Óyeme con los ojos

Ana Istarú

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En el siglo del yo, del yo soy, del vos sos, los lectores quieren sentirse oídos. Se han cansado de la voz autoritaria y monológica que se oculta con sagacidad detrás de la supuesta y escueta imparcialidad de una escritura equidistante entre el conocimiento objetivo y las verdades absolutas.

Los mil millones de visitantes mensuales a las redes sociales quieren, simplemente, conversar y oírse entre sí. Este fenómeno también explica el renacimiento del artículo de opinión como género del periodismo literario en Costa Rica y en otros países. Esto es lo que nos ofrece Ana Istarú en 101 artículos con una voz que interpela, que no te deja tranquilo, que se mete dentro del alma hasta hacerse escuchar. “Óyeme con los ojos”, como en la lira de Sor Juana Inés de la Cruz. Ojos que sienten.

Sus textos colindan con el poema y el monólogo dramático sin pudor ni verguenza. “Perdónenme, señores, este artículo en verso disfrazado de prosa. He dicho, pues. Vale”, admite en “Maldición eterna a los actores”. Sus artículos hablan directamente “con” el lector y exhiben su cualidad para desnudar sentimientos, dejarlos a flor de piel y descarnarlos hasta llegar al corazón de lo decible:

Si la que habla es ella misma, la autora, como parece ser, es otro problema. Lo demás es la máscara de la literatura. Sus palabras nos conversan y nos sentimos escuchados desde la vida cotidiana, desde la cartera de mujer nuestra de cada día. Huye de la abstracción como de la peste y, como buena poeta, habla con imágenes.

Habla con y de lo que puede verse, oírse, olerse, palparse, besarse, morderse, herirse, y podría añadirse: de lo que puede imaginarse, sentirse, amarse y trascender el acto mismo de la lectura; de lo que impresiona, conmueve, conmociona y compromete al lector.

Su memoria es concreta en una época en la que la concreción arrasa los símbolos, los grandes discursos y las estatuas –de ahí su predilección estilística por las enumeraciones y las listas largas–. Sin dejar de mencionar el ateísmo, la muerte, el sentido de la vida, la condición humana, la homosexualidad, la xenofobia, la maternidad –que son varias y diversas–, la pobreza, la condición masculina –como sabemos, en etapa de reconstrucción– o la crisis de la madurez, en su bolso de Mary Poppins nos topamos con un espejo que evadimos en el espacio público y que adivina nuestra intimidad: el falo, la vagina –creo recordar un clítoris–, el sexo, el cuerpo, el deseo, la fidelidad y las infidelidades.

Sus textos recuerdan lo que ya sabían los clásicos, que no existen temas sino escritores. En ellos predomina un estilo que transforma los hechos y las cosas en palabras imaginables para cada uno de sus lectores, presintiendo algo que los medios de comunicación ya saben: que no existe más el lector común.

Algunos de estos artículos son especialmente notables, pero es difícil no revivir la figura de Enrique Soto, a quien dedica “Un padre para amar”: “Tener un padre era tener el mundo. Y yo tenía uno”, dice al principio y concluye: “Donde quiera que un hombre se incline ante una niña y le ofrezca dócil los hombros como cabalgadura, donde quiera que una niña se convierta, aferrada a esos hombros, en timonel, donde quiera que un hombre bese la cabeza de su hija y ese beso descienda como un hilo de agua hasta el centro de su pecho, habrá un pequeño dios. Que su amor imperfecto, su devoción falible, su heroísmo vencido, el arrebato primero que ofrendó a nuestra cuna, nos protejan de todo mal. Amén”.

¿No deberían formar estas frases parte de otro Himno Nacional?, me pregunto, o ¿tal vez de un padrenuestro de los hombres y mujeres que se amarán en el siglo XXI si sobrevive la palabra, si recordamos lo que es el amor?