Noche de epifanía

No le hago el amor a mis mujeres: las engendro, las cultivo, las hago florecer

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Cuando los inspectores lograron por fin forzar las puertas del laboratorio subterráneo del Profesor Praetorius, la visión que ante ellos se reveló los llenó de terror sagrado. En el centro de un cerrado jardín en torno al cual mil volutas de vapor configuraban una atmósfera peculiarmente densa, se erguía un árbol de recio y proliferante ramaje. Suspendidos de él los perplejos intrusos advirtieron no menos de una docena de enormes capullos, especies de nidos de oropéndolas antediluvianas. Dentro de cada una de estas translúcidas burbujas yacía acurrucada, y con los ojos apenas entreabiertos, una mujer desnuda.

Todas eran bellas, frutales criaturas, estremecidas dentro de sus tibias crisálidas. Las elásticas membranas comenzaban ya a ceder al despuntar en su seno la vida. Estiraban sus miembros, abrían lentamente los párpados, balbucían palabras dulces, ininteligibles. Rosas los dedos de sus manos, rosas sus pies, rosas sus senos. Perplejas del vivir. Trémulas, soñolientas, la inocencia de la criatura que emerge apenas a la luz.

– “¡Por las heridas de Cristo, Profesor! ¿Qué significa todo esto?”– preguntaron los inspectores, maravillados al tiempo que sobrecogidos por tan insólita quimera. “Crear a la mujer más bien que poseerla: he ahí lo que siempre soñé, he ahí la plenitud misma del erotismo –respondió el Profesor–. La creación es siempre un acto de amor: el acto de amor supremo. El gozo erótico del demiurgo representa la más pura forma del éxtasis que a un ser humano le es dado vivir. No le hago el amor a mis mujeres: las engendro, las cultivo, las hago florecer, las irrigo y cuido con devoción de jardinero que pastorea día con día sus plantas. También Dios ha de gozar al tornear a sus mujeres con sus recias, amorosas manos. Y su gozo, como todo lo suyo, ha de ser infinito. Dios es un ser inconmensurablemente erótico: he ahí lo que concluyo”.

“¡Pero, Profesor, los Sumos Inquisidores de la Moral Pública harán una pira con leña verde y lo quemarán en la plaza del pueblo!” –dijo uno de los inspectores.

“¡Y los Doctos Inquisidores de la Iglesia lo condenarán a la lapidación por teomanía; de las herejías, la peor! –añadió el segundo.

“¡Y las Grandes Inquisidoras del Feminismo Ultrarradical lo harán emascular y lo expulsarán del Reino!” –terció el otro.

“¡Y los Magnos Inquisidores de la Sensatez y la Cordura lo confinarán a un manicomio!”– exclamó el último.

“Déjenlos dictar sus sentencias. Yo sólo quiero amar lo que creo, y crear lo que amo” –respondió, imperturbable, el Profesor.

A pesar de las gravísimas implicaciones científicas, éticas y teológicas del experimento del Profesor Praetorius, ninguno de los testigos reveló nunca lo que había visto. La belleza suprema suele sumir a los seres humanos en el silencio.