Página negra Richard M. Nixon: La soledad del príncipe

Tildado de matarife, embustero y falso, usó todas las triquiñuelas para alcanzar el poder y usarlo en su beneficio, hasta que la suerte se le acabó y, con tal de no ir a prisión, renunció a la Presidencia de EE. UU.

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Ricardito el tramposo bien pudo haberle dado lecciones al diablo. Ícaro de la política, cegado por su propia luz, se precipitó en el abismo de sus falsedades, después de ser amado y temido.

Ante el cadáver de Julio César, el tribuno Marco Antonio dijo: “El mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria”. La de Richard M. Nixon, 37.º presidente de Estados Unidos de América, está plagada de traiciones, paranoias, fármacos, violencia familiar y una obsesión: el poder por el poder.

Si el valor de un hombre se mide por el número de sus enemigos, Nixon era impagable. Según sus palabras, todos conspiraban contra él.

Se empeñó en destruir a los Kennedy, a los opositores a la guerra de Vietnam, a los hippies , a los negros, a los judíos, a los homosexuales, a los comunistas y les vendió a los chinos, los rusos y los vietnamitas la teoría de que estaba loco y si no aceptaban sus propuestas de paz, desencadenaría una guerra nuclear. Así lo contó Anthony Summers, en la biografía del mandatario La arrogancia del poder: el mundo secreto de Richard Nixon .

Los primeros síntomas de sus desórdenes emocionales aparecieron en 1955, cuando fue vicepresidente en el gobierno de Dwight Eisenhower, y recibió consulta clínica con el Dr. Husnecker, un “loquero” que atendía a las estrellas de cine. En 1970, como presidente, un psiquiatra de Nueva York le diagnosticó ansiedad e insomnio, y le recetó fármacos para controlar la depresión y la irritabilidad, que descargaba al darle de trompadas a su esposa, Pat. Waller Taylor –abogado del mandatario– confesó a John Sears, ayudante de Nixon, que este “la había golpeado y que ella le había amenazado con abandonarle. No fue una cachetada. Le dejó un ojo morado”.

Algunos especialistas anotaron que Nixon tenía doble personalidad, una pública y otra privada, donde prevalecían sus maniobras para liquidar a sus oponentes y saber qué hacían en su contra. John Erlichman, uno de sus consejeros, aseguró que el presidente daba órdenes irreflexivas y tenía un carácter errático.

Solo confiaba en cinco personas, los llamados “hombres del presidente”; fue esa paranoia la que terminó sacándolo de la Casa Blanca el 8 de agosto de 1974. Ese día, Nixon renunció para evitar el caos político generado por el caso Watergate, que reveló sus argucias para espiar al Partido Demócrata, utilizar al FBI y la CIA para protegerse, mentir, ocultar datos y esquivar a la justicia

Retoño amargo

Nació humilde y creció resentido. Sus padres, Francis y Hanna, eran cuáqueros. Richard nació en 1913 en Yolba, California, en una casa construida por ellos. Los cuatro hermanos: Harold, Donald, Arthur y Richard, recibieron esos nombres por los legendarios reyes ingleses, a quienes Francis admiraba. Los gustos reales se quedaron allí, porque los niños fueron criados bajo severas normas: nada de diversiones, cero alcohol, menos bailar y jamás decir palabrotas. A los tres años, Richard salió por primera vez en un periódico local, en un anuncio para solicitar fondos y construir un hospicio para huérfanos de la guerra.

Desde los nueve años, aprendió que si quería obtener algo tendría que trabajar. Se levantaba a las cuatro de la mañana, iba de compras al mercado para abastecer la tienda paterna, atendía una gasolinera familiar y estudiaba en la escuela. A los 12 años, padeció una lesión pulmonar que le impediría practicar deportes; en la universidad, intentó jugar futbol pero lo sacaron del equipo por “malo”.

Por sus excelentes notas, obtuvo una beca para estudiar en Harvard, pero la rechazó para estar cerca de su familia; por eso, se matriculó en la modesta Universidad de Whittier, donde obtuvo el título de abogado.

Fue un estudiante ejemplar, aunque nunca reía y parecía que todos los trajes le quedaban mal. Compensó sus pocas dotes sociales con un afán de figurar en todo, desde representante estudiantil hasta actor.

Buscó trabajo en Nueva York, pero fracasó y regresó al pueblito de Whittier donde obtuvo empleo en Winger & Bewley, prestigioso bufete que lo mandó a una ciudad vecina, La Habra, para abrir una oficina.

