Página Negra Bárbara Hutton: La millonaria de los ojos tristes

Nació en cuna de oro, coleccionó joyas, mansiones y maridos; lo tuvo todo y lo gastó todo, tratando de comprar amistad, amor y compañía.

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Rica como Creso. En lugar de sudor, transpiraba dinero. Los billetes le estorbaban y los lanzaba al voleo, como si crecieran en los árboles. Su inmensa riqueza solo le alcanzó para tener un amigo, al resto'los compró.

Nació con una cuchara de oro en la boca, creció entre sedas y pedrerías; vivió en un mundo de unicornios y caballos alados; en sus últimos días erró por el mundo como un cadáver ambulante, carcomido por la soledad.

A los 21 años –en 1933– Bárbara Hutton heredó $750 millones y tardó 45 años en dilapidarlos en fiestas, siete maridos, amantes, palacetes, joyas, viajes y lujos orientales, para morir –el 11 de mayo de 1979– con solo $3,500 en la cuenta corriente y $100 en su monedero.

Como una María Antonieta del siglo XX negó a sus empleados de los almacenes Woolworth, en Estados Unidos, un salario de $20 semanales, pero celebró sus 18 años en el Hotel Ritz donde 200 mozos descorcharon dos mil botellas de champán, sirvieron una cena de siete platillos, cada invitado recibió una joya de recuerdo y cuatro orquestas amenizaron la fiesta.

La prensa sensacionalista siguió sus andanzas planetarias, se burló de los moscardones que la rodeaban, de su gordura y sus adicciones, pero la detestó por ser una mujer que nunca dependió de nadie.

¡Podía no!...si había heredado la fortuna de su abuelo, Frank Winfield Woolworth, retoño de una familia de granjeros ingleses que llegaron a buscar fortuna en Estados Unidos, a principios del siglo XIX.

El emprendedor Frank inició como decorador de escaparates en una tienda. Pronto se independizó y estableció el primer almacén Woolworth, en 1879. Cinco años después tenía 25 y en 1917 era dueño de mil locales, con rentas superiores a los $10 millones.

Empeñado en ingresar a la aristocracia neoyorkina el magnate gastó un Potosí en celebraciones, propiedades, palacetes como dote para sus tres hijas y levantó –en 1913– los 60 pisos del Woolworth Building, el rascacielos más alto del mundo.

De nada valió porque a la élite social le repugnaba tanto derroche y miraba con desprecio a ese pelafustanes, que nadaba en billetes, pero seguía siendo un palurdo.

Helena, la hija mayor, se casó con el corredor de bolsa Franklyn Laws Hutton y, el 14 de noviembre de 1912, nació Bárbara; la pequeña heredó la piel clara, los ojos azules y el cabello rubio de su madre. Por primera y única vez en su vida la prensa la ignoró y ningún periódico anunció su natalicio.

Herencia fatal

Bárbara Hutton supo desde niña que el dinero no era la felicidad, pero se le parecía mucho. A golpe de chequera intentó sobrellevar su pobreza espiritual, convencida de que “ Nadie me amará nunca. Solo por mi dinero, pero no por mí misma. Estoy condenada a la soledad”, según su biógrafo David Heymann.

El primer batacazo se lo dio su madre. En 1917 un periódico neoyorkino publicó las fotos del descocado Franklyn con una actriz sueca; cuando Helena las vió tomó una dosis de veneno para ratas. Bárbara tenía cinco años y encontró el cadáver tibio de su mamá.

La pequeña pasó a vivir con sus abuelos maternos en una vetusta mansión renacentista, con 56 habitaciones, un batallón de criados, arañas de cristal, mobiliario francés y una imponente escalera de caracol –ideal para resbalarse por el pasamanos– valorada en $2 millones.

Franklyn era un tiro al aire que nunca se responsabilizó de Bárbara, la cual vagó de casa en casa hasta que fue mayor de edad y pudo disponer –a su antojo– de la herencia materna.

Por su fortuna unos la envidiaban y otros la buscaban para chulearla, de ahí que solo tuvo amistad con los sirvientes a los cuales colmaba de regalos; Tickie, su doncella personal, la acompañó hasta la muerte.

Hutton confió sus bienes a raposos como Graham Mattison. Este se enriqueció a costillas de Bárbara; la empobreció y la aisló de sus familiares, escribió Cristina Morató en Divas Rebeldes.

La rica heredera vivía chiflada por las joyas y fue clienta de Cartier y Tiffany, quienes le diseñaron tiaras de esmeraldas, broches de rubíes, un collar con 53 perlas, gargantillas, brazaletes y el diamante Pasha – de 42 quilates – que entregó a Bulgari para que lo montara en un anillo.

