La caída de un imperio

Cuna del automóvil y prototipo del sueño americano. Hoy, el abandono, el desempleo y la violencia reinan en Detroit. El sueño se ha transformado en pesadilla. La otrora cuarta ciudad más grande de EE. UU. se ha convertido en impotente espectadora de su decadencia.

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Como la boca de un boxeador viejo, los barrios de Detroit tienen más huecos que dientes. Donde antes había casas, ahora hay ruinas. Como los grandes imperios, la que una vez fue la cuarta ciudad más grande de Estados Unidos está hoy en una decadencia que lleva a certificar su necesidad de respiración asistida para seguir viviendo.

Un ejército de vagabundos ocupa las calles del centro de la ciudad al caer la noche. Como si de una película catastrofista de ciencia ficción se tratara, Detroit parece haber sido devastado por una bomba de neutrones y catapultado a un apocalíptico siglo XXII cuando solo despunta el XXI. Detroit es un mundo perdido, o al menos una ciudad perdida en la que las huellas de la grandeza de su pasado están presentes en cada esquina, ajadas y moribundas.

Cientos de edificios abandonados se alinean como trágica prueba del sueño americano que se convirtió en pesadilla. Nada presagiaba este final cuando, en 1913, un hombre llamado Henry Ford iniciaba el ascenso a la gloria de Detroit creando la primera gran cadena de montaje de automóviles y ponía en nómina a 90.000 trabajadores para que fabricaran el Ford modelo T, el que resultó ser el auto favorito –y asequible– de la sociedad trabajadora industrial.

La prosperidad llamó a la prosperidad y el dinero al dinero, y los monumentales rascacielos empezaron a diseñar un nuevo horizonte de la ciudad.

La estación Central de Michigan, comida por las malas hierbas e imposible de recorrer sin sentir el crujir de cristales rotos bajo los pies. El Banco Nacional de Detroit, en la actualidad saqueado y carcomido por el óxido, tras ser abandonado. El teatro United Artists, ahora con las cortinas desgarradas... Los tres tienen en común que son testigos de un mejor tiempo pasado.

Ingenieros visionarios y empresarios se asentaron en un emplazamiento privilegiado de los Grandes Lagos. La población alcanzaba los 2 millones de habitantes en la década de los cincuenta; hoy no llega ni al millón. Detroit había hecho su propia revolución y parecía imparable.

Huyendo de la segregación que las leyes Jim Crow imponían en el sur, los negros llegaron a Detroit respondiendo a la necesidad de mano de obra, pero terminaron viviendo igual de aislados de los blancos que en sus sureños estados natales.

Mientras que ser blanco en Detroit en los años 50 era el sueño americano hecho realidad (casa propia con baranda blanca, salario cada fin de mes, niños que corrían felices y seguros en el jardín), muy diferente era el día a día de sus conciudadanos afroamericanos.

Una primera fotografía de la devastación de Detroit se mostró al mundo en 1967, cuando el presidente Lyndon Johnson sacó de Vietnam a la 82.° División Aerotransportada del Ejército para sofocar los disturbios raciales que dejaron un saldo de 43 muertos e hizo patente el racismo que imperaba en la ciudad.

Los disturbios de Detroit son de los más violentos de la historia de Estados Unidos. Tras los choques con la policía, la ciudad se asemejaba a una zona de guerra. Comercios saqueados, casas quemadas y 7.000 detenidos en cinco días de furia.

La pudiente población blanca huyó a las afueras –whiteflight– y dejó el centro de la ciudad para los empobrecidos negros.

Detroit se convertía en una ciudad de mayoría negra que en 1973 elegía a su primer alcalde de esa raza, Coleman Young, quien dedicó gran parte de sus últimos 20 años en el poder a ejercer la política de la venganza.

Young nunca escondió sus objetivos y se atribuía a sí mismo el cargo de MFIC (mother fucker in charge, ‘un hijo de puta a cargo’). Detroit se moría lentamente.

El empuje asiático en la fabricación de autos selló definitivamente la lenta decadencia de la cuna del automóvil que la ha postrado en un aterrador estado de momificación para quien conociera sus años dorados.

El Rust Belt (cinturón del óxido), el cinturón industrial que junto a Detroit engloba a ciudades altamente industrializadas como Buffalo, Gary, Flint o Pittsburg, comenzaba su caída en picado hacia el abismo del desempleo y el desmantelamiento de las plantas de trabajo.

El lugar que vio nacer la música negra motown en los años sesenta encumbraba en el 2000 a Marshall Bruce Mathers, un rapero blanco más conocido como Eminem, que cantaba a la 8 Mile Road, la calle al norte de la ciudad que sigue marcando la frontera entre lo blanco y lo negro.

El crimen crece como la espuma y siete de cada 10 asesinatos se quedan sin resolver.

Cerca de la mitad de los niños de Detroit entran en la categoría de pobres. La mitad de las escuelas públicas de la ciudad han sido cerradas y los locales saqueados.

Más edificios abandonados, dejados morir lentamente ante la mirada fría de la implacable cámara. Adiós para siempre al tejido que compone una arquitectura civil: tribunales, bibliotecas, comisarías de policía, piscinas. Iglesias convertidas en improvisados lugares donde abandonar carros para que convertirlos en chatarra. Hoteles con sillas desvencijadas y pianos destruidos. Relojes detenidos en el tiempo.

La cifra de desempleo oficial en Detroit se sitúa cerca del 28% –en Nueva Orleans, después de que el huracán Katrina y la incompetencia de la administración de George W. Bush devastaran la ciudad, la cifra de desempleo llegó al 11%–. Mas quienes sufren cada día el desarraigo al que los ha sometido su propia ciudad dicen que la falta de empleo es mayor y ronda el 50%.

Si una vez fue un lugar donde se ansiaba vivir, en estos tiempos es una cárcel. En Detroit, han desaparecido muchas tiendas y supermercados.

En su momento de esplendor, The 3 Big (Ford, Chrysler y General Motors) construían cuatro de cada cinco carros que se hacían en el mundo. General Motors era el mayor empleador privado del planeta, solo superado por el número de empleados que tenía la antigua Unión Soviética.

El lema de la ciudad está más vigente que nunca: “Speramus meliora; resurget cineribus” (‘esperamos cosas mejores; resurgirá de las cenizas’).

Pero, como las pirámides de Egipto, el Coliseo de Roma o la Acrópolis de Atenas, los edificios rotos de Detroit son la muestra de la caída de un imperio.