Página negra: Billie Holiday, una fruta extraña

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Fue un grito o solo un estertor. Era el suave balanceo de los cuerpos agitados por la brisa cálida del sur, colgados del cuello hasta morir, sangre de negros, que tiñó de rojo las hojas y las raíces del árbol de la intolerancia.

Eleanora Fagan Gouhg, conocida en los lupanares de Harlem como Billie Holiday, cantó esas miserias –junto con las suyas– en Strange Fruit; obra musical que en 1999 fue considera por la revista Time como la canción del siglo XX.

Los melómanos la consideran la mejor cantante de jazz de la historia. Otros la ubican entre Ella Fitzgerald y Nina Simone. Billie, sin el menor conocimiento musical transformó ese género armada de una voz natural, que algunos comparaban al sonido de un saxofón o al de la trompeta de Louis Armstrong.

Lady Day, como la llamó su único amigo Lester Young, no tuvo por madre una rosa, ni por padre un clavel. Sadie Fagan y Clarence Holiday eran un par de rapazuelos que apostaron a la ruleta del amor y perdieron.

El miércoles 7 de abril de 1915, mientras fregaba el piso Sadie sintió una patadita en el vientre –tenía 13 años–. Por un lado salió Eleanora y por el otro, en estampida, Clarence, de 15 años, un guitarrista de la banda de Fletcher Henderson, que por supuesto carecía de la mínima intención de ser padre. Del papá en fuga heredó el apellido y tomó el nombre de pila de su actriz favorita: Billie Dove.

Algunos biógrafos le endosaron la paternidad a un tal Frank DeViese, pero Donald Clarke, en Billie Holiday: whishing on the Moon, consideró que esto es un error de registro en el hospital. Eso es un bizantinismo.

Billie no nació, vino al mundo de un puntapié. En su autobiografía, Lady sings the blues, contó como rodó por la vida: violada a los 10 años, prostituída, encerrada en un reformatorio; abusó del alcohol, el opio y la heroína; acusada de traficar estupefacientes, estuvo en la cárcel, fue inhabilitada para cantar y, al final, murió.

Gata herida

Su corazón era pura tristeza y el frío de sus ojos era hijo del viento de la Luna. Billie Holiday se crió en las calles de Baltimore donde los burdeles y el jazz vivían en perenne promiscuidad. De aquella agua turbia bebió la niña negra.

La calle fue su escuela y sus útiles la escoba, el “palo e’piso” y el balde con agua para limpiar escaleras, con tal de llevar unos cuantos centavos a la casa de sus abuelos, donde la dejó su madre para ir a probar suerte en Nueva York.

En las noches encontraba consuelo en los relatos de su bisabuela, una vieja milenaria que fue esclava en una plantación de Virginia y madre de 16 hijos que le clavó su amo Charles Fagan. Una tarde ambas se quedaron dormidas, bien abrazadas; al despertar la niña notó que la anciana estaba tiesa. Tardó meses en recuperar la cordura.

A los diez años tenía un trasero apretado, pechos desbordantes y piernas voluminosas enfundadas en calcetines blancos y zapatitos de charol que le trajeron noches de insomnio, por quitarse de encima a parientes y vecinos, ávidos de jinetear aquella potranca de ébano.

En su autobiografía narra que un tal Dick la arrastró a un prostíbulo y la violó; ensangrentada y apaleada la llevaron al tribunal donde la mandaron a un correccional. Al violador le metieron cinco años.

Convertida a las patadas en mujer, a los 13 años se fue a Nueva York a buscar a su madre. Ambas trabajaron en la casa de una señora que le gritaba “¡negra!”, hasta que le rompió un jarrón en la cabeza y renunció a su vida de criada.

Caminó hasta una vetusta casa en la calle 141 de Harlem donde Florence Williams le dio empleo; cobraba 20 dólares por cliente –solo blancos–, menos la comisión de cinco dólares para la “madame”. El lugar le recordó el burdel de Alice Dean, cerca de la casa de sus abuelos, donde hacía mandados y limpiaba habitaciones solo para escuchar en la vieja vitrola a Louis Armstrong y a Bessie Smith. A su manera era libre.

“Criada en la calle, se dedicó a la prostitución y quedó marcada por las leyes de aquel negocio: solía casarse o emparejarse con proxenetas violentos y ladrones”, según la reseña hecha por Diego Manrique del libro Con Billie Holiday: una biografía coral, de Julia Blackburn.

