La lira de Orfeo

Orfeo y Eurídice La historia de la ópera comenzó recordando un conmovedor mito griego

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

El mito de Orfeo –y no la fábula en sí misma– es tal vez el más productivo tema en el desarrollo occidental de la lírica, entendida esta como canto escenificado o argumentado. No en vano, la expresión ‘lírica’ deriva de ‘lira’, y, forzando la parodia de Rick Blaine en Casablanca , acaso diría Orfeo: “De entre todas las liras de todas las ciudades del mundo', ella viene a la mía”.

La lira es la poesía, y Orfeo es el poeta. A nada conduce ignorar tal condición. Orfeo es el poeta absoluto pues agita el mundo con su canto, conmoviendo indistintamente las cosas materiales y las inmateriales. Hablando del canto órfico, Jacques Lacarrière diría: “La razón de ser del poeta no es aprobar el mundo, sino mejorarlo”.

Origen de un antecesor de Homero. El nombre Orfeo parece provenir de los vocablos fenicios ‘aur’ (equivalente a ‘luz’) y ‘rofae’, que significa ‘curación’. De tal manera, Orfeo sería “aquel que cura mediante la luz”.

Lo cierto es que la figura del poeta mítico equivale a armonía. Su relación con las esferas superiores del conocimiento le permite someter los elementos, las cosas y las personas –dioses incluidos– a la voluntad de su canto. Incluso las rocas –ostentosos ejemplares del reino mineral– se acercan a escucharlo, mientras los ríos se devuelven en su curso con igual propósito.

Tal y como hicieron el príncipe Tamino con la flauta mágica (la Zauberflöte mozartiana) y Francisco de Asís con su lengua celestial, Orfeo somete, con su canto, a las fieras que encuentra en su camino.

En sus viajes con los Argonautas –ocasión en la que se lo dispensa de remar–, Orfeo consigue desplazar el Argo varado en la playa hasta el mar abierto, así como separar dos islas errantes que impedían el paso de los navíos. Todo lo hace sin contar con el objeto principal de su presencia: impedir que el canto mortal de las sirenas impacte los oídos de los argonautas.

Inmanuel Schikaneder –autor del libreto de Die Zauberflöte – no se atrevió a reconocer en Orfeo la omnipresencia de Hermes, ni a endosar el contenido esotérico de la ópera de Mozart a la extraña flauta. En contraste con la cauta actitud anterior, la leyenda describe el tránsito en la posesión de la lira sagrada, desde Hermes –su inventor– a Apolo.

En un trueque con Hermes, Apolo recibe la lira y la flauta a cambio de su caduceo, que devendrá en tradicional símbolo hermético. A su vez, Apolo entrega la lira hermética a Orfeo, quien –en homenaje a las Musas– aumenta el número de cuerdas del divino instrumento, de siete a nueve. Tal número equivale a una cuerda por cada una de las compañeras de su madre, la musa Calíope.

A partir de ese instante, el poder del canto órfico es avasallador. Se echa a sus pies el inflexible Cerbero, perro de tres cabezas que guarda los Infiernos; las esquilianas Euménides ceden a su ingreso; la rueda de Ixión cesará su perenne girar; Tántalo dará al olvido su hambre desgarradora, y los reyes del inframundo –Hades y Persépone– no podrán negarle lo que les pide.

Un poeta en los Infiernos. Obviamente, el presente subtítulo no pretende relacionarse con la operetta del germano-francés Jacques Offenbach, cuyo vertiginoso cancán ( Ce bal est original ) escuchamos por doquiera, llenándonos acaso de otra forma de luminosidad, si bien mucho menos habitual por su hilarante carácter.

El descenso del Poeta al inframundo tiene por objeto la búsqueda de su esposa, Eurídice, bella ninfa de Tracia, a quien una serpiente ha segado la vida. Las canciones que Orfeo entona son de una tristeza tan devastadora que ninfas y dioses lo incitan a descender a los Infiernos, sitio que ningún mortal ha hollado jamás.

Tras sortear mil peligros en compañía de su lira, Orfeo, suplicante, reclama ante Hades y Persépone el permiso para que Eurídice pueda volver al mundo de los vivos. Hondamente conmovidos por su canto, los reyes del Inframundo acceden al reclamo con la condición de que Orfeo no habrá de volver su rostro hasta que Eurídice se encuentre a la luz del Sol.

