La vida de rojo a verde

El suyo es un oficio intermitente, regido por los cambios de luz del semáforo. En las calles más transitadas del país, muchos se ganan el sustento en lapsos de pocos minutos o segundos.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Manuel Ángel Salas lleva 11 años trabajando en “su semáforo”, frente al Burger King de San Pedro, y lo conoce como a un hijo: sabe que puede recorrer con su paso lento hasta siete ventanillas y regresar antes “del próximo rojo”. A veces desanda el camino, encorvado y con su brazo izquierdo cargado de lapiceros y cortauñas, pero la mayoría de las veces se queda a medio trecho, charlando con algún conductor que lo saluda.

Trescientos metros al norte, frente a la Facultad de Derecho de la UCR, Alberto Ramírez sabe perfectamente cuántas veces puede tirar las bolas de tenis al aire antes de hacer una reverencia para que su corbata rosada toque el suelo y de inmediato pasar, con su sombrero rojo y amarillo en la mano, por las ventanas de los primeros cuatro autos.

Siempre en la ruta de la circunvalación, está Wyatt Chabrol, quien espera paciente su turno en uno de los 12 semáforos de la antigua rotonda del Gallito, en Goicoechea. Ya lo tiene calculado: puede pasar junto a ocho carros en cada tanda, aunque a veces no vende nada en todo el día.

Ellos son solo algunos de los centenares de individuos que, con precisión de reloj suizo, han llegado a cronometrar mentalmente cada rojo del semáforo. Miden los segundos como cuentan las monedas al final de la jornada: con angustia y con alegría.

En las calles más transitadas del país, sobre todo las del área metropolitana, hay un verdadero mercado bajo el sol: vendedores de aguacates y pregoneros que siempre madrugan, malabaristas excéntricos, ancianos cabizbajos, mujeres exadictas que ahora ayudan a otros y floristas que lamentan la creciente pérdida de romanticismo.

Nadie sabe cuántas personas trabajan en los semáforos de Costa Rica. El dato más cercano es de la Organización Internacional del Trabajo (OIT): el 37% de los costarricenses que están fuera del sector agropecuario trabajan en empleos informales. Eso es todo.

A juzgar por una serie de recorridos hechos en distintos días y a diferentes horas, hay más hombres que mujeres en estos oficios y ellas son más reacias que ellos a la cámara.

¿Cuánto deja vivir así? Eso depende del semáforo, del “trabajo” y del día.

Los semáforos del oeste de la capital parecen ser los más generosos: en Rohrmoser, Trina Porras puede ganarse hasta ¢15.000 en una sola jornada. Bastante más de lo que es posible reunir en las calles de San Pedro, Guadalupe o Zapote, donde el ingreso promedio por un día bajo el sol (o bajo la lluvia) es de ¢5.000.

El “gallito” del mediodía lo traen de la casa, aunque hay quienes “se la juegan” en el sitio para no desfallecer de hambre. Algunos, como José Antonio Bonilla, recurren a familiares que viven en las cercanías para comerse algo caliente al mediodía.

Todos saben que su presencia no siempre es grata o, dicho en palabras menos elegantes, que pueden ser un estorbo para los conductores. A diario, ven cómo decenas de ellos suben los vidrios del vehículo cuando se aproximan a un alto y divisan al vendedor, al malabarista, al mendigo...

“Por cada uno que me vuelve la cara, hay cinco que me llaman para saludarme. Yo no me angustio”, afirma Manuel Ángel Salas, quien cree que lo vital es mantenerse en la lucha. Otros sí resienten la indiferencia y hasta hacen mala cara.

Los más experimentados se distinguen porque han logrado formar una especie de comunidad, tanto entre ellos como con quienes pasan por sus semáforos. “Esta es una gran amistad; son como hermanos para mí. Desde taxistas hasta dueños de carros que ya me conocen”, dijo Salas.

De esta legión de semaforeros, cinco nos abrieron las ventanas a su mundo.

El veterano

Humberto Meneses Camacho tiene la cara gastada por el sol, las cejas generosas y una gran trenza de cicatrices en el pecho. Siempre viste camisa blanca y lleva en el cuello un documento emplasticado que certifica las tres cirugías que han debido hacerle a causa de un cáncer de colon y de esófago que padece desde 1988.

Cada mañana, a las 5 a. m., sale recién afeitado de la casa que alquila en Alajuelita y llega en bus a la fuente de La Hispanidad, donde se ubica en el semáforo que regula el tráfico entrante de la circunvalación sur. Vende lapiceros, aunque les dice a los choferes que “es una colaboración”.

