Locura de austeridad en Europa

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Basta ya de complacencia. Hace apenas unos pocos días, la creencia popular era que Europa finalmente tenía todo bajo control. El Banco Central Europeo –cuando prometió que compraría los bonos de los Gobiernos que tenían problemas si fuera necesario– había tranquilizado a los mercados. Todo lo que las naciones deudoras tenían que hacer, según el cuento, era estar de acuerdo con más y más intensa austeridad –la condición para los préstamos del banco central—y así todo iba a marchar bien.

Pero los proveedores de creencia popular olvidaron que había gente involucrada. De un pronto a otro, huelgas y grandes manifestaciones sacuden España y Grecia. El público en estos países, en efecto, dice que ha llegado al límite: con el desempleo a niveles de la Gran Depresión y con los que fueran trabajadores de clase media obligados a escarbar en los basureros en busca de comida, la austeridad ya ha llegado demasiado lejos. Y esto significa que después de todo puede que no haya negociación.

Muchos comentarios sugieren que los ciudadanos de España y Grecia sencillamente están retrasando lo inevitable, protestando en contra de sacrificios que, de hecho, hay que hacer. Pero la verdad es que los manifestantes tienen razón. Una mayor austeridad no tiene un propósito útil; los verdaderos actores irracionales en este caso son los políticos y funcionarios supuestamente serios que exigen más dolor.

Veamos las penurias de España. ¿Cuál es el problema económico real? Básicamente, España está sufriendo la resaca que siguió a una gigantesca burbuja habitacional, que provocó tanto un auge económico como un periodo de inflación que dejó a la industria española sin capacidad para competir con el resto de Europa. Cuando la burbuja estalló, España se quedó con el difícil problema de recobrar la competitividad, un doloroso proceso que tomará años. A no ser que España deje el euro –un paso que nadie quiere dar– está condenada a años de alto desempleo.

Pero este sufrimiento que se dice es inevitable, se está sobredimensionando con austeros recortes de gastos, y estos recortes de gastos constituyen un ejemplo de causar dolor con el único fin de causar dolor.

En primer lugar, España no se metió en este problema porque su gobierno fuera despilfarrador. Muy al contrario, en vísperas de la crisis, España más bien tenía un superávit presupuestario y una deuda baja. Los grandes déficits emergieron cuando la economía se vino abajo, trayéndose con ella los ingresos del Gobierno, pero, aun así, España no parece tener una carga de deuda tan alta.

Es cierto que España tiene problemas ahora para conseguir préstamos para financiar sus déficits. Ese problema se debe, sin embargo, principalmente a los temores respecto a las dificultades más grandes de la nación, dentro de ellas no en menor grado el temor a la agitación política ante un muy alto desempleo. Y recortar unos cuantos puntos al déficit presupuestario no va a poner fin a esos temores. De hecho, hay investigación del Fondo Monetario Internacional que sugiere que los recortes de gastos en las economías profundamente deprimidas pueden en realidad reducir la confianza de los inversionistas debido a que aceleran el paso de la declinación económica.

Es decir, la economía pura de la situación sugiere que España no necesita más austeridad. No debe hacer fiesta y, de hecho, probablemente no tiene alternativa (salvo por la salida del euro) a un prolongado periodo de épocas difíciles. Pero los recortes salvajes en servicios públicos esenciales, en ayuda a los necesitados y así por el estilo, más bien, en realidad, perjudican las posibilidades del país de lograr un ajuste exitoso.

¿Por qué, entonces, hay exigencias para un dolor mayor aún?

Parte de la explicación es que en Europa, igual que en los Estados Unidos, demasiada “gente muy seria” se ha sumado al culto de la austeridad, debido a la creencia de que los déficits presupuestarios, no el desempleo masivo, son el peligro claro y presente, y que la reducción del déficit de algún modo resolverá un problema causado por excesos del sector privado.

Más allá de eso, una significativa porción de la opinión pública en el corazón de Europa –sobre todo en Alemania– está profundamente imbuida de un falso punto de vista de la situación. Hable con funcionarios alemanes y le van a pintar la crisis europea como una obra de teatro que ensalza morales y virtudes, una historia de países que vivían en las alturas y ahora tienen que afrontar las inevitables consecuencias. Nada importa que esto no sea en nada lo que en verdad ocurrió ni tampoco el igualmente inconveniente hecho de que los bancos alemanes tuvieron un papel preponderante en inflar la burbuja habitacional de España. El pecado y sus consecuencias es la historia de la que hablan y se apegan a ella.

Peor aún, esto es también lo que muchos votantes alemanes creen, en la mayor parte porque es lo que los políticos les han dicho. Y el temor a sufrir una reacción violenta de parte de los votantes que creen, erróneamente, que están sufriendo las consecuencias de la irresponsabilidad del sur de Europa deja a los políticos alemanes sin voluntad para aprobar crédito de emergencia esencial para España y otras naciones que tienen problemas, a no ser que se castigue primero a los deudores.

Por supuesto, esa no es la forma en que estas exigencias se dibujan, pero así es como esto realmente se resume. Y ya hace mucho tiempo se debió poner punto final a este cruel sinsentido.

Si Alemania en verdad quiere salvar al euro, debe dejar al Banco Central Europeo que haga lo que es necesario para rescatar a las naciones deudoras, y debe hacerlo sin causar más dolor sin sentido.

Traducción de Gerardo Chaves para La Nación

Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía del 2008.