Huellas de una muerte en Venecia

Un escritor alemán, una cineasta italiano y un compositor británico coinciden en tres versiones de una obra universal.

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En una carta a sus hijos Ericka y Klaus –huéspedes del Hotel des Bains hacia 1939– el literato germano Thomas Mann afirmaba, sobre una cita de su colega y compatriota August von Platen-Hallermünde, que “todo lo que resta de Venecia está en la tierra de los sueños”.

Von Platen adquiere celebridad durante el siglo XX, merced a la novela de Mann, Der Tod in Venedig (Muerte en Venecia) de la que deviene en impensado inspirador. No es casual que el nombre Aschenbach, con el que Mann bautiza su protagonista, sea una transposición de Ansbach, pueblo natal de Von Platen.

Al igual que el personaje literario al que da origen, el poeta germánico muere víctima de la peste, si bien en el territorio siciliano de Siracusa. De previo al novelesco desenlace, Von Platen había publicado una serie de sonetos venecianos y generado con su obra la aprobación de Goethe y la animadversión de Heine.

El tema no ha cambiado: un esteta creador, de madurez reflexiva y estacionaria, enamorado de un efebo de belleza homérica, que le genera una dependencia absorbente y fatalista. El destino de Von Platen será el de Gustav von Aschenbach, como pudo haber sido el del propio Mann, el de Visconti e incluso el de Benjamin Britten.

Muerte en Venecia no es una novela sobre la homosexualidad, ni recurso panfletario a favor de tal escogencia de vida, como pretende Luis Nueda. Es un poema estético sobre el enfrentamiento nietzscheano de lo apolíneo y lo dionisíaco que jalona el nacimiento de la Tragedia. Sus secuelas artísticas, de raíz común pero de muy diverso enfoque, remolcaron consigo toda la carga emotiva de sus respectivos recreadores, el cineasta italiano Luchino Visconti y el músico británico Benjamin Britten.

Crepuscular desafiante. De tan clara forma, al despuntar los setentas –mientras una generación hippie desfilaba hacia el fracaso– Benjamin Britten gestaba su propio crepúsculo. Aquejado de una grave dolencia cardíaca, el compositor inglés buscaba una obra que le permitiese revalidar, de una sola plumada, su condición homosexual ante un remanente sociedad victoriana que había despenalizado tal conducta hasta 1966.

Al propio tiempo (1970-1971) el cineasta italiano Luchino Visconti iniciaba la tortuosa tarea de dar forma al drama estético de un maduro creador, encarnado en la figura de Gustav von Aschenbach. Desde su notorio éxito de 1969, con el film La caduta degli dei (La caída de los dioses), el creador mediterráneo se preparaba para el reto que le imponía la dificultad de trascender el plano de la reflexión intimista y presentarlo gráficamente a un espectador desapasionado y crítico. Lo ayudaron en la labor una colosal actuación de Dick Bogarde y un casi inexistente reparto, en el que únicamente son mencionables la sensualidad otoñal de Silvana Mangano y la candorosa presencia del sueco Björn Andresen en el papel del adolescente Tadzio.

Entretanto, Benjamin Britten vivía plácidamente su relación de pareja con el tenor Peter Pears, en función de la admiración artística que éste le despertaba. Así, la inmensa mayoría de las obras posteriores a 1933, llevan el sello indefectible de la encubierta dedicatoria a su compañero sentimental. De la música vocal, operística o de cámara, un elevado porcentaje es compuesto por Britten con el claro propósito de que fuera Pears su intérprete principal. Veamos en este sentido Les Illuminations, Serenade, Nocturne, On this Island, Seven Sonets of Michelangelo, y Winter Words, todas concebidas para la voz del tenor.

Para algunos biógrafos de Britten, el hecho de que éste proyectase su canto del cisne sobre el tema de Thomas Mann, era prácticamente inevitable. Su principal biógrafo, Humphrey Carpenter, destaca la notoria tendencia del compositor de propiciar encuentros con jóvenes de su propio sexo, al borde de una convencional pederastia.

Por lógica consecuencia, el tema de una relación, aunque platónica, entre el decadente personaje de Aschenbach y un bello e inocente mancebo, era algo más que oportuno para su propia causa. Así lo entiende su libretista predilecta, Myfanwy Piper –a la sazón autora de los libretos de las óperas brittenianas The turn of screw y Owen Wingrave– quien el 11 de septiembre de 1970 le manifiesta en una carta que el tema escogido es “un argumento perfecto para ti en estos momentos”.

La adaptación. Pese a su entusiasmo, la escritora advierte expresamente la dificultad de conciliar la interioridad del monólogo de Aschenbach con el lenguaje tradicional de una ópera.

La solución la generan Piper y Britten a partir del antecedente de la obra de Arnold Schoenberg, el Pierrot lunaire. En la trascendental obra de la segunda década del siglo, el compositor austríaco había empleado el llamado sprechgesang (literalmente canto hablado), fórmula músico-teatral que da paso en Britten al recitativo secco con acompañamiento de piano. El compositor confía a la capacidad de Peter Pears el matizar su interpretación con las inflexiones requeridas para dicho estilo.

El compositor inglés, por cálculo o comodidad, optó por no involucrar el personaje de Tadzio –objeto de su admiración estética– como parte del elenco vocal. Suplió dicha ausencia con la grácil participación de un bailarín que asumiera dicho rol, y que representara a un tiempo la juventud y la belleza, casi desde la óptica de un suplantado Mephisto.

La trama de Piper incluye un Gondoliero y un Viajero (TheTraveler). Al propio tiempo, y siguiendo la línea estética impuesta por Nietzsche, la libretista y el compositor incorporan un personaje que representa a Apolo y otro que encarna a Dionisos.

La dialéctica que se gesta a partir de tal oposición involucra la danza de Tadzio sobre eficaces temas melódicos y concluye con la muerte anunciada: Aschenbach no sale nunca de Venecia y sucumbe ante los ardides de Apolo, sin otro trasfondo que el más puro esteticismo. Como en una tragedia griega, la consecuencia de la represión de Dionisos no podía ser otra que la muerte misma.

Al margen de tan eficaz división de roles, Britten utiliza recursos sugestivos: su afición a la música balinesa, originada en un viaje al sudeste asiático realizado en 1956, impregna la melodía de inéditos recursos rítmicos que –mediante el uso del gamelan, grupo percusivo indonesio– logran destilar sobre el escenario la íntima pasión del protagonista.

El grito de una minoría. La reacción de la contradictoria crítica ante el estreno tuvo el cuidado de subrayar la prestación vocal de Pears, que dio vida a uno de los roles más extensos y agotadores que se conocen. En el mismo plano, los comentarios de los especialistas acentuaron “el infalible instinto dramático del compositor” que, sin ceder ante lo panfletario, supo extraer de los monólogos del protagonista el grito de una minoría que pretendía ejercer, por vez primera en el Reino Unido, una presión social.

¿Músico, escritor o pederasta? El rol de Aschenbach, que Visconti personifica en un compositor (con repetidas alusiones a Gustav Mahler), alcanza en Benjamin Britten una identidad particular: es el esteta mismo quien, al margen de cualquier recurso dionisíaco, describe un submundo incomprendido que anuncia muerte y vida en un singular unísono de belleza y pasión, tan humano como la propia pérdida de la inocencia.