Marlene Dietrich El demonio hecho mujer

Vivió reflejada en un espejo y murió tirada en una cama, con sus largas y eróticas piernas atrofiadas, su belleza añejada; obsesionada con escribir cartas y rodeada de cuadros de sus amantes muertos.

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A quien nada se le perdona, se le perdona todo. Con sus ojos caídos y mirada lánguida, le bastaba cruzar las piernas para abrir el corazón de hombres y mujeres, a los que poseyó por igual, pero a los que nunca amó.

Marie Magdalene Dietrich von Losch comenzó a figurar, con más empeño que talento, en el Berlín de los años 20, ciudad tildada por Stefan Sweig como “la Babel del mundo”, llena de teatrillos, lupanares, cafés con artistas de medio pelo, fiestas salvajes, moscardones y mariposas nocturnas.

“Rubia y nevada como Margarita sin par... ¡quien la vio, no la pudo olvidar jamás!” , ––parodiando a Amado Nervo– la diva vio la luz del mundo con el nuevo siglo XX: el 27 de diciembre de 1901.

Hija de un aristocrático militar prusiano, Louis Erich Dietrich y de Josefine von Losch, dama de buena cuna, recibió una esmerada educación artística; estudió música, canto, del piano se pasó al violín y habría sido una concertista sin igual de no ser porque la picó el bicho del teatro y probó el veneno de la actuación.

Marlene surgió de combinar las primeras y últimas letras de su nombre original, pero su Pigmalión y fiel enamorado fue el director Joseph von Sternberg, quien la convirtió en el paradigma de la mujer fatal.

“Sin ti no soy nadie” le escribiría una y otra vez la Dietrich. Él la convenció para que se sacara las muelas del juicio, se depilara la cejas como Greta Garbo y se maquillara para disminuir la anchura de su nariz y su rostro eslavo. A eso le agregó unas piernas largas como columnas; una apariencia pulcra y un elán, que patentó el mito de la diva hasta la consumación de los siglos. Aseguró sus piernas en un millón de dólares, vistió pantalones, fumó en público y se convirtió en un fetiche viviente arropado con pieles, plumas, joyas y maquillajes.

Sus papeles de cabaretera, espía, vampiresa y aventurera casi opacaron a la mujer libre que despreció al mismísimo Adolfo Hitler, cambió su nacionalidad alemana por la norteamericana y recorrió –en 1943– todo el frente aliado en Europa para alentar con su encanto a las tropas que luchaban contra el nazismo.

Hizo su propia guerra a punta de canciones, lentejuelas, sexo y compasión; entre trincheras y alambradas los que iban a morir silbaban Lilí Marlen, la canción que se convirtió en un leit motiv para los soldados de ambos bandos.

Capeó bombardeos, vadeó pueblos arrasados, pescó una pulmonía y en Las Ardenas el frío casi le cortó las manos. Por su valor y coraje, en 1947, recibió la Medalla de la Libertad, la más elevada condecoración civil que concede el gobierno de Estados Unidos de América.

Solitaria y melancólica, su gran tragedia “fue no saber lo que es el amor verdadero”, según expresó su única hija María Riva en el libro Pensamientos Nocturnos, que compila los poemas maternos.

Angel de fuego con el corazón frío. Fue la única diva capaz de mirar a la Garbo, sin quedar ciega y caer muerta. Construyó un muro en torno a su persona, pero llevó una vida pública intensa, escandalosa, sofisticada, llena de glamur y poses estudiadas.

Sueños de gloria

Sternberg encontró en Marlene a su Galatea, una corista y bailarina de ocasión a la que primero hizo bajar 15 kilos, le enseñó a vestirse, a maquillarse y actuar para hacer la primera película sonora europea: El Angel Azul, en 1930.

Ya nunca más se pudo quitar de encima el sanbenito de femme fatale. Con su voz ronqueta, ojos entrecerrados, muslos descubiertos, labios intensos y una sexualidad ambigua, la carnal Lola-Lola arrastró al pecado al pobre profesor Immanuel Rath y puso en órbita a la Dietrich por siempre... y aún después.

La dupla filmó siete películas más: Marruecos, Fatalidad, El expreso de Shanghai, La venus rubia, Capricho imperial y El diablo es una mujer. Uno solo de ellos habría inmortalizado a cualquier otra actriz, según Los grandes mitos del séptimo arte.

Hizo maletas y marchó a Hollywood contratada por los estudios Paramount. Ahí Sternberg pulió su obra de arte y entre los dos surgió una relación erótica-profesional que marcó el trabajo de ambos.

Cuando acabó el affaire, cinco años después, él reconoció: “No le di nada que ella no tuviera. Lo único que hice fue potenciar sus atributos, hacerlos más visibles para que todos los notaran”, puntualizó Daniel Spoto en el libro El ángel azul.

