Página Negra: Al Capone, la leyenda negra de Caracortada

Durante una década secuestró la ciudad de Chicago y la gobernó desde las sombras del crimen; acabó con todos sus rivales y montó un imperio siniestro, pero terminó sifilítico y medio loco

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

El crimen nunca paga. Aunque se le atribuyeron más de 135 asesinatos, regentar a sangre y fuego una telaraña de prostíbulos; traficar licor en los años de la prohibición; corromper periodistas, policías y políticos, fue a prisión solo por evadir impuestos sobre negocios ilícitos.

Terminó su reinado en Alcatraz, la prisión de prisiones que cerró hace 50 años, donde el alcalde James Johnston le informó que tendría una celda individual pero –¡y aquí fue donde la chancha torció el rabo!– sin alfombras, teléfonos, amiguitas, oficinas, música de ópera, radio y todas las comodidades que el miserable disfrutaba en un penal de Atlanta.

Su tarjeta de visita decía: “Alphonse Gabriele Capone. Vendedor de antiguedades”. Tal vez el reverso indicaba su verdadero negocio: clubes nocturnos, lupanares, garitos, destilerías, bares clandestinos, extorsión, proxenetismo, chantaje y, si el caso lo ameritaba, mandar a dormir con los peces a sus enemigos.

Mientras estuvo en Alcatraz, de 1934 a 1939, sus corifeos periodísticos montaron una campaña donde acusaban a los carceleros de enloquecer al buenazo de Capone y de someterlo a tratos despiadados, sobre todo a él, adalid de los débiles, guardián de los desvalidos, ángel de los huérfanos y paradigma de los americanos.

Rechazado por la Cosa Nostra, por sus métodos poco ortodoxos, sentó cátedra criminal en el Chicago de los años 20 del siglo pasado. Fue el primer hampón en reconocer la importancia de un adecuado manejo de la imagen pública y tener –lo que ahora llaman– buena prensa.

Caballero de fina estampa; fumaba purazos, vestía trajes azules de cashmere , ropa interior de seda, sombrero de ala ancha y anillo de diamantes; poseía una mansión de 2.780 metros cuadrados, con 12 habitaciones, cinco baños, garaje para cuatro carros, incluido su Cadillac blindado y una piscina con incrustaciones de oro. Todo gracias a un negocio que en 1927 generaba $100 millones anuales.

En Alcatraz no fue el rey del crimen ni el enemigo público N.º 1, a lo sumo scarface por la triple cicatriz que le atravesaba la cara; ahí era el encargado de limpiar los baños, barrer el patio, repartir libros entre los reos y al final de sus días un despojo humano tirado en la cama consumido por la sífilis, herencia maldita de una de sus miles de rameras.

La azarosa vida de Capone inspiró a Hollywood y creó la leyenda del gánster; desde El pequeño César con Edward G. Robinson –de 1930–, hasta la saga de El Padrino , Al Capone es el álter ego de todos los mafiosos: Don Corleone, Tony Montana, Tony Soprano o Enoch Nucky Thompson, zar de Atlantic City en la teleserie El imperio del contrabando .

Si el cine y la TV lucraron con Capone, la literatura expolió su memoria; ya en 1930 –estando el mafioso vivo– Andrew Sinclair escribió lo que se considera el mejor libro sobre el dios del crimen. Hace unos años, Deirdre María Capone contó sus recuerdos en Tío Al Capone y presentó el lado tierno del maleante.

Señor del hampa

A los 12 años, Al Capone dejó los estudios para iniciar la carrera del crimen, donde demostró su pasión y aprendió los trucos del oficio, de la mano de los más conspicuos granujas de los bajos fondos neoyorquinos, de principios del siglo XX.

Gabriele, el padre del futuro monarca delictivo, desembarcó en Nueva York en 1894, procedente de Castellamare di Stabia, al sur de Nápoles. Llegó con una mano adelante y otra atrás, acompañado de su esposa Teresina Raiola, costurera, y los pequeños Vincenzo y Rafaelle, más el que llevaba en la panza. Alfonso nacería con el crepúsculo secular en 1899.

Pobres pero honrados, los Capone se instalaron en una casucha en Brooklyn, rodeada de bares, sacudida por las riñas y en un hervidero de malvivientes.

“Los italianos ocupaban el más bajo escalafón social; los irlandeses humillaban a mis tíos” escribió Deirdre, para justificar las precoces pillerías de su ancestro. Este empezó como ratero en sodas, siguió con las ventas ambulantes, pasó a desvalijar camiones y almacenes, hasta que se unió a una de las más famosas pandillas: los Five Points Juniors.

Justo ahí conocería a un selecto trío de perdonavidas: Charles Lucky Luciano, Meyer Lansky y Bugsy Siegel.

