Página negra William Randolph Hearst:  El Rey del morbo

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A los diez años, de gira por Europa, el pequeño Willie dio muestras de su desbordada ambición y pidió con inocencia pueril a su madre Phoebe Apperson, que le comprara el Palacio de Windsor y el Museo de Louvre.

La plata no era problema porque el padre del rapaz era George Hearst, paradigma del self made man yankee, hijo de emigrantes escoceses que se levantó de la nada y amasó una fortuna mastodóntica con la minería, la explotación maderera, la ganadería y todo lo que generara ríos de dinero.

Si bien William Randolph Hearst nació en cuna de oro, siempre fue considerado un pelagatos por la rancia aristocracia gringa que lo detestó y creó la leyenda de un despojo humano, enclaustrado en su castillo, donde murió íngrimo, según la sátira fílmica de Orson Welles: Ciudadano Kane.

Durante la primera mitad del siglo XX fue el fiel de la balanza política norteamericana; en 1900 poseía la tercera parte de los periódicos de Nueva York; fundó 42 diarios, fusionó 14, vendió siete y cerró cuatro. Montó su propia agencia de noticias y controló la industria cinematográfica.

Rico como un rajá, pero con el gusto de un palurdo, fue un comprador excéntrico que llegó a poseer hasta el 25 por ciento del mercado mundial del arte y lo mismo adquiría un jarrón que un monasterio renacentista.

Como todo le parecía pequeño decidió construir su propio palacete en la costa californiana. Pensó en algo “modesto” y se gastó un Potosí en una mansión de 30 mil metros cuadrados llamada “La colina encantada”: un menjunje de arquitectura clásica y Disneylandia.

Este pastiche tenía 56 habitaciones, 61 baños, 19 salones, medio kilómetro cuadrado de jardines, piscinas al aire libre, canchas de tenis, sala de cine, pista de aterrizaje, un templete romano traído de Europa, cielorrasos antiguos, tapices bizantinos y el zoológico privado más grande del mundo. Bernard Shaw dijo: “Si Dios hubiese tenido dinero, se habría construido esa casa.”

En Hearst, un magnate de la prensa (publicado en el año 2005) el historiador David Nasaw retrató a un hombre diferente al que denostó Welles.

La familia le abrió paso a la documentación privada del patriarca, vedada a los profanos desde su muerte a los 88 años, en 1951. La reconstrucción de hechos realizada por el autor muestra al barón de la prensa mucho más allá del anti-zquierdista malencarado o el amigo de Hitler y Mussolini. Más bien lo humaniza con su trato cortés hacia sus empleados, capaz de gastarse millones en sus caprichos y ordenar a la servidumbre que no matara a los ratones.

De la publicación de Nassaw se desprende que Randolph aterrorizó a muchos pero en realidad no mató a nadie; aún así le endosaron la muerte de Thomas Ince, creador del western.

Lo que sí hizo fue utilizar su imperio mediático para catapultarse a la política; peleó y perdió la alcaldía de Nueva York; ocupó por dos períodos una banca en el Congreso; estuvo a una nariz de ser candidato demócrata a la presidencia en la convención de 1904 y se enfrentó como un cruzado a los monopolios ferrocarrileros, a los bancos y a Wall Street.

A su muerte, la prensa irreverente que él ayudó a erigir le dio de su propia medicina, pues el Manchester Guardian no respetó duelo alguno y afirmó: “Incluso ahora resulta difícil pensar en él con piedad. Quizá ningún otro hombre haya hecho tanto como Hearst para rebajar el nivel del periodismo.”

El último clavo en su ataúd lo martilló The New Yorker, al sentenciar que el gran aporte de Hearst fue demostrar lo que en el mundo del periodismo puede hacer un ignorante con mucha plata, y que solo otro igual a él sería capaz de enfrentarlo.

Ciudadano Hearst

A pesar de todo W.R. Hearst logró llevarse el gato al agua. Hasta los 23 años era un bueno para nada que llevaba la vida de un “bon vivant”. Nacido entre tafetanes, se movía con los aires de un señorito pero le encantaba el ambiente barriobajero. Consentido por ser hijo único, padeció los traumas de un padre ausente ocupado en consolidar un imperio en la Edad del Oropel, tras la guerra civil norteamericana.

Fue un niño travieso dominado por una imaginación calenturienta; ávido de llamar la atención, le prendió fuego a su habitación. Nasaw cuenta que el joven Hearst tenía miedo de ser considerado un “mariquita”, incapaz de comportarse como su padre, un rudo minero que mascaba tabaco y escupía palabrotas.

Jalonado por continuos viajes, pasó de una escuela a otra. Sin un hogar estable, optó por rodearse de objetos intocables como antídoto contra los trastornos de la vida cotidiana. Con los años se volvió un comprador compulsivo.

Su vida era una noria perpetua. Solía ir de farra con coristas colgando de su brazos; fue desterrado de Harvard por enviar a sus profesores orinales personalizados con su nombre, pero más por juerguista, holgazán y petulante.

