Los puentes de Florencia

El río Arno intercambia historias de amor, arte y violencia con su hermosa ciudad.

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De tanto que han cumplido su tarea de unir las riberas de la Historia, la identidad de los puentes –como los florentinos– subyace en ocasiones en un olvido del que los extraemos únicamente en los casos en los que natura reclama brutalmente su protagonismo.

En ese mínimo instante, el alma de los puentes se escinde en sus dos ámbitos: el que establece su función, de dudosa identidad, y el estético, que en ocasiones responde al espíritu de los hombres que pueblan sus orillas. De tal manera, extraviado en la inmensidad del tiempo, el puente ignora acaso a las aguas que transcurren bajo su forma espectral, y se olvida incluso de vivir.

Tal vez no haya nada nuevo por agregar a la historia de los puentes de Florencia, pero siempre existirá algo inédito que se pueda contar del Arno, su insólito e irreverente río.

Lleno de vida, como corresponde a los torrentes de agua generadores de civilizaciones, el Arno ha construido una ciudad y también una cultura, al tiempo que propinaba inexorables castigos a la villa toscana.

El 4 de noviembre de 1966, de forma súbita y prepotente, el Arno irrumpió en escena sin ser invitado. Un torrente de barro y troncos inundó Florencia y la anegó en metro y medio de destrucción. Las asombrosas Puertas del Paraíso –cual fueron llamadas por Miguel Ángel–, esculpidas por Lorenzo Ghiberti, se hallaron sepultadas hasta su mitad, con daño irreparable para la historia.

Es que el Arno no es un río cualquiera. Tiene su vida propia, a la manera del Danubio o del Sena. En su recorrido triunfal –como diría la ópera de Puccini– salta baciando Piazza Santa Croce , cuya iglesia presume, ante todos los florentinos, de poseer los más inescrutables frescos del Giotto, acaso comparables con Gli Scrovegni, capilla de la Arena paduana o la iglesia superior de San Francisco, en Asís.

¿Quién reprime al Arno? Nadie acepta la tarea de castigarlo o domeñarlo. Se requeriría un Dióscuro para iniciar la tarea de meterlo en cintura. El propio Dante lo menciona en el Inferno de su inmortal Commedia, canto XXIII: 'i’ fui nato e cresciuto / sovra ‘l bel fiume d’Arno alla gran villa (nací y crecí junto al bel río Arno en la gran villa).

La ciudad del Oltrarno . Mary McCarthy, la célebre autora de The Stones of Florence (Las piedras de Florencia), alude a los vetustos puentes florentinos al borde mismo de un fetichismo medieval. La identidad de aquellos, y en especial del Pons Vetus o Ponte Vecchio (Puente Viejo), oscila entre la magia misma y el reclamo de un honor personalísimo, acaso extraviado en el fanatismo religioso de un Savonarola.

Como en otras muchas célebres ciudades, el Puente Viejo une dos facciones: la del Arno y la del Oltrarno . Ocurre otro tanto con la Roma imperial del Tíber y el Transtíber. A partir del momento en que el majestuoso y lujuriosamente rico Palazzo Pitti se ubicó en la margen inferior del Arno, la burguesa familia de los Medici reivindicó su derecho a la privacidad.

El famoso corridoio vasariano –de tal manera llamado por haber sido Giorgio Vasari su diseñador– es una forma de comunicar, a través del Puente Viejo, la residencia principesca con la ciudad misma.

Con tan singular recurso, y a partir de 1565, los príncipes mediceos se trasladaban con seguridad del centro político del Palazzo Vecchio a su residencia personal en el Palazzo Pitti.

El nombre de Pons Vetus es romano. Construido originalmente en madera del Mugello, la zona aledaña y boscosa por excelencia, fue destruido por el Arno –y reconstruido en varias oportunidades–, entre las que destaca el más violento derrumbe, en 1333. Resistió también el despiadado aluvión de 1966, con la enhiesta arrogancia de quien había sobrevivido a dos guerras europeas.