El mentor de Capone fue Johnny Torrio, un bravucón que le enseñó el arte de ir por la vida con una sonrisa en la cara y un garrote –en este caso una metralleta Thompson– en la espalda.

La brutalidad que aplicaría más tarde en Chicago la aprendió de Frankie Yale, a quien le sirvió como camarero, portero, guardaespaldas y “hombre de paja”.

Fue en el Harvard Inn, un bar de Yale, donde una noche lanzó unos ditirambos a la hermana del mafioso Frank Gallucio y este lavó el honor familiar a punta de navajazos sobre los cachetes de Capone; desde ese día lo apodaron “caracortada”, por las tres cuchilladas en su gorda cara.

Antes de que su padre muriera y Al quedara a rienda suelta, intentó llevar una vida decente y buscó trabajo de contador; se casó con la irlandesa Mae Coughlin. Producto de una aventura con una golfa tuvo a Sonny, su nico hijo, que nació con sífilis congénita. Mae crió al niño porque la madre murió en el parto.

Debido a los métodos expeditivos que empleaba al frente del negocio, Torrio decidió enviar a Capone a Chicago en 1919. Un año después aprobaron la Ley Seca, que impidió la venta de licor, y Chicago se convirtió en un emporio del crimen.

La ciudad era tierra de nadie. Entre 1922 y 1926 fueron asesinados 250 pandilleros; la tasa de homicidios era un 24% más alta que la nacional y Capone empezó con un modesto salario de $25.000 anuales, más la mitad de las ventas de alcohol. En un año ingresó $105 millones, reseñó Herbert Ashbury en Pandillas de Nueva York .

En Chicago maquilló su lado oscuro con una imagen externa amable y caritativa; se interesó en la política y llegó a ser alcalde de la ciudad de Cicero, tras amenazar a los votantes y secuestrar a los trabajadores de sus rivales.

¡Agarren a Capone!

La matanza de San Valentín, el 14 de febrero de 1929, donde un grupo de pistoleros roció a balazos la pandilla de Bugs Moran, o la noche en que molió a garrotazos a dos sicilianos –previa invitación a comer– revelaron el lado implacable, temible y a la vez elegante de Al Capone.

Esa bestia americana tenía otro rostro, uno amable, tanto que en las fiestas navideñas se disfrazaba de San Nicolás y repartía regalos. Su equipo de relaciones públicas le construyó una imagen de hombre generoso; dispendioso con las propinas; manirroto con los pobres y sensible al bel canto.

María Capone relató que su tío–abuelo fue un prisionero ejemplar en Alcatraz, pero que “le administraban drogas” que le destruyeron la mente y años más tarde le ocasionarían el derrame que, el 25 de enero de 1947, se lo llevó a la tumba. Según ella, Capone era un pan de azúcar, y al funeral enviaron tantas flores que las repartieron entre varias capillas y ante el féretro desfilaron multitudes durante 24 horas seguidas. Capone murió sifilítico y medio loco.

La caída del gánster comenzó cuando el Presidente Herbert Hoover golpeó el escritorio y urgió a la policía meter a ese hombre entre las rejas. ¡Así de fácil!

El cine y la televisión le atribuyeron a Eliot Ness la hombrada de capturar al maleante, pero el mérito fue de Elmer Irey, quien ideó una estratagema para infiltrar la organización mafiosa y convencer a dos de sus contadores –Leslie Shumway y Fred Reis– para que delataran al capo. El trabajo de Ness fue golpear el negocio de Capone, destruir sus destilerías y bares clandestinos, derramar miles de litros de licor y acorralar a sus compinches, explicó Hans Enzensberger en La balada de Al Capone .

Al final, Capone fue acusado de burlar al fisco por $32.488,81. De poco valieron las artimañas de los abogados defensores y el despliegue de sobornos; el 17 de octubre de 1931 un jurado deliberó nueve horas y condenó al acusado a 11 años de prisión, $50.000 de multa y $30.000 por las costas del juicio.

La marca Capone fue un baldón para sus parientes. Theresa Hall, hija de Sonny, hurtó en una tienda y fue condenada a dos años de libertad condicional. Hace dos años, un tal Chris Knight exigió un examen de ADN para demostrar que era el hijo bastardo del hampón y promover, de paso, su libro Hijo de Scarface .

Curiosamente, el hermano mayor del pillo, James Vincenzo Capone, destacó por defender la ley seca y trabajar en las reservas indígenas para limpiarlas de alcohol.

Sin poder, ni dignidad y casi en la miseria acabó sus días Al Capone, olvidado por quienes lo detenían en la calle para besarle las manos o lo ovacionaban cuando acudía al partido de béisbol. Maestro de las relaciones públicas, más que un mafioso fue un hipócrita monumental. 1