Isadora en Mesoamérica

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Yolanda Oreamuno (1916-1956) se mueve entre el mito y la literatura, entre la mujer fatal que temieron nuestros padres y abuelos por su vida independiente (y que hoy ya no asusta tanto debido al cambio de costumbres), y la escritora que renovó los medios técnicos de expresión literaria, no sólo en el ámbito local, costarricense, sino también centroamericano, según afirma el escritor nicaraguense Sergio Ramírez al referirse a ella como “admirable Isadora Duncan” de la literatura del istmo.

Retrospectivamente, escribiendo desde la segunda década del siglo XXI, llama la atención cómo, en la narrativa costarricense, en la llamada “generación de los 40”, Yolanda tiene un lugar destacado, por su perspectiva marginal de mujer inteligente y sensible en una sociedad machista, así como, en un plano más literario, por la renovación de técnicas y perspectivas narrativas que ella propició, con sus lecturas de Marcel Proust (a quien rinde especial devoción), de William Faulkner y de Eduardo Mallea, entre otros escritores.

En la historia de la literatura costarricense, la generación de Yolanda es apenas la segunda en la breve crónica de las letras locales, antecedida por el grupo “clásico-modernista” de los fundadores literarios de fines del XIX y principios del XX, como García Monge, Fernández Guardia y Brenes Mesén.

No hubo en Costa Rica una literatura colonial que sembrara antecedente, como sí pasó en el Perú, México o Guatemala. Apenas surgió en el siglo XIX desde una época colonial nublada por el clima rotundo en humedad y vegetación y por la pobreza flaca que entristece.

País que nació enclenque en un valle central demasiado lejano de costas y llanuras, encuevado nódulo de identidad nacional. País triste que juega de alegre, país de montaña que quiere ser de mar, país de saudade y conchería, que miente con su nombre pues la riqueza nunca ha sido lo suyo, más bien lo opuesto. Fue bautizado así por el propio Colón en su último viaje cuando tocó tierra, encandilado por el oro de unos pocos indios. Infirió de aquellas joyas deslumbrantes un reino que no existía.

Rico es si de ecología se trata, pero la ecología es un valor cultural más bien reciente, propio del catastrofismo ambiental de la (pos)modernidad, versión laica y secular de juicios finales y apocalipsis.

Linaje del exilio a Aztlán. Yolanda fue escritora de vocación temprana: empezó a escribir de niña, y como niña siguió escribiendo –como niña terrible, desde luego–. Niña malcriada en sociedad beata de macho patriarcal, mujer de belleza refulgente, lo que fue su virtud y su perdición pues en buena medida ha sido un modo de ningunearla intelectualmente.

Hablar de su belleza y no de su ira, no de su crítica, no de su tristeza. Hablar de su leyenda y no de su literatura: “yolandear”. Engolosinarse con su biografía y descuidar su texto. ¡Cuidado con el “yolandismo”! En la obra de Yolanda hay que destacar la dimensión de exilio que la alimenta: existencial, femenino, político, cósmico. No obstante, a veces hay forma de vencer el abismo de la separación, y entonces ella recurre al éxtasis de la naturaleza, del erotismo.

El exilio de Yolanda no es sólo suyo, sino de otros también pues se entronca con toda una “tradición” costarricense de artistas que eligen a México como destino (por diversas razones, aunque la más socorrida se refiera a la ampliación del horizonte estético y vital).

Aquella tradición se dio a lo largo de todo el siglo XX, desde los tiempos modernistas, con escritores como Rogelio Fernández Guell y Rafael Cardona. Vendrán después Alfredo Cardona Peña y Vicente Sáenz; a mediados de siglo, Yolanda Oreamuno y Eunice Odio, y por entonces en México muere Carmen Lyra, exiliada de la guerra civil de 1948. Sin embargo, no sólo los escritores se marchan. Se va peleado con su medio el escultor Francisco Zúñiga, que adquirirá luego fama mundial; se va la cantante de música popular Chavela Vargas, con similar destino de éxito, aunque más tardado.

