Nostalgia adelantada

Imaginemos que los lectores digitales se masifican, y que el libro en papel entra en desuso hasta convertirse en objeto de culto o colección. ¿Qué pequeños hábitos desaparecerían con él? Aquí repasamos algunos de los más usuales.

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Curiosear qué está leyendo tu vecino en el avión o la sala de espera. ¿Quién no ha estirado el cuello para ver la portada del libro que lee quien está sentado al lado? ¿Quién no ha tratado, luego, de adivinar el perfil del individuo con ayuda de los prejuicios?

Los marcadores de libros. Los hacen los niños en las escuelas, pueden ser postales de ciudades o incluso objetos para coleccionistas.

A ninguno de estos los volveríamos a ver si desaparecen las hojas de papel.

El olor a libro. La antiguedad de un libro no solo puede medirse por la fecha de impresión: su mejor cédula de identidad es el olor. Los nuevos tienen aroma a papel y pegamento; los viejos, a una mezcla de polvo y ácaros que saca estornudos en los alérgicos. Tan importante es este elemento, que ya se ha inventado el “olor a libro” envasado para e-books. ¿Cambiará también con el paso de los años?

Las notas en los márgenes. Tomar un libro y encontrar anotaciones manuscritas en los bordes de las páginas significa que alguien ya pasó por él, leyó lo mismo que uno y quizá experimentó algo parecido. Si las notas son propias, sirven como testimonio del “yo” de tiempos anteriores.

Reunirse con la excusa de un libro. Prestar un libro y, en los mejores casos, devolverlo, son buenas excusas para verse las caras, tomarse un café y comentar lo leído.

Las firmas de los escritores. En las ferias de libros pueden formarse largas filas de lectores, con ejemplar en mano, que pacientemente esperan una dedicatoria de su autor. Y ese libro firmado luego tiene un valor insustituible. ¿Qué firmarían los autores del futuro?

Para los románticos: secar flores entre sus páginas. Esa flor que un amor adolescente nos regaló a la salida del colegio probablemente terminó entre las páginas de un libro, como un precario método de conservación.

El resultado es algo así como unos pétalos verdosos, unas páginas manchadas y un libro arrugado. Ah, y probablemente, el nombre de quien la regaló en el olvido.

Seguir los consejos de los “libreros”. Preguntarle a un “librero” qué nos recomienda o qué opina de tal y cual ejemplar es un pequeño placer insustituible vía web.

Hay una gran diferencia entre el consejo de un ser humano y ver la publicidad de un libro en una computadora.

Heredar libros de generación en generación. Los ejemplares que llegan a nuestras manos desde los padres o abuelos pueden ser verdaderas joyas. O, al menos, fidedignos testimonios de qué se leía en el pasado. Tanto mejor si están fechados y con el nombre de su dueño.

Estas pequeñas bibliotecas familiares podrían mantenerse, pero las nuevas generaciones no tendrían legados que dejar a sus descendientes.