Página negra Clara Bow: El pecado de ser joven

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Si no quieres que se enteren, no lo hagas. Mejor aún, tampoco lo escribas y ¡jamás!, por ninguna razón, se lo cuentes a la secretaria. Nada de eso hizo Clara Bow, la explosiva pelirroja del cine mudo que coleccionó hombres como si fueran postalitas de un álbum.

Así como el “crack” de la Bolsa de Nueva York –en 1929– precipitó por los ventanales a casi un centenar de ejecutivos, la carrera artística de Bow cayó al vacío, gracias a un escandaloso coctel de celos, engañifas maritales, fondos malversados y una empleada “tirada a las patadas”.

Aunque Estados Unidos estaba arrodillado por la debacle financiera, Clara llevaba una vida de juerguista, nunca se privó de nada y seguía a rajatabla el dicho hoollywoodense: “party time, all the time”. En esas estaba cuando se le ocurrió tirar a la calle a su asistente Daisy De Voe, una rubia pizpireta tan falsa como un billete de dos colones. Con la erudición de un jesuita, De Voe anotó los datos de todos los hombres que disfrutaron los encantos de la “más ardiente hija del jazz”, como era conocida Clara.

En venganza por el despido la boquifloja vendió al semi-pornográfico periódico GraphiC el trepidante diario de Bow, donde revelaba el batallón de amantes que había maniobrado en el pabellón chino de la actriz, entre 1926 y 1930.

La lista expuso los omnívoros gustos sexuales de Clara. Cómicos como Eddie Cantor; malvados del pelambre de Bela Lugosi; vaqueros recién llegados al estilo de Gary Cooper y “para más inri” el equipo futbolístico completo del Thundering Herd de la Universidad de California del Sur, rematado por el defensa Marion Morrison, más tarde inmortalizado como John Wayne, según cuenta Kenneth Anger en Hollywood Babilonia.

Los titulares sensacionalistas, los predicadores anti-vicios y los políticos de verano lanzaron sin tardanza sus piedras sobre la incandescente pelirroja, y esta se convirtió en una brasa demasiado ardiente para la nueva moral cinematográfica, que toleraba los vicios privados y fomentaba las virtudes públicas.

Clara y Daisy protagonizaron un drama griego ante los tribunales de Los Ángeles, que tras una encarnizada batalla legal acabó con los huesos de De Voe en la cárcel, culpable de malversar la plata de la actriz y difamarla.

¡Dos es siempre mejor que uno! fue el lema amoroso de Bow, envuelta en continuos “affaires”; unos años antes del pleito con su asistente, la esposa del aristocrático y apuesto doctor William Earl Pearson la había demandado por “apropiación indebida de cariño”, que en vernáculo significaba: “roba-maridos”.

Pues sí. El facultativo le aplicaba –según la prensa frívola – nocturnas dosis de un “unguento amoroso”, hasta que la despechada cónyuge los descubrió y le plantó un pleito que le costó a Bow la friolera de $30 mil en indemnización.

A todo ello se sumaban los “week-end” en su bungaló, irrigados con licor de contrabando en plena Ley Seca, las pitilleras y gemelos de oro obsequiados a sus amantes, aderezado con su adicción al juego, donde dilapidó el dinero en manos perdidas de póker en unión de su chofer, su cocinera y su doncella.

El crepúsculo de Clara solo ratificó que Hollywood era el “cementerio de las virtudes” y la vida era solo un “pic-nic”, al borde de un filoso precipicio.

La “chica It”

Vida personal aparte, Clara protagonizó al menos 60 películas entre 1922 y 1933; se retiró a causa de una “crisis nerviosa” a los 28 años y se dio el lujo de filmar la primera película en ganar un Óscar: Alas, de 1927.

Ese año estelarizó It y recreó a Betty Lou Spense, un antepasado de Betty la fea. Ella era una modesta empleadita de tienda que se enamora –no podía ser de otra forma – del apuesto y rico dueño del negocio, Cyrus Waltham Jr, encarnado por el latin-lover Antonio Moreno. Este tiene una novia que deja en la cuneta porque Betty tiene “it” o “eso”.

En palabras de la propia Clara “eso” era “una cualidad que algunos poseen para atraer a los demás con fuerza magnética.” A partir de ese filme ella representó los ideales de las trabajadoras americanas: manicuristas, acomodadoras, coristas, enfermeras, camareras y cuanta joven rebelde quería liberarse de la rígida moral victoriana.

