La canción del oficio

Versos personales El reconocido escritor nos guía por el camino de su poesía, extenso y apreciado

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“El artista no se siente diferente. La sociedad lo diferencia. En cierto momento, hacia la adolescencia, le da un codazo y le dice: -Usted no es de los nuestros. Y él se queda con ese codazo doliéndole en las costillas. Ser poeta es, pues, tener un dolor permanente en el costado”.

Después de leer esta definición del poeta colombiano Jaime Jaramillo Escobar , se me vino de súbito el golpe en el costado y volví a sentir, en carne propia, el escarnio y la humillación de la que fui víctima, la que me apartó de los otros y me sacó de La república de Platón.

Sin embargo, mi herida o el codazo no me lo dieron ni en la pubertad ni en la adolescencia, sino en la niñez. Cursaba el cuarto grado de primaria en el Colegio La Salle en la década de los cincuenta. Los lunes era costumbre que el hermano prefecto de secundaria y el de primaria –desde el balcón del segundo piso, frente a todo el colegio en formación por niveles– leyera las buenas y las malas noticias. Las malas siempre recaían sobre los estudiantes díscolos o indolentes.

Por razones disciplinarias, los hermanos lasallistas usaban unas famosas tarjetas: la blanca, la rosada y la roja. La blanca era un primer aviso, la rosada una semana de suspensión del colegio y la roja la expulsión definitiva. Los premiados con tal distinción debían salir de sus filas y subir las escaleras donde, a vista y paciencia de todos, recibían el galardón.

Pero ¿qué podría haber hecho un niño de escasos nueve años para recibir tan temible distinción? Por más que indagué, nunca supe a ciencia cierta cuál fue el móvil que me valió la boleta rosada, la semana de suspensión. Lo que sí recordé es que subí la escalinata de la humillación llorando y no paré de llorar hasta llegar a la casa. Fue tanto el llanto que derramé que mis padres no me regañaron ni me castigaron.

Entonces entendí, después de leer al poeta colombiano, lo que nunca había sabido, que mis detractores ya habían detectado en mí los gérmenes salvajes de la poesía y que, a partir de allí, la persecución sería más severa. Empezaron los castigos a la salida de clases: multiplicar 7989 a la novena potencia o repetir –como Bart Simpson– “No animaré a los demás a volar'”.

También aumentaron las tizas lanzadas con tino a mi abstracción cuando, perdido, a través de los ventanales, miraba el aeropuerto de La Sabana con sus vacas y sus potreros, o me quedaba pensativo en las transparencias de la nada.

Lo que tenía que suceder sucedió: en el segundo año de colegio recibí la boleta roja, y por lo tanto la expulsión definitiva del “Colegio de la Salle, tan querido, aquí nos tienes hoy vibrantes de emoción'”.

Me tocó repetir el segundo año en el colegio Calasanz, pero, como ya venía con la señal de la poesía en la frente (aunque no lo supiera), fue poca mi estadía en él: tan sólo seis meses me soportaron en sus aulas, y de allí, sin boleta roja, fui expulsado definitivamente.

Mis padres corrieron para matricularme esta vez en un colegio público, el Liceo Luis Dobles Segreda, para así no perder otro año ni repetirlo; pero, a pesar de que no eran hermanos ni curas, sufrí el recelo del director y su camarilla; y, aunque gané el año, no se me permitió ingresar de nuevo a la institución.

El Liceo José Joaquín Vargas Calvo va a ser el que me reciba y me condicione a una vigilancia casi policial. Con sólo un guiño salido de tono era enviado directamente a la dirección. Me salvó el baloncesto de no ser expulsado. Ser jugador titular de la selección del colegio me ganó ciertas simpatías y pude, a través de los años, sacar al fin mi anhelado bachillerato.

La permanencia en esta casa de estudios fue relevante para despertar esa otra voz, la voz de la poesía, y va a ser justo a finales del curso lectivo cuando surgen los nexos de lo que sería el inicio de “este oficio de ciegos tercos”, como afirma el poeta portugués Fernando Pessoa.