Por cada bolígrafo que coloca, se gana ¢110. Si le va bien y le compran 15, se marcha a casa con una suma bastante austera.

“Yo los doy a ¢200, pero a veces que me dan cien pesos y yo les digo: ‘Lléveselo y otro día pasa’”, cuenta el hombre de 69 años, quien siempre carga una botella del suplemento Ensure, su único alimento en todo el día.

Su principal ingreso proviene de quienes lo conocen, en forma de donaciones. Algunos le dan una lata de este suplemento alimenticio, un billete de ¢1.000 o hasta diez discos de karaoke, como le pasó una vez. “Me dijeron que era pa que me defendiera”.

Cuenta que en una oportunidad se desmayó del cansancio y fue uno de los automovilistas quien lo montó en su carro y lo llevó a Alajuelita.

“Si hoy me gano ¢2.000, por ejemplo, separo ¢500 para el alquiler y me la juego con ¢1.500. Compro la bolsita de arroz, medio kilo de azúcar, el café que no me puede faltar y macarrones, que es lo que más como”, detalla con una sonrisa de tres o cuatro dientes.

Humberto no trabaja hasta muy tarde; la salud no se lo permite. Cierra su jornada alrededor de la 1 de la tarde, hora en que vuelve a la casa para bañarse y descansar. Por ahora, espera que llegue el 12 de febrero próximo, cuando tiene cita en el Seguro Social para que le realicen su cuarta operación.

Pirata de toda América

Sin siquiera titubear, afirma que se llama Américus Estepario y que “tiene 700 años de edad”. Hace cuatro salió de su natal Ciudad Juárez, en México, porque se hartó de la violencia en cada esquina y de su monótono trabajo como cobrador en un banco.

Desde entonces, dice, ha recorrido el continente americano con el atuendo de pirata, combinando el entretenimiento con un poco de reflexión.

“Quiero que la gente tenga la esperanza de que se puede cambiar el mundo con un simple baile en la calle”, sostiene Américus.

En los semáforos de la Facultad de Derecho, hace su show: mientras un amigo chileno toca el saxofón, él baila en zancos con el amor de su vida: la sirena de tela de tamaño casi real que lo acompaña desde que salió de México. Luego pasa con su sombrero a reclamar el botín.

Se declara “pirata no autorizado” y “presidente del Instituto Mexicano del Desmadre Organizado Libertador de América Libre y Sin Fronteras”, una organización de hombres que no creen en las banderas y tampoco en las nacionalidades.

Por ahora, vive en casa de un conocido en barrio Dent, pero está determinado a llegar al Faro del Fin del Mundo, en Argentina.

“En los semáforos de este país me he encontrado de todo: desde gente apática que te ve con cara de molestia hasta gente que admira tu espectáculo y te da una moneda, o al menos te sonríe”.

Sale a trabajar desde las 11 de la mañana hasta que la lluvia suspende su labor.

El pirata pasó ya por Guatemala, donde no logró ganar mucho porque, según dice, la gente tiene poco dinero. Por eso vino a Costa Rica: buscando una mejor situación económica. “Sin embargo, no me ha ido tan bien”, admite el mexicano. “Aunque igual lo disfruto”.

El empuje de la juventud

Sharon y Dorwel trabajan en “la capital del semáforo”: la intersección que reemplazó a la antigua rotonda del Gallito. Su horario se compone por tres horas de trabajo en la mañana, almuerzo en casa y cuatro horas de estudio cada tarde.

A esta pareja la distingue su juventud: ella tiene 16 años y él acaba de cumplir los 20.

El año pasado decidieron independizarse de sus respectivas familias y desde febrero se ganan la vida pidiendo ayudas para la Fundación Pro Ayuda al Niño y al Adolescente, cada uno con una lata rotulada y una fotografía de una niña.

“Si es día de pago, se pueden recoger hasta ¢20.000; un día regular, la mitad de eso. En los días malos, sacamos como ¢5.000. Todo eso va para la Fundación y ellos nos dan una comisión”, explica Sharon.

En un punto tan transitado, el trabajo es peligroso. Hace unas semanas, a Dorwel lo impactó un automóvil en una pierna y lo lanzó al suelo. Estuvo en cama diez días, pero fue un milagro que no sufriera mayores consecuencias.

