La apoteosis del chile independiente

Planta domesticada en México que se ha apoderado sabrosamente del mundo.

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Cuenta una leyenda que la diócesis de Puebla ofreció un banquete al arzobispo y virrey de la Nueva España, Juan de Palafox. Frente al compromiso, el cocinero fray Pascual estaba particularmente nervioso y comenzó a regañar a sus pinches por el desorden imperante, al mismo tiempo que, urgido, en una charola amontonaba los jitomates, el ajonjolí, las pasas, los cacahuates (maníes), el anís, la canela, el ajo, las tortillas, los bolillos, el azúcar y el chocolate, así como los diferentes chiles mulato, ancho, pasilla y chipotle, todos para guardarlos en la despensa.

Tal era la prisa de fray Pascual que tropezó y desparramó todos los ingredientes en la cacerola donde se cocinaban unos suculentos guajolotes (pavos), arruinando así la comida que estaba a punto de servirse.

Ante el percance, fray Pascual comenzó a rezar para que se salvara el negruzco menjurje, agregando tan solo una pizca de sal. Más tarde, él mismo no pudo creer lo que oyó: los comensales elogiaban al accidentado y picante platillo, al que llamaron “mole”. A partir de entonces, los apurados cocineros invocan al santo: “San Pascual Bailón, atiza mi fogón”.

Este relato del folclor mexicano ilustra la importancia que tiene el chile en el arte culinario de ese país, representado por más de 200 variedades, la mayoría de ellas provenientes del arbusto Capsicum annuum, especie domesticada en las Américas hace unos 7.500 años.

En todas partes. No es casualidad que el 90% de las especies de chiles consumidas en el mundo sean de origen mexicano. El resto proviene del Caribe, Centroamérica y Suramérica, sobre todo del Perú y de la cuenca amazónica. Sólo en México se consumen más de 700.000 toneladas anuales, entre chiles frescos y secos.

Tampoco deja de sorprender que los morrones mediterráneos, los pimientos al piquillo ibéricos, los curris de la India y de Ceilán, el wat y el berberé etíopes, los guisados chinos de las regiones de Szechuán y la páprika húngara –considerados platos típicos en sus respectivos países– sean apenas cente-narios y todos derivados de las variedades domesticadas del Capsicum mexicano.

Esos chiles, comidos cotidianamente por una tercera parte de la población mundial, fueron llevados a los cinco continentes por navegantes españoles y portugueses desde los puertos mexicanos de Veracruz (Atlántico) y Acapulco (Pacífico) durante el siglo XVI.

El componente “picante” del chile se llama capsaicina , una molécula pequeña hidrófoba (repele el agua, pero se disuelve en alcohol y grasa) capaz de atravesar las membranas celulares. Al ser masticado, el chile libera la capsaicina, la que se une a los receptores vanilloides VR1 de las células nerviosas de la mucosa de la boca.

Esos receptores son canales que normalmente están cerrados, pero que, al unir la capsaicina del chile, se abren y dejan pasar átomos ionizados de sodio (Na+) y calcio (Ca++) a las neuronas sensoras que van de la mucosa de la boca a la médula espinal y de ahí al cerebro.

La entrada de calcio induce la activación de las neuronas y eventualmente la transmisión eléctrica que causan la liberación de glutamato y de una molécula llamada “P”. Esta última sustancia es un mensajero neuronal encargado de trasmitir la información a diferentes zonas del cerebro, especialmente al hipotálamo y al locus coeruleus (ambos, en la base del encéfalo), el que finalmente interpreta que “algo se está quemando”; es decir, el cerebro siente la “enchilazón”.

A partir de ese momento, el cerebro envía señales de alerta a la mucosa de la boca, la que, en esfuerzos desesperados por deshacerse de la capsaicina, incrementa su producción de saliva. Al mismo tiempo se estimulan la respiración y la liberación de adrenalina, lo que aumenta la sudoración, el flujo de sangre, el ritmo cardiaco, el lagrimeo y la dilatación de las papilas gustativas.