En plena Gran Depresión, con millones de desocupados, el tren de vida de Bárbara ofendió a la opinión pública norteamericana. En 1938, huyó de Europa por temor a la guerra, pero sus empleados la recibieron en Nueva York con tomatazos y huevos podridos.

Con los años se volvió alcohólica y dependiente de los analgésicos y as anfetaminas, para aliviar el dolor que le producía la atrofia muscular y una inflamación crónica en los tendones que le impedía caminar. También era una adicta a la Coca-Cola y tomaba hasta 20 botellas diarias.

Nada la detenía en su autodestrucción. Luchó contra la gordura y se sometió a severas dietas que consistían en elevadas dosis de café y un plato de verduras cada tres días. Un psiquiatra en Nueva York le diagnosticó anorexia nerviosa.

Mal de amores

En el amor le fue como un “quebrado” y dividía a los hombres en dos: los que amaba y con los que se acostaba. Se casó siete veces y coleccionaba aristócratas europeos, aunque se echó al saco al galán de Hollywood Gary Grant.

Su amigo, el modisto Oleg Cassini, decía que los matrimonios de Bárbara “estaban exentos de sexo y sus historias sexuales exentas de amor” y que siempre quiso reunir en un solo hombre la amistad y la pasión carnal; por eso cambiaba de marido como de ropa interior.

“Todas las desgracias que he tenido en mi vida me las causaron los hombres. Me siente disminuida ante al matrimonio, pero también tengo miedo a vivir sola, porque en definitiva, la vida no tiene sentido sin los hombres” declaró a la prensa.

La princesa del dólar se casó con tres príncipes, un conde, un barón, un actor de cine y un playboy internacional. Sus romances llenaron las páginas de todas las revistas del corazón y cada uno –con excepción de Grant– recibió en compensación por el divorcio varios millones de dólares, mansiones, caballos, joyas y Rolls-Royce.

La “troupé” matrimonial comenzó con Alexis Mdivani, un falso príncipe originario de Georgia que era la comidilla de las francesas. Alexis era rubio, ojiverde, guapo, jugador de polo, galante pero sin un centavo y persiguió a Bárbara desde París, hasta Java y Bangkok, donde la pescó y le pidió la mano....y la billetera. La prensa criticó las locuras de la novia, que gastó $42 millones; ella regaló a su marido tres Rolls-Royce y un yate de 19 metros para la luna de miel por el mar Adriático.

A los dos años de casada, en 1935, estaba más aburrida que una ostra y en un baile conoció al conde Court von Haugwitz-Reventlow, un aristócrata danés, atlético, culto y capaz de endulzarle el oído en cinco idiomas. Convivió varios meses con los dos, pero al final se decantó por Court; se fueron a Reno, Nevada, para un divorcio meteórico y 24 horas después contrajo nupcias con su nuevo amor.

Con el danés tuvo un hijo, Lance, que murió a los 36 años en un accidente de aviación y eso la hundió en la depresión. Bárbara se cansó del nuevo juguete, discutían mucho e incluso Court le propinó unos manazos antes de mandarla a la porra en 1939.

La cabanga le duró poco porque un año antes le daba vuelta con Cary Grant, quien sería su tercer marido a partir de 1942. Este fue su ángel de la guarda, pero Bárbara estaba acostumbrada a tener a los hombres atados a la pata de la cama; Grant trabajaba y era un soberano tacaño. En 1945 el actor hizo un “motete” con sus “cheverecos” y se fue de la casa, aunque fueron amigos hasta el final.

Después se tiró por el tobogán de los fracasos amorosos. El cuarto marido fue Igor Troubetzkoy, un noble ruso que apenas soportó dos años las dietas, enfermedades y majaderías de la millonaria. En 1950 lo dejó y calentó la almohada con un amante joven, el príncipe Henri de La Tour d’Auvergne, mientras consiguió un repuesto más apropiado: Porfirio Rubirosa, el famoso latin lover dominicano. Se casaron en 1953 y apenas llegaron a los 53 días.

Ella misma reconoció que “tenía una extraña facilidad para conseguir hombres extraños”. El sexto marido, el barón Gottfried von Cramm, resultó homosexual; el sétimo, Raymond Doan, era un pobre químico vietnamita que dejó mujer y dos hijos por ella.

A los 60 años sedujo al juvenil torero Ángel Teruel, pero ya no estaba para esos trotes porque parecía una momia viviente; esquelética, con unos enormes anteojos oscuros, vestida con trajes de los años 20 y los brazos llenos de brazaletes como una gitana.

Con 66 años pesaba 40 kilos, estaba hasta al cogote de jaranas y rodeada de cuervos, carroñeros y chupasangre. La pobre niña rica, acabó sus miserables días en un hotel de Los Angeles, California, reconfortada únicamente por su único amigo Gary Grant, a quien “amé como a ninguno. Era encantador, sencillo, de fino humor. Lo nuestro no funcionó, pero lo amé”. 1