Esos dos artistas –una en el campo popular, el otro en el culto– son los más famosos nacidos en Costa Rica, aunque su fama no ilumina a su patria, sino al país de adopción. Después de todo, ¿qué puede ser más mexicano que una escultura indigenista de Paco Zúñiga o una canción tequilera de Chavela Vargas?; y, sin embargo' Enigmas de la identidad nacional: espejeos, proyecciones, identificaciones'

Mitología del tico blanco. Según pensaban muchos en tiempos de Yolanda, México era un lugar de avanzada, cultural y políticamente hablando, el país de la Revolución (la primera del siglo XX), de la reforma agraria, del muralismo, de la renovación artística' Además de los antecedentes indígenas e hispánicos comunes, había una cultura mexicana propia, de carácter masivo y popular, que se transmitía (y se imponía) por medio de la música, el cine y luego la televisión. Si bien México era cercano a Costa Rica, tenía un aspecto que lo volvía otro, diferente, para la autopercepción tica: su indigenidad.

El discurso de identidad nacional se conformó con base en aquel valle lluvioso y pobre (el “Valle de las Sombras”, según la denominación de los antiguos huetares), ubicado en la frontera evanescente entre la Nueva España y la Nueva Granada, en la Última Thule de Mesoamérica, donde ya no había indios (pues se murieron por las plagas o se fueron a las montañas y a las selvas más profundas), donde cada cual (entiéndase inmigrante español, blanco o criollo o mestizo) debía cultivar su propia milpa para comer; allí, en esa fragua de agua y monte, nació el tico blanco, en aquel valle de sombras tropicales.

En el mito, a la blancura hispánica del origen se agregaron después nuevos genes níveos, de judíos conversos escondidos en la grey cristiana, de italianos, de alemanes, que robustecieron el discurso identitario nacional. Lo indígena era una otredad existente, sí, pero minoritaria, sin mucho caudal en la imagen de nación. Lo negro y afronativo, procedente sobre todo del Caribe panameño y jamaiquino de fines del XIX, se mantendría circunscrito a la costa atlántica. De lo chino, ni que hablar, tan invisible como el vacío de Buda.

El valle central, ombligo de sombras, seguiría blanco por unas décadas más. En Latinoamérica, Costa Rica era uno de los pocos pueblos blancos, como la Argentina y el Uruguay, uno de los pueblos “trasplantados” (de Europa a América), según la denominación que le daría después el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, sólo que no se estaba en el río de la Plata sino en Centroamérica, con la que el país compartía historia, pero no color ni raza.

La ruta utópica de su evasión. Con ese discurso blanqueado, nada es más distinto de Costa Rica que México, donde el discurso identitario es el inverso, uno que subsume (con razón o sin ella) la diversidad de la inmigración en el caudal indígena. Yolanda, ejemplar eminente de tica blanca, “híbrida de francés y criollo”, como ella misma decía, no es inmune a la ideología de la otredad indígena, por lo que en algunos de sus textos es posible encontrar estas marcas de separación de razas, solo que ella hace una lectura inversa: en vez de ocasión de atraso, lo indígena (en presentación mestiza y popular) se vuelve posibilidad de utopía e integración.

Unos pocos años antes de que muriera, tuve la oportunidad de entrevistar a Francisco Zúñiga en su casa de Tlalpan, al sur de la capital mexicana. Por entonces era muy mayor, estaba ciego, aunque seguía trabajando en su arte escultórico, ahora con barro que moldeaba al tanteo con sus frágiles dedos y su poderosa memoria táctil en figuras pequeñas, quizás reminiscentes de aquellas que, de niño, había hecho para el portal (el “nacimiento”, en mexicano) navideño de su familia y que fueron su primera escuela.

En la conversación salió el nombre de Yolanda Oreamuno. Me dijo que la última vez que la había visto fue en una banca de la Alameda, allá, junto a Bellas Artes. Hablaron durante largo rato. Ella le contó que había andado por Morelia apoyando a Cárdenas, emblema del México popular, que él respaldaba.

Sintomáticamente, los dos artistas ticos más exitosos en México, Paco y Chavela, son los que más se adhirieron a la visión indigenista y popular del país anfitrión (al grado de la total identificación).

Por todo aquello podríamos suponer que Yolanda, de haber seguido viva y escribiendo, quizás habría podido conseguir más reconocimiento literario de parte del nuevo medio, con la condición de seguir cultivando su cierto utopismo indopopular, sobre la base de su propio talento literario, que se le reconoció, pese a todo, no importa si a regañadientes, ya en vida, tanto en México como en Guatemala y en la propia Costa Rica.

El autor es escritor costarricense y profesor en la Universidad Autónoma de México.