La felicidad del autoengaño

Lo que debería haber sido acicate es hoy conformismo

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Nic Marks le ha puesto en bandeja de plata al Instituto Costarricense de Turismo el eslogan perfecto para promover al país en el extranjero: “Costa Rica es el país más feliz del mundo”. ¡Casi nada!

Marks, investigador social británico, vino por aquí hace tres semanas y recordó ese maravilloso hallazgo al que llegó en el 2009 el Índice Planeta Feliz, un estudio que él y sus colaboradores efectúan cada dos años para establecer el ranquin de las sociedades más felices y, por supuesto, de las que están al final de la lista con el ceño fruncido.

El análisis se monta sobre tres variables: expectativa de vida al nacer, prácticas ecológicas y nivel de satisfacción personal. Marks y su equipo estudiaron 143 países, y Costa Rica salió premiada con el primer lugar. ¡Felicitaciones!

Con el perdón de Marks, este tipo de estadísticas le ponen a uno en guardia, pues nada hay más subjetivo que la felicidad.

Realidades objetivas. Pero, aun así, hay realidades objetivas que contribuyen a la felicidad y al bienestar, o a todo lo contrario. Eso de que el país tenga una media de vida de 79 años, una de las más altas del mundo, y use bien sus recursos naturales es una excelente noticia. La desilusión es que se trata de verdades a medias. Una probable octogenaria existencia, sí, pero todos en ascuas por el riesgo de morir de un balazo. Y, en contraste con los cuidados parques nacionales, las ciudades exhiben, impúdicas, la suciedad en las calles, y varios ríos son el reino soñado de los coliformes fecales. El Tárcoles se lleva la palma.

Aquí la madre del cordero es que nuestras vidas se hacen –también se deshacen– juntamente con las cosas y con los otros. Por eso, las sociedades de hoy exigen un mínimo de seguridad y confort. Es la tan traída y llevada “calidad de vida”.

He ahí, precisamente, una de las asignaturas pendientes de Costa Rica. La lista es larga, pero valgan algunos ejemplos: una red vial infrasubdesarrollada; aceras, cuando las hay, por donde hay que caminar con la vista fija en el suelo para no romperse la crisma; falta de amplias y aseadas zonas verdes; transporte público deficitario y deficiente; telefonía móvil defectuosa; exasperante contaminación sónica; infinitas filas y engorrosos trámites, sobre todo en las entidades estatales; servicios, públicos y privados, en los que el cliente se siente como un guiñapo; usuarios y consumidores estafados... y sálvese quien pueda'

A las puertas del edén. En la investigación de Marks faltaba poner la guinda al pastel: preguntarle a la gente cómo se siente. El resultado confirmó que el país está a las puertas del edén, pues el 85% de los encuestados afirmaron ser felices y estar satisfechos con su vida. ¡Formidable!

Entrados ya en subjetividades y relativismos, solo queda un respetuoso silencio. Cada quien es cada cual, con el pleno derecho de pensar y sentir lo que le dé la gana. Esto no impide conjeturar las razones que podría tener esta sociedad para responder de esa manera. Un punto de partida quizás sea la exultante exclamación del “pura vida”, convertido en una especie de marca país.

El “pura vida” –escribí hace tiempo y lo repito hoy– es una evocación del paraíso perdido que todos anhelamos, donde la vida, exenta de dolor, esfuerzo y contratiempo, era tan pletórica y pura, que era pura vida. Seguramente, más de una vez, Adán y Eva retozaron gritando, llenos de regocijo, “¡pura vida!”. Solo ellos pudieron pronunciar, con absoluto sentido y verdad, estas dos palabras, que resumían su envidiable y perfecta circunstancia, hasta que una manzana les hizo probar los sinsabores y rigores de la existencia humana. Con el primer mordisco, la vida trocó su pureza en dureza y nos echó a todos a un valle de lágrimas.

Aquí el “pura vida” tiene el denominador común de la entera despreocupación, rayana en la irresponsabilidad. En ello hay una pizca de excusa y mucho de imperdonable modorra: Costa Rica es diferente.

Las reformas sociales efectuadas en los años cuarenta del siglo pasado –tema ya tratado por historiadores y sociólogos– le marcaron al país un antes y un después. Siendo apenas una aldea, esta sociedad se adelantó a su época al instaurar, entre otras cosas, garantías laborales, y universalizar la medicina y la educación. Los líderes de entonces hicieron gala de una extraordinaria visión de futuro y de modernidad. Los beneficios no se hicieron esperar y corrió la fama de una “Suiza centroamericana”.

Tributo al pasado. Todo iba de perlas, pero lo que debería haber sido acicate es hoy autocomplacencia y conformismo. De ahí al autoengaño y a la ausencia de criticidad hay solo un paso. Una vez dado, se obtiene la felicidad de creer que se está en el mejor de los mundos posibles, en una sociedad “pura vida”. Y es que el país, como Narciso en las aguas del lago, se mira una y otra vez en el espejo de los logros de antaño, y sigue pagando tributo al pasado.

Cierto es que Costa Rica ha acumulado un buen potencial para el despegue hacia un mayor desarrollo: atracción de inversión extranjera, creación de fuentes de trabajo, más competitividad en los mercados internacionales, una amplia clase media, mano de obra cualificada, y técnicos y profesionales de valía, por ejemplo. Lo más irritante es que no despega. Buena culpa de ello está en el lado de la clase política, esclerótica, sin mente prospectiva, carente de grandes líderes, apegada a la inmediatez, a solucionar, a duras penas, urgencias puntuales.

A veces surgen milagros: quizás, algún día, el país se decida a empuñar la pértiga para dar el salto. Cuando eso ocurra, hay que llamar a Marks para ver cómo sale la encuesta.

De momento, confiemos en que el Instituto Costarricense de Turismo no eche mano del eslogan, pues más de uno podría denunciarlo por publicidad engañosa. O ¿no?