Maestro futbol

El deporte de las multitudes puede dar también lecciones de solidaridad y nobleza.

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La fantástica coreografía del balón, la noble ética del guerrero, la integridad del hombre que se levanta por encima de las preseas y viene al auxilio del hombre. Es muchísimo lo que se puede aprender de la vida a través de esa épica faena que es el futbol. A continuación, tres experiencias que nos marcaron profundamente.

La integridad. Campeonato mundial de futbol de 1950. Sede: Brasil. Estadio Maracaná. Doscientas mil personas. Juega el anfitrión contra España. Estamos en cuartos de final: “muerte súbita” pues el que pierde sale del mundial.

El marcador está cero a cero. Pitazo del árbitro: penal contra España. Los brasileños festejan, los españoles protestan. Lo cierto es que no había lugar para el penal, y esto lo había visto el director técnico del Brasil: Aymoré Moreira. Error aparatoso del árbitro.

¿Qué hace Aymoré? Llama al jugador encargado de cobrar las faltas y le ordena “botar” el penal. “Pero, señor'”. “Afuera debe ir ese penal”. “Pero, señor'”. “Es una orden: no se discute más: bótela tan lejos como pueda del marco; que se vea que no ha sido error suyo: lejos, lejos, tan lejos como pueda”.

El jugador colocó el balón sobre el punto a once pasos del marco, se enjugó la frente, tomó impulso' y tiró el penal contra una de las graderías laterales: un manifiesto, una impugnación tácita contra el árbitro. Exponer su incompetencia en un partido en el que se jugaba todo. ¡Ante el Maracaná lleno! ¡Con un pueblo que pedía a coro la sangre del rival!

Eso hizo Aymoré. ¿Conocen ustedes un entrenador capaz de semejante gesto? La justicia. Chapeau!

La ética del guerrero. Campeonato mundial de futbol de 1970. Sede: México. Estadio Azteca. Cien mil espectadores. Semifinal entre Alemania e Italia. Es el llamado “partido del siglo”. Italia gana 1-0, pero Alemania empata en el último minuto. Prórroga de 30 minutos, con pausa después de los primeros quince: lo que se llama “tiempos extras” o “tiempos de alargue”.

Alemania 2, Italia 1. Italia 2, Alemania 2. Italia 3, Alemania 2. Italia 3, Alemania 3. Italia 4, Alemania 3. Fin de juego. Italia está en la final, Alemania ha quedado eliminada (¡qué terrible palabra!).

Sin embargo, en medio de la locura, la gente no ha reparado en algo: hacia el final del primer tiempo, el capitán alemán, el Kaiser Franz Beckenbauer, entra en el área rival como un estilete: rápido, esbelto, pero tremendamente incisivo.

Un defensor italiano lo derriba, y el pésimo árbitro peruano Arturo Yamasaki desecha la falta. Beckenbauer sale momentáneamente del terreno. Lo examina el médico del equipo: hay luxación de la clavícula izquierda y urge reemplazarlo.

Beckenbauer no quiere salir. El médico insiste: “No puede, no puede jugar”. Beckenbauer permanece junto al terreno de juego, bebe un poco de agua. El calor en el Distrito Federal (estamos en el mes de junio) es agobiador.

El director técnico alemán, Helmut Shoen, es quien ahora se lo ordena: “¡Debe salir!”. Beckenbauer permanece imperturbable.

Sus correligionarios se acercan a él una luxación es una lesión grave. Otro vendrá a tomar su lugar: piernas frescas: ¡tanto mejor para el equipo! “Franz: sé razonable; hacele caso a Schoen”.

Sin embargo, Beckenbauer está en el partido: su alma no ha dejado de jugar, y no hay voz en el mundo que pueda devolverle la cordura .

Shoen y el médico no tienen otra opción: vendarle el brazo y fijárselo al cuerpo mediante un cabestrillo.

Beckenbauer reingresa al terreno de juego trotando, buscando ávidamente el balón, dirigiendo a sus compañeros con el brazo derecho.