Hasta que un día su padre ganó en una mesa de póquer, como no podía ser de otra manera, un periódico en ruinas: The Examiner. ¡Y nació el mito!

Por supuesto que al viejo socarrón no le hizo ninguna gracia que su heredero quisiera ser periodista, y le ofreció una mina y un rancho para que entrara en razón.

Recibió el pasquín con 15 mil lectores y en pocos meses multiplicó la circulación con un nuevo tipo de periodismo, aprendido de su maestro: Joseph Pulitzer. Llevó al extremo el sensacionalismo y creó un nuevo estilo: el amarillismo. Se valía de noticias escabrosas, fotos y dibujos, grandes titulares y no tenía el menor empacho en publicar lo que otros ya habían difundido. Una vez contrató una mujer para que colapsara en plena calle y denunciar la pésima atención ofrecida a la indigente. Era un periódico dirigido a los pobres, a los inmigrantes y a los trabajadores.

San Francisco le quedó pequeño y dio el salto a Nueva York. Su mamá le prestó $150 mil y compró el maltrecho New York Journal, que fue el buque insignia de su armada mediática.

Cuando el dinero habla, el mundo calla. Sin tiempo para armar una sala de redacción invitó a un almuerzo a los mejores periodistas de su rival Pulitzer y los compró con una catarata de dólares.

A partir de ahí su imperio llegó a tener una media de 20 millones de lectores y fue la punta de diamante de un objetivo aún más ambicioso: el poder.

Y como la ocasión hace al ladrón, los insurgentes cubanos y el hundimiento del Maine le dieron un casus belli para montar un melodrama amarillista que arrastró a Estados Unidos a la guerra contra España, en 1898.

Llegó a vender un millón de ejemplares diarios, publicó 43 ediciones especiales sobre la guerra, se trasladó a Cuba para editar el periódico desde el corazón de la noticia, convirtió a Evangelina Cisneros, una rebelde cubana de 17 años, en el símbolo de la Revolución y llegó a decir a su ilustrador, Frederic Remington: “Usted haga las imágenes, yo pongo la guerra”, tal como explica Manuel Leguineche en Yo pondré la guerra.

El coche fúnebre

Buena suerte en los negocios, mala suerte en el amor. Hearst tuvo mal ojo para sus mujeres. Cabareteras y buscavidas fueron sus preferidas. Estuvo casado con Millicent Wilson, una corista con la que engendró cinco hijos.

De joven correteó bailarinas; vivió diez años con Tessie Powers, una camarera.

Se enamoró de Eleanor Calhoun, una cazafortunas y de corolario tuvo a Marion Davies, actriz cómica del cine mudo que lo puso de cabeza y vivió con él 35 años, cita el periodista Harold Evans.

Hearst la conoció pocos días después de que Millicent alumbró a los gemelos Randolph y David, en 1915. Ambos fueron la comidilla de Hollywood, él por viejo y rico –tenía 52 años– y ella por joven, efervescente, quebradiza y virginal –frisaba los 18–.

De inmediato el editor movilizó todo su aparato publicitario y fundó Cosmopolitan Pictures para impulsar la carrera de la modesta diva. De una u otra forma, ella demostró que tenía con qué: llegó a figurar en 45 películas y se granjeó fama de heroína estrafalaria.

Hearst dejó a su mujer en Nueva York y se trasladó a California, donde construyó una mansión en la playa que hizo parecer tugurios a las de sus millonarios vecinos. Todo el que era alguien deseaba ser invitado a sus fastuosas fiestas de disfraces y darse un chapuzón en la piscina de 33 metros, llena con agua de mar.

Uno de los habitué fue Charlie Chaplin, seductor irreverente que se atrevió a tocar lo que no era suyo y protagonizó el único incidente capaz de hacer palidecer al todopoderoso Hearst.

Para celebrar el cumpleaños de su amigo Ince el magnate organizó una fiesta en su palacio flotante: el “Oneida”. Chaplin y Marion aprovecharon un descuido y buscaron en el yate un lugar más tranquilo para sus escarceos, pero Hearst los encontró y desenfundó su pistola engarzada en diamantes, con mala suerte pero excelente puntería le rajó la cabeza al productor de westerns Thomas Harper Ince, quien iba pasando y murió al instante.

Entonces Hearst movió sus hilos y cambió la historia con ayuda de sus periodistas, policías, jueces y todo el que le debía algún favor. Todos los detalles de tan inoportuno momento los revela Kenneth Anger en Hollywood Babylonia.

El galán siguió su vida hasta su muerte, de un infarto, cuando tenía 89 años. Siempre “me enviaba flores y pequeños obsequios, como cajas de plata o guantes o caramelos” recordó Davies en sus memorias The Times We Had, publicadas en 1975.

La crisis de 1929 hizo zozobrar los negocios del magnate, que salieron a flote porque Marion vendió sus joyas y le regaló un millón de dólares. Eran uña y mugre, al punto que Hearst detestó a Welles por divulgar –en el Ciudadano Kane– el apodo cariñoso con que solía llamar la entrepierna de Marion: Rosebud.