La pareja empieza cada día a eso de las 9 a. m.; ella, en la vía que va de San José hacia Guadalupe, y él, al otro lado. Casi siempre es Sharon quien recoge más dinero, “porque a las mujeres les echan más”, dice la muchacha. Permanecen en el lugar hasta la 1 ó 2, porque de 4 p. m. a 8 p. m. van a clases en el liceo Napoleón Quesada. Ella está cursando sétimo año y él, octavo.

Tras varios meses de estar en esto, ya tienen las oscuras marcas del sol sobre su piel.

“Con la comida, nos ayuda mi mamá. Cuando va a la carnicería, compra 15 (¢15.000) para ella y 5 (¢5.000) para nosotros. Igual con las verduras. Pero el arroz y los frijoles sí los estamos pagando nosotros”, sostiene Sharon, consciente de su independencia a medias.

Ambos tienen claro que el semáforo no puede ser para el resto de su vida y por eso insisten en querer terminar el colegio.

El trabajo nuevo

En la selección del semáforo hecha por José Ángel Chacón Quesada pesó un factor: necesitaba una calle con una amplia isla central que le permitiera moverse con su silla de ruedas. Por eso eligió uno de los semáforos al costado oeste de La Sabana.

“Cuando quedé inválido, hace cinco años, empecé a ganarme la vida aquí. En lo financiero, me ha ido bien, pero la salud sí se me ha complicado”, dice este vecino de Pozos de Santa Ana, de 50 años.

Los conductores que transitan por la zona parecen haber notado las amenazas que enfrenta Chacón y lo han equipado a prueba de todo: paraguas, sombreros de ala ancha y botellas de bloqueador solar son algunos de los artículos que ha recibido como obsequio de los conductores.

Cada mañana, solo, sale de su casa y el chofer de la ruta Santa Ana-San José lo ayuda a subir por las rampas especiales del autobús. Se baja en la Contraloría y recorre el camino hasta “su semáforo”, frente a la salida a Pavas. Ahí se encuentra con Nelson Salmerón, quien vende accesorios para teléfono celular y lo acompaña el resto del día.

Antes, Chacón subsistía de la venta de botellas y periódicos que recolectaba en las calles de San José, pero luego se le complicó caminar. Le diagnosticaron un desgaste óseo crónico y le dijeron que la cirugía era riesgosa; efectivamente, perdió la movilidad de la cintura hacia abajo.

La suya es una jornada de 8 de la mañana a 2 de la tarde, tiempo en que recoge aproximadamente ¢20.000; de ahí resta los “pases” y la comida. “Aquí, el único día duro es cuando llueve, porque me mojo todo y llego a la casa empapado”, cuenta mirando al cielo.

El negocio en familia

Hay una casa en Tirrases de Curridabat donde la vida empieza siempre a las 3 a. m. A esa hora, con el país aún en tinieblas, saltan de la cama Alexánder Álvarez Aguilar, sus tres hermanos y su padre, para empezar el día como vendedores de frutas.

El patriarca, de 80 años, conduce el camión familiar hasta el Mercado Central de San José, donde negocian, con los primeros vendedores, las frutas y verduras que estén de temporada.

Luego se van quedando de dos en dos, todos cargados de mangas, aguacates, manzanas de aguas o jocotes. Un par se ubica en la esquina de la agencia Subarú, en Los Yoses; otro, en los semáforos al costado de la iglesia de San Pedro.

Alexánder, quien trabaja en Los Yoses, nunca termina el día con mercadería y dice que puede ganar entre ¢10.000 y ¢15.000 por jornada. “En unas dos horas buenas, yo vendo todo. Termino temprano y me voy a estar con mi esposa y mi hija, que son lo que más amo”, agrega.

Los hermanos montan el puesto con una decena de cajas rojas que un negocio cercano les guarda durante las noches. Amaneciendo, empiezan a apilarlas y encima colocan la mercancía.

“Estuve trabajando en empresas, pero prefiero la calle. Igual tengo que asegurarme, para no perder las cotizaciones de donde he trabajado. Ahí va uno, cotizando, cotizando, y cuando está más viejo se pensiona”, razona el vendedor, quien sabe reconocer un aguacate o una manga de calidad a diez metros de distancia.

Como a muchos en este oficio, le toca correr cuando un cliente llama desde su carro y eso, a veces, implica cruzar la calle principal en una auténtica carrera y esquivando carros. Pero la carrera vale porque cada bolsa de fruta que vende lo lleva un paso más cerca de volver a casa.