Se cuenta que fue el propio Adolf Hitler quien salvó al Ponte Vecchio de la destrucción ordenada por sus generales en agosto de 1944, tras el desembarco norteamericano en Sicilia y en medio del retiro masivo de las tropas alemanas de la península.

Acaso pretendiendo sustraerse a la fatal denominación de ser un Gengis Khan con teléfono , el Führer habría salido al paso de la historia al levantar su dedo pulgar en señal de gracia hacia el vetusto puente.

No ocurrió lo mismo con el Puente de Santa Trinitá , dinamitado ex profeso por las fuerzas teutonas para retardar el inexorable avance de los Aliados.

Desde 1569, fecha en que Bartolomeo Ammannati concluyera su obra, las sutiles formas del pétreo puente habían transmitido una imagen de gracilidad, cuando no de ingravidez.

Sus tres arcos, de ígnea curvatura, encarnaban el más poético símbolo de refinamiento, sobre una imagen que semejaba la proa de un navío, cual metafórico recurso de avance o de progreso.

La obra del controvertido –y no siempre afortunado– artista florentino había sido discretamente enriquecida en 1608 con ocasión de los esponsales entre Cosme de Medici y María Magdalena de Austria.

En cada extremo del puente se colocó una estatua representativa de las estaciones: la Primavera fue creada por Pietro Francavilla; el Verano y el Otoño , por Giovanni Battista Caccini, y el Invierno fue obra de Taddeo Landini.

La parte central del puente Ammannati –cual ya era llamado– fue dotada de una terraza panorámica que servía los domingos para aglomerar a las jóvenes parejas que admiraban el espejo de agua formado por el Arno a su paso por los majestuosos arcos.

Barbarie y reconstrucción. Pues bien, no obstante las súplicas florentinas, las tropas alemanas hicieron saltar el Santa Trinitá el 4 de agosto de 1944. Fue uno más de los actos de barbarie, camuflados bajo necesidades estratégicas, que se cometieron en la más salvaje de las guerras, y fue solamente atemperado por la ya mencionada amnistía que benefició, in articulo mortis, a un afortunado Ponte Vecchio.

La reconstrucción del Puente de Santa Trinitá se convirtió en un problema de orgullo local, e incluso nacional. El pueblo florentino, con clara vocación de vida, se dio a la tarea de recolectar las piedras originales a las que Ammannati transmitió su hálito vital.

Las estatuas fueron recuperadas casi en su totalidad, con excepción de la cabeza de la Primavera , cuya desaparición fue objeto de las más variadas narraciones. La más usual, recogida por Mary McCarthy, decía que un soldado norteamericano habíase sumergido en las aguas del Arno y había extraído, de sus profundidades, la litigiosa cabeza, tras lo cual él habría desaparecido, casi por arte de magia, con su preciosa carga.

Lo cierto es que, al reinaugurarse el mítico puente, los florentinos –tenaces y confiados a la vez– tenían una Primavera acéfala' ¡en la ciudad de Flora, la botticcelliana representación del florecer!

Sin embargo, el alma tutelar del Arte, pródiga en dei ex machina , quiso que, en la mañana del 7 de octubre de 1961, en una excavación realizada en la sociedad deportiva Canottiere Firenze , apareciera una extraña estructura marmórea': ¡la cabeza de la Primavera !

“Puentes para unir”, expresaba otrora un afortunado político costarricense. Los puentes de Florencia parecen haber sido colocados por el hombre renacentista con una misión más trascendente.

Oculto entre las múltiples tiendecillas de orfebres y joyeros, domiciliados ad aeternum en el Ponte Vecchio y con el busto de Benvenuto Cellini –una figura de ópera– a mis espaldas, me abandono a la poesía de lo eterno: Estamos aquí para recrear lo Bello, pero también lo armonioso .

EL AUTOR ES TENOR COSTARRICENSE Y HA DIRIGIDO LA COMPAÑÍA LÍRICA NACIONAL.