Página negra: Romy Schneider, un ángel roto

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En su vida la desgracia nunca conoció el ocaso. Devastada por el amor, la pasión, el éxito y la tragedia, un día se apagó, como una vela encendida por los dos cabos.

Solo cenizas quedaron de aquella princesita risueña, irreal, cursi, que bailaba vals del brazo de un príncipe de cuento. Si el arte imita a la vida, la de Romy Schneider fue tan triste y solitaria como la de Sissi, la emperatriz austríaca que ella inmortalizó en tres películas, entre 1956 y 1957.

El óbolo del triunfo es impagable. Brilló como actriz hasta que la eclipsó el semidios del cine francés, Alain Delon. Sus vidas se cruzaron en 1958, como protagonistas del filme Christine. Él era demasiado guapo, demasiado joven, demasiado bien puesto. Ella era solo una “niña bien”.

Delon carecía de pedigrí. Rebelde, chúcaro, informal, corría como loco en su MG convertible, pero siempre llegaba tarde. Él la llamaba “mi muñequita”; le prendió fuego a su corazón y se la llevó a vivir a su casa en París.

Romy fue educada en un colegio de monjas. Su madre –Magda– y su padre –Wolf Albach Rhetty– eran actores connotados; su abuela Rosa Rhetty fue conocida como la Sarah Bernhard austríaca. A pesar de su rígida educación, Romy era un espíritu libre: “Siempre me lo juego todo, llevo las cosas hasta las últimas consecuencias. Me entrego y amo con toda mi alma”, dijo en una entrevista.

Pero era un ángel roto desde el día en que su padre decidió dejar el hogar e irse tras las faldas de la actriz alemana Trude Marlen. Había nacido en Viena –Austria–, en 1938 y aunque la llamaron Rose Marie Albach, en la casa le decían Romy.

De los diez a los 15 años pasó en el convento lejos de su familia; ahí gastaba las horas interpretando pequeñas obras de teatro y soñando con las cintas de Orson Welles, su actor favorito.

Mientras tanto su madre encontró nuevo marido, Hans Herbert Blatzhein, un odioso, lascivo, ruin y abusador padrastro. “Yo tenía 14 o 15 años. Él me arrinconó varias veces. Sentí su asquerosas manos sobre mis senos, deslizándose bajo mi falda. Me sentía sucia, avergonzada” reveló Bertrand Tessier en el libro Delon & Romy: un amor imposible.

Tras regresar al hogar, decidió estudiar dibujo y diseño de vestuarios en la Academia de Bellas Artes; en esas andaba cuando el director Kurt Ulrich le ofreció un papel secundario en Lilas Blancas, donde hizo dupla con su madre, actuó y cantó la banda musical.

De la mano de Ernst Marischka filmó Los jóvenes años de una reina, en 1954; un novelón sobre la monarca Victoria y su amor por el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo. Esta película la llevó a grabar la trilogía de Sissi, que la encasillaría en el lacrimógeno papel de la emperatriz Elizabeth de Austria. La serie fue un éxito gracias a un decorado espectacular, unos paisajes de tarjeta postal y un personaje a lo Corín Tellado.

Rozaba los 20 años y ya era una celebridad cuando viajó a Hollywood, para recibir de Walt Disney el premio a “La muchacha más linda.”

Lo importante es amar

A pesar de que le ofrecieron hasta un millón de dólares por seguir con la saga de Sissi, optó por buscar papeles más exigentes, con directores tan connotados como Luchino Visconti y Orson Wells, además de los más prestigiosos cineastas franceses. En total filmó más de 60 películas.

Buena suerte en los negocios, mala suerte en el amor. El romance con Delon apagó su fulgor: en aquella época nadie era capaz de hacerle sombra al Adonis galo. Por Alain se fue a París, pero ahí “era la encarnación de un estilo cinematográfico sentimentaloide, anticuado y cubierto de polvo”, aseguró Tessier en el libro citado antes.

Los dos llevaban existencias maratónicas. Compartían casa y cama, pero apenas conversaban; los contratos, las entrevistas, las fotos, las pruebas y los compromisos inacabables cavaron un abismo entre la pareja y aunque tenían breves encuentros apasionados, el temperamento de uno y otro convertían las citas en batallas campales.

Delon nunca quiso tener un hijo con Romy, recordó la actriz Anne Girardot y cuando ella regresó a Francia, en 1963, tras promocionar Bocaccio 70 en Hollywood, encontró el apartamento vacío y una nota del galán: “me fui a México con Nathalie. Sobra decir los motivos. Alain”.

La tristeza cayó sobre ella como una nube de cuervos. Todo le recordaba a Delon. Se deprimió, se enclaustró, bebió, tomó tranquilizantes y dejó incontables recados en el parabrisas del carro de Alain. Llegó a escribir en su diario: “Necesito fuerza, un hombre que me avasalle, que me tenga de rodillas”.

