La segunda piedra

Los ticos no somos tan pacíficos como nos gusta creer

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El que esté libre de pecado que lance la primera piedra, ¡y que la lance ya!, que detrás estamos los demás, míseros pecadores, deseosos de lanzar nuestras propias piedritas. Creo yo que los ticos no somos tan pacíficos como nos gusta creer, ni tampoco tan buenas personas como nos repetimos, ni el nuestro es un país de paz, como nos jactamos.

Pídale usted a un vecino que baje la música, dígale al chófer del bus que no vaya tan rápido, pídale a su vecina que por favor su perro no haga sus necesidades en el jardín suyo, y dígame después si los ticos son pacíficos. Lo más probable es que reciba usted un gesto de burla o desprecio, o una nueva e insólita modalidad que consiste en decir con un tono irónico: “Cristo te ama” como frase sustituta para mandarlo a uno al carajo.

En realidad, en Costa Rica hemos convertido la violencia y la agresividad en tabúes. A la mítica incapacidad de los ticos para decir “no”, añadamos el miedo (o al menos renuencia absoluta) a enojarse, la imposibilidad de enfrentarse, de debatir, de decir las cosas a la cara. No es que no tengamos impulsos violentos, es que nos los tragamos. Un amigo médico está trabajando en la hipótesis de que por eso este “vergel bello de aromas y flores” es uno de los países del planeta con más cáncer de mama, hígado y estómago: por las emociones mal digeridas o reprimidas.

La gente de mi generación (infancia en los años setenta, adolescencia en los ochenta) sin duda recordará cómo se nos insistía en que éramos diferentes a los demás latinoamericanos. Nosotros éramos más educados, más europeizados, más blancos' Y eso explicaba por qué no teníamos Ejército ni guerra ni guerrilla. Los problemáticos, peleones e incultos eran nuestros vecinos, ¿se acuerdan?

Los otros. Los violentos son los otros, los nicas, los salvadoreños, los colombianos... Es lo que nos gusta creer. Pero nuestra paz estaba basada en un chauvinismo ingenuo y, ahora, como la jarana, la violencia nos ha salido en cara.

Los costarricenses, ese pueblo que hace unos años se declaraba en una encuesta “el país más feliz del mundo”, piensa en pleno que su mayor problema es la inseguridad ciudadana, a la que podríamos llamar también violencia civil.

Esa es la neurosis en que vivimos: por un lado sonriéndole al amigo encuestador, diciéndole que somos felices (imagino que “gracias a Dios”), y, por otro, muertos de miedo y angustia. Mientras tanto, la creencia de que esto es una fatalidad que nos ha venido de fuera no solo no se sostiene, sino que no ayuda en nada.