer el pago de 20.000 francos por sus servicios de espía; ellos le asignaron un nombre clave: H-21. Ese año, estalló la guerra y H-21 se instaló en París. Mata Hari carecía de interés en la política, le encantaban las fiestas y, sobre todo, los uniformes. “Amo a los militares, los he amado siempre y prefiero ser la amante de un oficial pobre, que de un banquero rico”, expresó ante el tribunal que la juzgaría en 1917.

En las memorias del jefe del contraespionaje francés George Ladoux (Los cazadores de espías) se afirma que H-21 aceptó ser doble espía. Una versión, un poco exagerada, aseguró que, gracias a sus informaciones, los alemanes lograron contener el ataque en la Batalla del Somme (1916), donde murieron un millón de soldados de los dos bandos.

Debido a ello Ladoux la acusó de espía y comenzó una investigación para atraparla; el proceso culminó el 13 de febrero de 1917, cuando la policía la detuvo en su hotel a las 8 de la mañana, una hora inapropiada para visitar a una dama.

Pasó varios meses en la prisión de Saint-Lazare y, a fines de julio, un tribunal militar la juzgó, a puerta cerrada, sin prensa, ni testigos. En menos de diez minutos, la condenaron a muerte.

Al amanecer del 15 de octubre de 1917 enfrentó a sus verdugos; los miró a la cara, les lanzó un beso y se escucharon 12 disparos.

El periodista inglés Henry Wales, de la agencia International News Service, fue testigo del fusilamiento y escribió un artículo para varios periódicos de la época. “Al despuntar el día, llegó al lugar de la ejecución. Le ofrecieron un lienzo blanco para los ojos, pero lo rechazó. Miró al pelotón, al sacerdote, a las monjas y a su abogado. Cayó hacia atrás, con las piernas dobladas bajo el cuerpo. El oficial a cargo sacó el revólver de la funda y le disparó en la frente”.

Mata Hari quemó su presente sin pensar en el mañana, porque su vida estuvo hecha de la misma sustancia de la que están hechos los sueños.