Ahí conoció a Thelma Catherine Patricia Ryan; se casaron en 1940 y ella lo acompañó 53 años. Para el centenario del nacimiento de Pat, la biblioteca dedicada a su marido exhibió seis cartas de amor que este le escribió. Él la llamaba “mi gitana irlandesa” y le rogaba: “Vayamos a dar un largo paseo; leamos frente a la chimenea, maduremos juntos y encontremos la felicidad”.

En la Segunda Guerra Mundial, se enlistó en la Marina. Aprendió a jugar póquer y en ese juego desarrolló ciertas cualidades esenciales para su carrera política: el faroleo, la astucia, la marrullería, la frialdad y el riesgo. Ganó bastantes “manos” y juntó dinero para su primera campaña electoral a la Cámara de Representantes en 1946. Nixon fue el único presidente en haber sido congresista y senador.

Como político, atacó, acosó, acorraló, insultó, escarbó, traicionó, desacreditó a sus rivales y ganó a cualquier precio. Una de sus rivales, Hellen Douglas, lo apodó como Tricky Dicky o Ricardito el tramposo.

En los años cincuenta fue el Robespierre del macarthismo, en la “cacería de comunistas” y toda clase de enemigos, reales e imaginarios, de Estados Unidos.

Fue vicepresidente con Eisenhower en 1952 y en 1960 se enfrentó a John F. Kennedy, el “caballo negro” que lo pulverizó en el primer debate televisivo de la historia y lo exhibió como un pelagatos, sin dinero, sin nombre, sin estilo, un advenedizo y un desharrapado.

Superó el trauma y regresó. En 1968 fue electo presidente por primera vez, reelecto en 1972 y su estrella se apagó en 1974 con el escándalo Watergate. La soga le apretó el cuello y, antes de terminar en la cárcel, renunció a la Casa Blanca y se marchó hacia su destierro en San Clemente, California, y de ahí a Nueva Jersey, donde murió el 22 de abril de 1994, rodeado de sus hijas Tricia y Julie.

¡Qué estupidez!

Para ganar las elecciones de 1972, Nixon montó una red de espionaje contra su rival demócrata George McGoven, a cargo del superespía Howard Hunt, quien ya había realizado un operativo de desprestigio contra el senador Ted Kennedy, a raíz de la muerte de su secretaria Mary Jo Kopechne, después de una noche de juerga con su jefe.

Nixon era muy popular y ganó en 49 estados y su rival solo en uno; obtuvo el 60 % de los votos. ¿Qué necesidad existía de espiar a McGoven? La única explicación es la obsesión enfermiza de Richard por conocer lo que pensaban de él, las supuestas conspiraciones y un miedo cerval al fracaso.

Lo que viene por las sombras, se va por las tinieblas. Si bien tras su muerte lo llamaron “el gran pacificador” y alabaron su visión al viajar a China para entrevistarse con Mao Tse-tung, Nixon siempre será recordado por la más grande metida de pata de un depredador político: un simple robo.

Una noche de verano, el 17 de junio de 1972, el vigilante nocturno Frank Wills encontró una puerta abierta en el cuartel general del Partido Demócrata en el edificio Watergate, en Washington.

La policía llegó y detuvo a cinco operarios, que no solo resultaron ser exagentes de la CIA y el FBI, sino que uno de ellos tenía anotados –en una libreta– los teléfonos de relevantes asesores del presidente.

Ese desliz lo aprovechó el diario The Washington Post para desatar la única fuerza capaz de liquidar al hombre más poderoso del mundo: la opinión pública.

A partir de ese día, Nixon solo desayunaba malas noticias. El Archivo Nacional norteamericano desclasificó las grabaciones del mandatario en la Casa Blanca, donde aludió a presiones para chantajear a las grandes cadenas informativas: CBS, NBC y ABC.

Para peores el subjefe del FBI, Mark Felt, apodado Garganta Profunda, filtró todos los detalles del caso a los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, molesto porque Nixon nombró a otro al frente de esa agencia.

Las furias se volvieron contra el Mandatario. Tiró por la borda a sus principales compinches y estos “cantaron”. Uno de ellos, su abogado John Dean, reveló la existencia de unas grabaciones secretas –realizadas en el Despacho Oval– sobre toda la maquinación.

Nixon se batió a mordiscos contra todos sus enemigos y se negó a entregar las cintas; cuando accedió su leal secretaria –Rose Mary Woods– borró “accidentalmente” los pasajes más comprometedores del material.

Evadió la justicia y renunció a la Presidencia. Todos creían que era su fin, pero un político nunca muere para siempre. Un mes después lo perdonaron. Pasaron los años y resucitó para asolar de nuevo al mundo.

Escribió sus memorias y 10 libros más; amasó una fortuna y dictó conferencias. Nada en el mundo le era ajeno. Asesoró a todos los presidentes norteamericanos; fue considerado un estadista y visionario sin parangón en la historia moderna.