De ese agujero la sacó Harry Meyen, con quien realizó algunos proyectos profesionales; la amistad se convirtió en afecto y Romy pagó una fortuna para que él se divorciara. En 1966 se casaron en Saint-Tropez y un año después nació David Christopher, en Berlín, el niño que un día atravesaría su corazón.

Pronto el matrimonio colapsó porque Meyen sufría extraños dolores de cabeza y nervios incontrolables. Se divorciaron en 1968 y, para obtener la custodia legal del niño, tuvo que pagarle a Harry un millón y medio de marcos. Este se hundió en el alcohol y los analgésicos y en 1979 se ahorcó en su castillo de Hamburgo.

Con el director Claude Sautet tuvo un affaire secreto mientras filmaba Una vida de mujer; ahí conoció a Daniel Biasini con quien se casó en 1975 y tuvo a Sarah Magdalena.

Las cosas tampoco funcionaron con él y este se fue a Estados Unidos para tomar aire. Romy cayó de nuevo en la botella; se tornó irascible, majadera, se veía vieja y fea, aunque solo contaba con 41 años. Para agravar la situación le detectaron cáncer en un riñón.

El golpe final estaba por llegar. David, su hijo de 14 años, era además de su amigo, la tabla de flotación en ese mar de angustias. Una tarde, el muchacho subió al enrejado de la casa de Biasini. Resbaló. Las verjas le atravesaron los intestinos y quedó clavado.

Varios paparazzis se metieron a la morgue y tomaron fotos del cadáver del joven. La prensa francesa rechazó su publicación, por ética y respeto a la actriz; pero los diarios alemanes sensacionalistas sí lo hicieron. La revista española Hola abrió su portada del mes de julio de 1961 con este titular: “Romy Schneider: sumida como nunca en el dolor”.

Solo Delon sabía del sufrimiento de Romy y afirmó: “el día en que David nos dejó, ya no quiso vivir más.” En vano intentó animarla con nuevos proyectos fílmicos, el destino se la comió.

Ninfa ausente

Romy, la de la sonrisa eterna, que tenía el encanto de las ninfas y la regia altivez de las diosas griegas, se volvió ausente y hablaba con David como si estuviera vivo. Mezclaba sedantes con licor, vagaba por la casa presa del insomnio, repetía el nombre de su hijo, le escribía cartas y las leía a sus amigos. Michel Piccoli, su compañero en la película Testimonio de Mujer, aseguró que Romy no salía a ningún sitio preocupada porque: “¿Y si vuelve David y no me encuentra?, ya sabes que no hace nada sin mí.”

Todo se juntó en su cabeza: la muerte de Meyen y la de su hijo, el divorcio de Biasini y el desplome de su carrera. Así la encontró Laurent Pétin, su nuevo novio, quien le escondía los fármacos y la cuidaba. Michel Morgan, gran amiga de Romy, la acompañó en su declive y dijo: “aquella no era mi querida niña de siempre, había en ella como una sombra antinatural, hablaba de forma incoherente, de cosas que no venían a cuento, y su risa'era lo que más daño me hacía.”

El 28 de mayo de 1982 Romy y Laurent llegaron a la medianoche a su casa. Como acostumbraba se quedó sola en la habitación, para hablar con David, tomar una copa de vino, ver sus fotos y escribirle cartas.

Al amanecer Pétin empujó la puerta, las ventanas estaban cerradas y Romy yacía yerta, gélida, pálida, desparramada sobre un enorme sillón. De inmediato llamó a Alain y este llegó en un suspiro. “Se arrodilló ante el cadáver, le dio un beso y se echó a llorar”, recordó el productor Alain Terzian.

El diario Le Fígaro publicó, el 30 de mayo de 1982, que la actriz murió a causa de un paro cardíaco y que el forense no le practicó ninguna autopsia, por lo cual era imposible determinar si Romy falleció por una sobredosis de barbitúricos.

La prensa sensacionalista especuló sobre la muerte de la estrella, en particular porque desapareció su diario personal y lo que había anotado ahí sobre la extraña muerte de un guardaespaldas de Delon y los presuntos amoríos de este con hombres y mujeres.

Alain nunca dejó realmente a Romy, fueron amigos y amantes 24 años. No quiso ir al funeral. La veló toda la noche y puso entre su manos una carta que terminaba con estas palabras: “te amo, mi muñequita”.

En el libro que escribió con la ayuda de Christian Dureau, Ils se sont tant aimés, contó cómo la conoció, sus días felices y las broncas entre ambos por el mal genio de ella. Tal vez por eso aún lleva, en su billetera, la foto de Romy, porque solo los amores imposibles son eternos.