Página negra Jean Seberg :  ¡Buenos días tristeza!

Actriz incómoda, blanco del malévolo director del FBI, comprometida con los cambios sociales en los años 60 y vinculada con Las panteras negras, fue víctima de su éxito.

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Misterio, tragedia y tristeza. Sucumbió a su propia leyenda de mujer rebelde, vulnerable, ícono de todas las adolescentes que lucían, como ella, el pelo corto, muy corto, a la garconne.

Superó a 18 mil aspirantes al papel de Juana de Arco y a punto estuvo de ser quemada viva, una vez en el rodaje por un incendio y la otra por los críticos, que apenas entendieron la vanguardista tesis del director –Otto Preminger– sobre la vida de la mística pragmática y santa hereje que soñó George Bernard Shaw.

Se salvó de aquellas llamas para ser consumida en la hoguera mediática y la persecución psicológica del infame J. Edgar Hoover, sátrapa del FBI, quien autorizó a “neutralizarla” y “plantar” una seguidilla de noticias espurias en Los Angeles Times y Newsweek para desacreditarla, según documentos revelados al público en 1982.

Jean Seberg fue una actriz contestataria, defensora de los negros, beligerante política; libérrima hasta la locura, a veces comía solo alimento para perros o salía desnuda por los pasillos de un aeropuerto.

Mal en los negocios y peor en el amor. Entres sus amantes tuvo al escritor mexicano Carlos Fuentes, del cual se deshizo por ignorante, según el mismo autor relata en Diana, la cazadora solitaria; una suerte de biografía novelada.

Jean comenzó su carrera cinematográfica donde otras terminan, con el lunático de Preminger, el único director que contrataba a quien se le antojaba, filmaba lo que le apetecía y daba trabajo a los que estaban en las “listas negras” del senador Joseph McCarthy, de acuerdo con Los grandes mitos del Séptimo Arte.

Fue así como, tras el desbarajuste de Santa Juana, en 1957, fichó de nuevo a Seberg en Bonjour Tristesse, inspirada en la novela de Francoise Sagan. El personaje de Cecille, una adolescente fiestera y superficial, lo encarnó tan bien que todo el mundo creyó que Jean era francesa. Los críticos la hundieron otra vez; de no ser por Jean Luc Goddard, sería otra alma en pena de Hollywood.

En Al final de la escapada, de 1960, interpreta a una menudita y pelicorta americana que vende el New York Herald Tribune por los Campos Elíseos, y sueña con escribir en ese periódico, pero se enreda –casi nada– con Jean Paul Belmondo. Con su encanto, belleza y fragilidad conquistó París y de ahí el mundo cinematográfico, que encontró otra diosa rubia y ojiazul.

Jean impuso su estilo de vida y fue un faro para toda una generación de jovencitas que vestirían como ella, imitarían su corte de cabello y sus gestos. La fama y el dinero llegaron pronto pero eso no la satisfacía porque interpretaba papeles, que según expresó, “no le interesaban”.

En 1960 se divorció de su primer marido, el director galo Francois Moreuil, que le propinaba frecuentes golpizas, para casarse con el novelista y diplomático lituano Romain Gary, 24 años mayor que ella y con quien mantendría una relación de amor y odio. Él era un hombre culto, sabio, educado, héroe de la guerra, famoso y ella una jovencita apasionada y díscola; así los describe Rafael Dalmau en Los Pecados del Cine.

Lágrimas negras

Es muy poco lo que se sabe de la infancia y juventud de Jean; su sangre era una mezcla de culturas: sueca, inglesa y alemana. Hija de una maestra, Dorothy Arline, y de un boticario, Edward Waldemar Seberg, vivía en Marshalltow, un pueblito de Iowa donde nació el 13 de noviembre de 1938. Una de las escasas biografías sobre la actriz es Played out, the Jean Seberg Story de David Richards.

Desde que interpretó a la Santa Patrona de Francia –a los 19 años – mostró una personalidad insondable, independiente, subyugante y con destellos de locura, acrecentados años más tarde por el consumo de drogas y alcohol.

Tras dejar París filma una que otra película sin mayor resonancia; una de ellas fue Los pájaros de Perú, dirigida por su marido y que fue la primera en ser prohibida para menores de edad en Estados Unidos; en ella personificaba una ninfómana.

Con Clint Eastwood grabó, en 1969, La leyenda de la ciudad sin nombre, un western en clave de comedia musical que le deparó, al margen de lo puramente escénico, un tórrido romance con el actor y un amague de duelo entre este y su marido, al cual le daba vuelta hasta con el plumero.

