Leo

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Voy a parafrasear a Borges: A mí se me hace cuento/ que aquí no esté Barrionuevo/ Lo siento tan eterno/como el agua y el cielo. Ya sé, no me lo repitan. Los hechos dicen que, en la primera quincena de diciembre del año pasado, mi amigo Leopoldo Barrionuevo “se nos adelantó” y, sin embargo...

Me parece verlo, tomando el micrófono, después de dar un vistazo a la guitarra y el piano, el pie derecho pegado al piso cuando murmura: “Mademoiselle Ivonne/era una pebeta” y sigue, sigue, nos cuenta la historia de la francesita que cambió a París por Buenos Aires, fascinada por un argentino que la dejó finalmente de a pie y poco a poco convertida en Madame Ivonne. Todo un tango que cuenta toda la historia y que Leo dramatiza con una veteranía que define otra vez la noche, el tiempo, la esencia de la vida. Estoy como dentro de un cuadro de Kandinski, uno de los grandes pintores abstractos, donde los caminos se bifurcan y partir y regresar son la misma cosa.

Pero sí, me rindo, nuestro querido hermano, “emprendedor y empresario” según el médico Oswaldo Gutiérrez, tomó uno de esos caminos de Kandinski y por ahí anda transitando.

Memorias y algo más. En Valió la pena vivirlo (2006), Barrionuevo nos mostraba “el tiempo y la sociedad” que él había tratado y retratado, sumergido en el remolino de una experiencia que lo empuja de continuo en aquellas páginas, abriendo y cerrando escenarios y cronologías a la manera de una inquieta palanca. Nos informamos, así, de que el profesor de letras (Buenos Aires) vira entre idas y vueltas al mercadeo en Colombia y Costa Rica, donde desembarca en 1963, y va y viene por el Caribe y Centroamérica, Venezuela, Dominicana, Panamá, circunscribiendo una región entera con su presencia, sus libros, sus recuerdos. Cien años de tango, un guiño a su barrio y al 2x4 o 4x8 de su primera juventud, fue escrito en 1970 y en Tiquicia, país que vio nacer a su último vástago literario: Elogios, vida cotidiana en Costa Rica, 1996-2011.

“La vida me fue enseñando que comunicar es académico, aristocrático y distante –nos repetía– y que el conversar es intimista, amigable, coloquial' verdadero sinónimo de conversa y palique, pero también de chamuyo, más ameno, familiar, sociable, confesional”. Tamañas palabras –creo justo y oportuno decirlo acá– irradiaban de su credo y su práctica.

Hombre de abundancias, capaz de rondar el todo y no las partes, o mejor, de rondar el todo en las partes, Leo no ocultaba que el sueño mayor de sus días había sido el agorazein griego, la charla entre amigos, la confesión a cielo abierto, ese fácil asombro de la amistad que es propia del ser humano. De ahí que fuera un humanista, un ferviente partidario de la sabiduría de nuestras vivencias y de sus mudanzas, un portavoz del yo a flor de piel que, pese a no renegar de la sofisticada laptop, añoraba la ausencia del viejo lápiz y de alguna máquina de escribir. “¿Dónde están la barra, la casa, el balcón que no está, la pasión por Rita Hayworth, Billiken, el amor de Ingrid Bergman” y dónde “la Soda Palace, las carretilleros de cigarrillos, el estadio sin tablones del Club Rohrmoser?”, solía preguntar y preguntarse.

Bueno, habrá que responderle que él fue quien los puso dentro de su pasión y que, gracias a él, habitan ahora una zona sagrada, aquella que surge cuando pensamos en voz alta y siempre que lo nombramos: Leo.