Los primeros planos de su rostro revelan un dolor casi intolerable. A pesar del cabestrillo, el Kaiser no pierde la elegancia de su juego, la precisión de sus pases, y así sigue, con la facilidad de un cuchillo sobre la mantequilla, “cortando” la muralla rival.

Los arteros italianos intentan maltratarlo: quieren golpearle la clavícula, pero Beckenbauer tiene perfecta claridad de lo que su presencia en el terreno significa para su equipo: es el músculo espiritual de sus tropas, la inspiración, ese jugador sin el cual el conjunto quedaría “des-almado”.

Así jugó hasta el final, y Alemania perdió; pero, cuando se pierde de esa manera, ¿puede siquiera hablarse de derrota?

Después del pitazo final, su señorío, su expresión de guerrero que sabe que ha hecho todo cuanto estaba en su poder por ganar la lid. Altivo. Por algo le decían Kaiser .

Ante todo, el hombre. Campeonato mundial de futbol de 1998. Sede: Francia. Estadio Parque de los Príncipes. Veinticinco mil espectadores. Cuartos de final. De nuevo, la “muerte súbita”.

El anfitrión juega contra un equipo paraguayo ciertamente poco sofisticado, ¡pero tan aguerrido! Fin de los noventa minutos. Cero a cero. Tiempos extras.

Francia carga y carga sobre el rival. Los paraguayos, que se saben técnicamente inferiores, sólo quieren aguantar hasta el final, para apostar a los dramáticos “tiros de penal”.

Primer tiempo suplementario: 0-0. Último minuto del segundo tiempo suplementario, última posesión del balón para Francia, último centro “al área”, última jugada, aún 0-0.

Ya el árbitro mira el reloj. En ese momento se desploma un jugador paraguayo. El hueso ha crujido, la lesión es grave. Es evidente que los guaraníes no están tratando de “perder tiempo”.

Francia pudo haber restado importancia a la lesión, lanzar ese balón postrero con la desesperada intención de que alguien cabeceara.

Todo el equipo francés, todo el equipo paraguayo, pululantes dentro de la misma área; pero el jugador lesionado se revuelca de dolor.

El francés Laurent Blanc se acerca al paraguayo yaciente y de inmediato llama a los camilleros.

Blanc dispara la pelota sobre la gradería y suspende con ello el partido. No lo duda ni por un instante. ¡Al diablo con el campeonato! Un compañero-rival estaba sufriendo: nada podía ser más importante que atenderlo.

Era el gesto con el cual Francia se resignaba a la equipotencial, siempre aleatoria tanda de penales. Sacan al jugador lesionado. Por cortesía, los paraguayos les devuelven la bola a los franceses.

Centro al área... ¿buscando ya qué? Cualquier cosa, y “cualquier cosa” pasa. ¡Gol de Francia en el último segundo! Lo que los americanos hubieran llamado hermosamente “justicia poética”.

No habrá penales: Francia está en la semifinal. Algunos paraguayos se echan a llorar. La copa: un mero símbolo; el dolor: una realidad. Su primacía, ni por un momento discutida. ¡Al diablo con los símbolos!

Escoger la realidad por sobre el juego también es, a su vez, parte de ese juego que llamamos vida: el Juego, acaso el único que cuenta. La hidalguía de Laurent Blanc, el hombre que corre al rescate del hombre. Por debajo de los uniformes, la misma sangre.

Espíritu de una nación. El futbol es más que futbol: es una metáfora de la vida, de sus jerarquías y estructuras sociales, de su dinámica convivencial, de todo cuanto en ella hay de noble y de ruin.

Es una sublime, y supremamente civilizada, alegoría de la guerra, y de la danza, y del diálogo, y de la improvisación, del carnaval como de la más fría estrategia.

Docenas de historias se nos quedan en el tintero. Ya habrá tiempo para compartirlas.

La cultura y el temperamento profundo de una nación se revelan en la forma que ella tiene de encarnar estas batallas: lúdicas, pero batallas al fin.

EL AUTOR ES MÚSICO, PIANISTA Y ESCRITOR COSTARRICENSE.