Jean solía tener muchos amantes; desde los figurantes que actuaban en los rodajes, pasando por los que conocía en las fiestas matizadas con hongos alucinógenos, hasta destacados literatos como Fuentes.

El mexicano quedó hechizado y la describió –en su novela– como una mujer desquiciada, oscura, perturbadora y cruel: “Su nombre evocaba esa ambiguedad antiquísima. Diosa nocturna, luna que es metamorfosis, llena un día, menguante al que sigue, uña de plata en el cielo pasado mañana, eclipse y muerte de unas semanas”. Por algo vivió dos meses comiendo de su mano y al final ella lo dejó para que regresara arrepentido al lado de su esposa Rita Macedo.

A finales de los años 60 se involucró con la causa de los negros y los nativos americanos; esto la colocó en la mirilla de Hoover, que la tildó de peligro para la moral, la política y la sociedad estadounidense.

Para inicios de los años 70 acabó su matrimonio con Gary, cayó en el foso de la depresión y se volvió una psicótica. En 1972 se casó con Dennis Charles Berry, pero mantuvo una relación oculta con el cineasta Ricardo Franco, que originó el guión de la película Lágrimas negras, una historia de locura, amor libre y estupefacientes.

Se lanzó al vacío y sus filmes fueron cada vez más erráticos. Pasó los años siguientes entre la casa de sus amigos –la cantante Nico y su marido Phillipe Garrel– , los hospitales psiquiátricos y por las calles de París en busca de barbitúricos para frenar su locura.

Intentó suicidarse ocho veces, en una de ellas –en 1978 – se tiró a las vías del Metro en Montparnase. Las crisis fueron más intensas tras su separación de Berry ese mismo año. Al siguiente convivió con el gigoló algeriano Ahmed Hasni, que la convenció de vender su apartamento en París y la dejó, en buen romance, arruinada.

La muerte tiene un precio

Hasta la maternidad fue un problema para Jean. De su matrimonio con Gary tuvo a su hijo Alexandre Diego. Pero, a principios de los años 70, quedó embarazada y Hoover corrió “la bola” de que el padre era el “nigger panther” Raymond Hewitt.

Por eso ordenó al agente Richard W. Held, de acuerdo con los documentos revelados en 1982, circular la falaz noticia y que “ella quede acabada”.

El agente pidió ampliar la instrucción y así se lo enfatizaron: “Usted tiene bien claro qué quiero decir cuando digo acabada, y que cuando digo acabada es bien acabada”.

La prensa conservadora recogió con estupor el rumor y Jean pasó por la carnicería mediática; intentó matarse, probó con los antidepresivos, entró en barrena mental y, finalmente, abortó el 23 de agosto de 1970.

Nina, la infeliz criatura, solo vivió tres días. Antes, en el colmo del paroxismo, la actriz tomó 200 fotos del cadáver y las mandó a la prensa para demostrar que este era blanco y con el pelo rubio; ni los ojos tenía negros.

Entre el acoso del FBI y la separación de Gary la actriz colapsó y se fue a París, donde filmó varias películas intrascendentes, explicó Dalmau.

Presa en su soledad, desapareció a finales de agosto de 1979 y la policía encontró su cuerpo –el 8 de setiembre– en el asiento trasero del auto de Hasni, cerca de un basurero, descompuesto, desnudo, envuelto en un poncho mexicano, con la piel quemada con cigarrillos.

Los gendarmes hallaron una carta para Alexandre Diego: “Perdóname, yo no puedo vivir más así.” El cuerpo estaba saturado de barbitúricos e inundado en alcohol. Algunos vieron en esta muerte un complot, pero su hijo lo negó en la autobiografía S. O. la esperanza de la vida.

Guy-Pierre Geneuil, su guardaespaldas, escribió en 1995 el libro Jean Sebeg, el asesinato de mi estrella, donde señala que el licor le fue inyectado a la actriz y en el vehículo no había botellas. Según él, Seberg temía por su vida debido a sus conexiones con una red argelina de tráfico de drogas, sin desestimar tampoco los intereses del FBI en verla fuera del camino.

Para peores, un año después, Romain Gary empapeló su habitación con fotos de Jean y se pegó un tiro.

Jean Seberg murió en París, sin aguacero. Consumida por la incertidumbre de existir; loca por buscar lo imposible; enajenada en un mar de pasiones, su vida fue un naufragio.