El profesor de matemáticas me hizo la advertencia en clase de que era mejor dejar matemáticas para recuperación puesto que estaba obligado a sacar un nueve y no iba tan bien en las otras materias de bachillerato. Me pareció sensata su reflexión y le dije que sí, que estaba de acuerdo. De pronto una voz, a mis espaldas, me dijo:

–Maje, usted parece un río: cuando ve una piedra la bordea. Preséntese, yo lo ayudo–.

Así fue. El dueño de esa voz, mi compañero Carlos Rapso, me enseño a estudiar, cosa que no había aprendido nunca, y resultó ser también una guía para el poeta desconocido que habitaba oculto en mí.

Dos libros que me prestó me marcaron definitivamente: Carta de un gusano a Jesucristo , de José María Gironella , y Una burbuja en el limbo , de Fabián Dobles . El loco Ríos, personaje central de la novela de Fabián, va a ser un icono para esta nueva vida, para esta nueva percepción de mundo.

El espíritu rebelde de este joven enfrentado al orden establecido (a los profesores que pensaban que la inteligencia entraba a golpes), disfrutaba de los potreros, pero sobre todo de esculpir ángeles en las ramas de café. Este joven va a ser símbolo y héroe de mi porvenir.

Después de emerger de una burbuja en el limbo ya no hubo reposo para mi espíritu y, ante mi incapacidad para tallar ángeles en la madera, hice lo del bueno de Manuel Ríos, quien se aferró al hábito del verso, a esta terca ceguera que busca un Sol menos turbio entre las nubes.

Empecé a trabajar a solas y en silencio, sin compartir lo que escribía con mis amigos del barrio, que no veían con buenos ojos “esas mariconadas”.

Cuando ingresé a trabajar al Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes ya contaba con un número de poemas que podrían formar un libro. Como nadie –excepto yo– los conocía, intenté, a través de una amiga, secretaria del ministerio, obtener una opinión sobre mi obra, escondido en mi timidez.

Para tal efecto mandé primeramente mis versos incipientes a un poeta nacional que laboraba en la institución. La respuesta que me dio a través de mi amiga fue que mejor me dedicara a otra cosa; sin embargo, persistí y busqué un segundo diagnóstico, esta vez con el poeta salvadoreño José Roberto Cea, exiliado político en nuestro país y parte del equipo del Ministerio de Cultura en ese momento.

El poeta me mandó llamar y me publicó tres poemas en la revista cultural Abanico , de La Prensa Libre , diciendo en la presentación de ellos:

“Un joven que trata de encontrar su voz, su acento, su tono poético. Las imágenes literarias que logra este joven escritor, algunas con el destello insospechado de la piedra en bruto, denotan una marcada sensibilidad, espontaneidad y un anhelo vehemente de trascendencia”.

Leerme en la letra impresa acrecentó mi compromiso con el quehacer poético. Dejé entonces de estudiar derecho y me pasé a la carrera de periodismo, pensando que estar en contacto con las letras me ayudaría en mi desarrollo personal y literario.

Así me inicié como redactor del desaparecido diario Excélsior de Costa Rica; pero no duró mucho esa alianza: poesía y periodismo no riman. Decidí entonces renunciar para emprender un viaje introspectivo hacia la mítica Europa. Gracias a ese viaje surgió mi primer poemario.

Al regreso, tuve la ocasión de publicar, Las huellas del desencanto , en el año 1983, con la Editorial Andrómeda. Después de ese primer libro surgieron todos los demás, que –hoy unidos en un mismo cuerpo– conforman La canción del oficio .

Agradezco a Juan Hernández por su persistencia y por este hermoso trabajo editorial que hoy sale a la luz como un libro nuevo . También le agradezco la relectura que tuve que hacer de mí mismo y la crónica que se desprende de ese reencuentro.

El libro “La canción del oficio” ha sido publicado por la Editorial Germinal.