Aquellos ojazos marrones, la sonrisa maliciosa, el pelito corto “a la garzón”, el desparpajo y las faldas que dejaban ver la liga a mitad del muslo, hicieron de Bow una mezcla de vampiresa y “flapper”. Así la describe James Card, en el libro Cinema Seductor.

Estas “flappers” fueron mujeres forzadas a salir de casa para trabajar en fábricas a causa de la I Guerra Mundial; alcanzaron independencia económica y social y adoptaron la vestimenta de los hombres, tiraron el corsé, bebieron, fumaron, condujeron autos, tenían una actitud liberal ante el sexo y desafiaron el “stablisment” antes que los hippies.

La carrera artística de Bow estuvo a punto de truncarse porque su madre, Sarah Gordon, consideraba que una actriz era poco menos que una prostituta e intentó cortarle el cuello con una tijera.

Convencida de que era bonita decidió participar en un concurso de belleza organizado por la revista de cine Motion Picture; ganó un trofeo de plata, un vestido de noche y un pequeño papel en una película, que de nada le sirvió porque los productores la consideraban muy joven, bajita y gordita. Aún así obtuvo un rol en El Arpón y en 1925 actuó en Días de colegial, que la disparó al estrellato.

De la mano de su mentor B.P. Schulberg consiguió contratos con la Paramount y se estableció en las soleadas tierras de Hollywood. En 1926 filmó Flor de Capricho, de Víctor Fleming.

La fama y el dinero llegaron en abundancia; recibía 45 mil cartas mensuales de sus “fans” y llevó la vida de una ménade; vestía con pieles; lucía joyas deslumbrantes y tenía un vasto ajuar para evitar repetir el vestuario.

Una de tantas

El escándalo fue la segunda piel de Clara. Nacida en Brooklyn, en 1905, su madre fue, aparte de la ramera del vecindario, una enferma mental que no la bautizó porque estaba convencida de que apenas viviría unos meses. El padre, Robert Bow, era un comerciante borracho, agresor y flojo de manos con Clara, a la que según algunos violó a los 15 años.

Más pobre que una rata sobrevivió en las calles jugando con los niños, porque las chiquillas la despreciaban por sus ropas viejas y sucias. Johnny, un amigo, murió carbonizado en sus brazos a los diez años y solía recordar esto para llorar con autenticidad en las películas. Clara padeció de insomnio el resto de su vida desde la noche en que su madre la despertó furiosa, armada con unas tijeras y, mientras le apretaba el cuello, gritaba que prefería verla muerta que convertida en actriz. La madre, igual que una hermana, murieron en un manicomio.

Años después, cuando Clara vivía en Los Ángeles, apareció el padre y ella le consiguió empleo en los estudios, pero este prefería manosear a las jovencitas y presumir de su hija; hasta se cambió el nombre por el de King Bow.

A la reputación de “devorahombres” se le unieron sus problemas con las drogas y el alcoholismo, además de que los productores la encasillaron en papeles de “mujer fatal”, vestida con trajes exóticos y sin contenido en sus personajes, solo para atraer a la audiencia.

Su veleidosa conducta ocasionó que la Paramount cancelara el contrato y le exigió devolver los vestidos usados en los rodajes, además de pagar sus propias fotos publicitarias. Fue obligada a firmar una claúsula de moralidad, según la cual tendría una “extra” de varios miles de dólares si “se portaba como una dama en público y no salía en los tabloides”.

La primera película sonora, El cantor de Jazz de 1927, marcó el declive de Clara, atemorizada por su fuerte acento barriobajero, un temor infundado porque su público estaba formado por trabajadores que hablaban de esa manera.

El estilo desenfadado y la alegría de vivir de los años 20 ya no calzaban en medio de la crisis económica de los 30 y Clara fue inmolada en la hoguera de la publicidad negativa. Incapaz de asimilar el olvido cayó en una depresión y fue a parar a un sanatorio donde le aplicaban toallas frías y electrochoques para calmar sus arranques de furia.

Aquejada por la obesidad y la esquizofrenia, pasó sus últimos días en la soledad y el anonimato en su Rancho Clarita, en Nevada, acompañada por su marido Rex Bell, con quien tuvo dos hijos: Rex Anthony y George Robert.

Murió a los 60 años sin confiar en la vida, porque esta le hizo demasiadas cosas horribles cuando era una niña.