Orfeo supera exitosamente la condición de Persépone –amén de otros obstáculos–, pero, cuando su amada no tiene aún todo el cuerpo bajo los rayos solares, el Poeta vuelve su rostro para contemplarla. Como resultado, Eurídice se desvanece entre las sombras para siempre.

La primera ópera “lírica”. La forma artística de la ópera tiene sus orígenes en el héroe de una obra de Claudio Monteverdi, La favola d’Orfeo (La fábula de Orfeo).

En el año de 1600 celébrase en Florencia la calculada boda entre el rey Enrique IV de Francia y la florentina María de Medici, cuyo sustrato financiero motivó para esta el sobrenombre de la grosse banquière (la banquera gorda).

Al acontecimiento asisten el duque de Mantua, Vincenzo Gonzaga, y su pomposa corte. Como acto celebratorio se interpreta la obra Euridice , de Jacopo Peri, basada en los amores entre Orfeo y Eurídice, según la narración de Virgilio. La obra de Peri es tan exitosa que Gonzaga encarga a Monteverdi una misión semejante.

El desafío de Gonzaga al compositor de Cremona era inédito para quien portaba toda la tradición polifónica. Se trataba ante todo de crear una obra dramática según el patrón que Jacobo Peri y Giulio Caccini –músicos de la Camerata Fiorentina– habían establecido con sus respectivas versiones de Euridice . Ambas obras integraban un nuevo estilo, llamado stile rappresentativo , identificado por el empleo de una sola voz que declama sobre un somero fondo instrumental.

La radical innovación suponía un cambio en la mentalidad: el abandono de la polifonía y del entramado armónico de distintas voces, y la adopción del cultivo de una línea melódica única; en otras palabras, una monodia con acompañamiento.

El resultado fue La favola d’Orfeo , composición con la que Monteverdi superó con creces el modelo de Peri y de Caccini, y sentó las bases de la ópera, tal y como hoy la conocemos.

Obviamente, Orfeo ed Euridice , de Christoph Willibald Gluck, será la obra del siglo XVIII que instituye el cambio de mayor relevancia en la composición del drama lírico.

Otras versiones sobre el mismo mito son las de Luigi Rossi (1647) y Ferdinando Paer, quien produjo su primera ópera, Orphée et Euridice , en Parma en 1791.

Ejemplos similares los encontramos en Franz Joseph Haydn, L’anima del filosofo, ossia Orfeo ed Euridice , y la moderna creación de Jean Roger-Ducasse, de 1912. Por su sensibilidad, no se puede excluir el filme Orfeo negro , del francés Marcel Camus (1959), a su vez basado en el Orfeu da Conceição , del brasileño Vinicius de Moraes.

El insólito poder del canto. Orfeo pertenece a ese tiempo original, nos dice Lacarrière, “en el que las palabras y los sonidos tienen aún poder sobre los seres y las cosas”, como lo enseña Hermes Trismegisto. Orfeo mantiene inmutable la potestad de descifrar los ecos, de revelarnos la belleza oculta y de descodificar el demoledor poderío del lenguaje unido al Canto. ¿Habremos perdido en Babel la potestad del coloquio con los dioses?

Por todo ello, señala Lacarrière, la magia del canto es, para el hombre, de hoy mucho más trascendental que los códigos genéticos.

La cualidad metafísica del canto –puente de una sola vía hacia un universo suprasensible– hallará siempre la mezcla perfecta entre lo terrenal y lo divino, sin artificios ni pretensiones.

En los tiempos a transcurrir, el Hombre permanecerá extático ante la belleza simple de la obra de un cantor, que irrumpirá en su vida a manera de un insólito Arcano.

Acaso conmovido por la belleza del canto de Orfeo, Júpiter destinó la lira y su cantor a lo más alto del firmamento, al nadir de la noche etérea.

Hölderlin, poeta del sufrimiento, nos indicó que “sólo al canto le es dado revelarnos los arcanos”. Pues bien, al margen del sortilegio del Tarot , a cuya baraja estos pertenecen, la alusión del visionario bardo de Lauffen equivale a entender la lira de Orfeo como el signo revelador que nos devuelve a los tiempos de los poetas de otrora.