Esta es una compilación de 150 entrevistas realizadas en los años 70 por Linda Kuehl; la fanática quería escribir la más completa biografía de la cantante y recopiló la opinión de novios, amigas, músicos, policías antidrogas, seguidores y todo tipo de alimañas que sangraron a la reina del jazz. Varias editoriales rechazaron el texto de Linda y tal vez por eso se suicidó en 1979.

Obligada a buscar 50 dólares, para evitar que le tiraran los “chunches” por la ventana, llegó hasta Pod’s and Jerry’s, uno de los tantos antros de Harlem. Pidió “un chance” y cantó Trav’lin’ all alone. Solo tenía 16 años y aprendió a contonearse entre las mesas, a capearse los manoseos de los borrachos y recoger la pitanza de 18 dólares.

Su vida era un blues. Ahí la descubrió John Hammond quien la sacó de ese caldero para grabar su primer disco: Your Mother’s son-in-law, que influyó sobre Janis Joplin y Nina Simone, según los expertos. Benny Goodman dirigió el pequeño grupo de músicos que la acompañó el 27 de noviembre de 1933.

Vinieron los contratos, pasó al exclusivo teatro Apollo, hizo pareja con Bobby Henderson, su pianista y amante. Por negra tenía prohibido entrar a los escenarios por la puerta principal, debía esperar en un cuarto oscuro. Para paliar las penas fumaba marihuana y tragaba mucho alcohol; con los años se haría adicta a la heroína.

El sentimiento trágico que imprimía a sus melodías la llevó al Monte Parnaso, pero terminó despeñándose ladera abajo víctima de su propia sensibilidad.

Ángel de Harlem

Daba los primeros pasos en su carrera cuando conoció a Lester Young, el hombre que nunca la traicionó y con quien hizo una pareja creativa, pocas veces vista en la historia del jazz. Era su alma gemela, grandes amigos, cómplices en el escenario y no era un chulo como todos. Fue una combinación espiritual y artística irrepetible.

“Lester cantaba con su saxo. Lo escuchabas y casi oías las palabras”, recordó Billie. Él la llamó Lady Day, ella le decía Pres porque, para Holiday, Lester era tan grande como el presidente Theodore Roosevelt.

A los 24 años era una intérprete de culto y aseguraba que “nadie canta la palabra hambre y la palabra amor, como las canto yo.”

Pasó por varios manejadores y al fin entroncó con Teddy Wilson con quien grabó más de un centenar de piezas, alternando con los más grandes solistas de los años 30 y 40: Ben Webster, Johnny Hodges, Bunny Berigan y Roy Eldridge.

La revista Esquire la colocó por delante de Ella Fitzgerald en 1943 e interpretó con el sello Commodore dos obras emblemáticas: Strange Fruit y Fine and Mellow, acompañada en esta por Lester. La primera es una alegato antirracista que denuncia el linchamiento de negros y toma el poema de Abel Meeropol para traspasar de dolor al oyente. El segundo fue escrito por ella y es un blues con las quejas estremecedoras de una mujer maltratada por “su hombre.”

Con las orquestas de Goodman o Artie Shaw padeció el estigma de su piel y soportó con rabia que le gritaran: ¡Que cante la negra! Por negra tuvo que dormir en un bus porque tenía prohibido hacerlo en los hoteles; orinaba en las cunetas y esas giras la dejaron en los huesos.

Su vida sentimental era un tornado. Casada dos veces, tuvo infinidad de amantes, unos fueron sus promotores y otros la proveían de drogas, pero todos la esquilmaron. En 1945 se casó con Joe Guy, un trompetista adicto a la heroína; en 1957 lo hizo con su pareja Louis McKay, quien la trataba como una caja registradora y le reclamaba que “ella va por ahí, regalándole el trasero a cualquiera”. Cuando había plata, McKay compraba hasta un kilo de droga.

Hostigada por la policía de narcóticos pasó encerrada con su perro, en su departamento neoyorkino, de donde salió solo para ir al funeral de Lester y aseguró: “Yo seré la próxima.”

Aún faltaba la última humillación. El 30 de mayo de 1959 colapsó y la rechazaron en el hospital por su adicción a la heroína; al mes siguiente la recibieron en otro centro médico, pero una enfermera halló droga en su cama y la denunció a la policía. Mientras agonizaba la esposaron contra el lecho para que no escapara.

Su voz de azufre y melaza era apenas un hilo, ya no enervaba ni rasgaba el alma. Se marchitó el largo pelo azabache, se apagaron las mil promesas de sus labios suculentos y los porrazos del dolor machacaron su cuerpo generoso y sensual. A los 44 años la fruta extraña cayó del árbol.