Poderes furtivos. Para quienes tienen baja tolerancia a la capsaicina, todos esos eventos se acompañan de un baladro desesperado reclamando “¡Agüita, por favor!”; no obstante, al ser la capsaicina insoluble en agua, este preciado líquido –en otras circunstancias, apaciguador de ardores– es incapaz de lavar el picante de la boca.

Un remedio conocido es comer grasa y tomar una bebida con alto contenido de alcohol: algo así como ingerir tequila con chicharrones que disuelvan y diluyan la capsaicina. Si el picante no merma, siempre se tiene la alternativa de “sumergir la pena en alcohol”.

Entre otras cosas, los receptores vanilloides de las células nerviosas son los que naturalmente perciben las altas temperaturas; los que se abren y permiten la entrada de calcio para trasmitir el mensaje y alertar al cerebro sobre una quemadura. Así, la capsaicina del chile engaña a las células nerviosas dando una señal falsa de “quemadura”.

Aun más, las regiones basales del cerebro –como el hipotálamo y el locus coeruleus, que estimula la capsaicina del chile– son las mismas regiones que se activan durante el pánico y el estrés, alertando al cerebro. ¡Placer masoquista...!

Además de sus cualidades nutritivas como fuente de vitaminas que evitaron el escorbuto de los marineros de antaño, la capsaicina del chile (vendida bajo diferentes marcas) se ha usado para contrarrestar el fumado y la drogadicción, y tiene propiedades farmacológicas importantes, tales como la acción anticancerosa y el tratamiento de la artritis, la osteoartritis, la neuropatía diabética, los dolores musculares y las neuralgias, solo para mencionar algunas.

Picante y sabroso. La industria usa el chile en múltiples formas, desde adornos y sazonadores hasta la fabricación del “ginger ale”. Con la capsaicina del chile se elaboran repelentes de insectos así como aerosoles para rechazar maleantes y ahuyentar perros, y soluciones para evitar el ataque de tiburones.

Se exploran las propiedades antiséptica e insecticida del chile para proteger cultivos sin dañar el ambiente. Como decían los abuelos, “es la pomada canaria”.

La capsaicina protege a los chiles del ataque de parásitos y predadores, como hongos, insectos y mamíferos. Por esto, las variedades de chiles “dulces” son generalmente más susceptibles al asalto de plagas por tener bajo contenido de capsaicina. No es coincidencia que esta misma estrategia sea usada por tarántulas para defenderse pues su veneno posee una sustancia que también se une a los receptores vanilloides produciendo “enchilazón”.

Por otro lado, las aves carecen de los receptores vanilloides VR1 de otros animales, de modo que no son susceptibles al efecto picante de la capsaicina y nunca se enchilan. Lo anterior representa un fenómeno adaptativo de coevolución: por un lado, las aves se benefician al ingerir las vainas del chile y, por el otro, dispersan las semillas favoreciendo la reproducción del arbusto.

Los mamíferos son muy susceptibles al chile, por lo que huyen de él, con la notoria excepción de muchos humanos que se han adaptado y despliegan un grado importante de goce eufórico a los efectos de la capsaicina del chile, la que también produce la liberación de endorfinas, las hormonas del placer.

A los doscientos años de la independencia de España, el chile sigue siendo el símbolo culinario más importante de México y su embajador más preciado. No en balde, una canción náhuatl poco conocida exhorta: “Ne quemin chili celictzin chocani, cogoctzin pero huelictzin”, la que, traducida, diría algo así: “Yo soy como el chile verde, Llorona: picante pero sabroso”.

EL AUTOR ES INTEGRANTE DEL PROGRAMA DE INVESTIGACIÓN EN ENFERMEDADES TROPICALES DE LA UNA Y DEL INSTITUTO CLODOMIRO PICADO LA UCR.