En Berlín había dejado a su primer marido, Rudolf Sieber, con quien se casó en 1923 y engendró a su única hija, María. Si bien la Dietrich tuvo regimientos de amantes nunca lo dejó; fueron buenos amigos, iban de vacaciones y solían reunirse, una vez al año, en Navidad.

Mientras tanto ella se entretuvo en su propio serallo con figuras como Gary Cooper, Maurice Chevalier, la periodista Gerda Huber, John Gilbert, Douglas Fairbanks Jr., el poeta Erich María Remarque, John Wayne, la escritora Mercedes de Acosta, Jean Gabin, el general George Patton, Richard Burton, Edith Piaff y hasta la esquiva Greta Garbo. Con ellos y ellas compartió: canto, cocina y cama.

Sostuvo un amor extraño con el periodista Ernest Hemingway, a quien conoció en un barco en 1934. “Ella, cautivada por todas sus fantasías, lo adoraba y estaba convencida de que era su amiga preferida de toda la vida. Él la adoraba por ser tan bella como inteligente”, reseñó Robin Pogrebin, en The New York Times.

Las 31 cartas que le escribió él fueron donadas por María Riva a la Biblioteca John F. Kennedy, de Boston, y en ellas hay frases como: “Sigue enojada todo lo que quieras. Pero detente en algún momento, porque solo hay una como tú en el mundo, y nunca jamás habrá otra, y me siento muy solo en este mundo cuando tu te enojas conmigo”.

En los años 50, Dietrich redujo sus actuaciones, aunque filmó Pánico en la escena, de Alfred Hitchcock, y el westernEncubridora, de Fritz Lang. La década siguiente la dedicó a la música, hizo conciertos y grabó muchos discos en Europa y Estados Unidos.

El tiempo añejó su belleza pero conservó su arrolladora personalidad; adonde fuera enloquecía al público con su descocada vida y sus ingeniosas frases a lo Oscar Wilde: “Las mujeres tienen una edad en que necesitan ser bellas para ser amadas, y otra en que necesitan ser amadas para ser bellas”.

Una pierna rota en 1974 marcó el declive de su carrera. Apareció brevemente en Gigoló a fines de esa década y en la que siguió se refugió en su lujoso apartamento parisiense de la Avenue Montaigne, donde escribió incontables cartas y contribuyó con numerosos libros que documentaron su ajetreada vida.

Prusiana al fin, guardó desde la niñez cuanto objeto le pareció útil para el recuerdo. Su memorabilia la compró en 1994 la Cineteca de la Fundación Alemana y contiene el legado más impresionante sobre una actriz, según reportó ese año la agencia EFE.

Cien mil objetos recrean la historia personal de la estrella y el mundo en que vivió. Desde un jeque árabe hasta coleccionistas de lo insólito intentaron comprar algo, como las dos muñequitas que la Dietrich tenía en su camerino: una negrita de trapo que aparece en El ángel azul y una chinita usada en El expreso de Shanghai.

El 26 de mayo de 1992, Marlene Dietrich murió. Sin apenas dejar que el cadáver se enfriara salió a la venta Marlene Dietrich escrito por su hija, María Riva, una descarnada biografía de la diva que despellejó sin asco la existencia de la madre muerta.

Esquizofrénica, bulímica sexual, manipuladora, exigente y vampiresca es el escorzo que hace Riva, sin escatimar detalles crudos de los últimos días de aquella leyenda del cine. Un grave accidente –en 1982– que le quebró la cadera la recluyó en la cama, de la cual solo se levantaba para servirse whisky y anfetaminas. Colgaba en la pared las fotos de sus amantes, en el orden en que morían.

“Sus sábanas estaban grises y manchadas. Olía mal en todos los rincones. A su lado, dos pequeños cubos de basura metálicos con tapa en los que echaba las aguas menores, después de orinar en un jarrón de Limoges”, escribió Riva.

Las piernas, su tesoro preciado, se le atrofiaron y ya no pudo moverse. Hizo de su cama un santasanctórum y desde ahí vio pasar los días hasta el último de ellos, a los 91 años.

Cayeron las persianas. Vinieron las sombras. Los fantasmas de sus amigos muertos le hacían guardia y nunca estaba sola. Volvió a sentirse berlinesa con la reunificación de Alemania y quiso ser sepultada junto a su madre Josefine por la que –según dijo una vez– “sentía un gran respeto, que me quedó desde mi más temprana infancia hasta hoy.”

Oficialmente murió de un paro cardíaco, pero de acuerdo con Norma Bosquet, confidente y secretaria, la actriz se suicidó con somníferos para evitar ser internada en un asilo de ancianos.

Hemingway juró que Marlene era inmortal, pero estaba hecha de tierra común. Fue la heroína de un filme que nunca vimos, como le cantó Eduardo Darnauchans. Lo quiso todo y lo consiguió todo... ¿Sería verdad? 1