Horace no quiso patentar el Sol

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Horace Wells fue un dentista de extracción popular. Había nacido en 1815 en el pueblo de Hartford, estado de Vermont: en la costa de los Estados Unidos que la geografía y la cultura pusieron cerca de Europa. Entonces, Vermont residía al norte de las plantaciones de sol y látigos; los esclavos traídos de Haití todavía no eran los abuelos del jazz, y el Lejano Oeste aún vivía en México pues faltaba la guerra de 1848, que se pondría a jugar al rompecabezas con la geografía de los perdedores.

Horace no fue un genio, pero tuvo su “hora estelar”, como solía escribir Stefan Zweig de esos instantes en los que el universo no respira porque un ser humano o un pueblo tienen algo importante que decir.

La hora estelar de Horace Wells le llegó en una tarde de tumulto y circo, en el pueblo de Hartford, estado de Connecticut. Parece que a Horace le gustaba viajar entre pueblos de igual nombre, lo que es una forma agitada de ejercer el sedentarismo. Aquella tarde, Horace presenció los portentos de un mago.

A voluntarios, el mago Quincy Colton aplicaba gas hilarante (óxido nitroso), que hace reír sin elecciones. Luego de inhalarlo, alguien del público sufrió un golpe; Horace le preguntó si había sentido dolor, y el accidentado lo negó. En este, su momento estelar, Wells supo que el gas le serviría para anestesiar a sus pacientes. Así lo hizo, pero se negó a patentar el uso pues creía que la salud es patrimonio de todos porque el dolor es patrimonio de todos.

Después, con fea descortesía, la buena suerte dio la espalda a Horace. Por culpa de un asistente, fracasó la demostración pública de su anestesia. Humillado, Wells cedió el uso del óxido nitroso a su colega William Morton, quien patentó el gas para que no se le escapase por una ventana de oportunidad. Así pues, el dentista William Morton pasó a la historia y a cobrar.

Como antihéroe de revistas de pulp fiction , cual Orfeo sajón y provinciano, el desbaratado Horace Wells descendió a los infiernos.

Horace abandonó su profesión y su ciudad en busca de otra gente y de otros Hartfords. Fue vendedor ambulante de cepillos e inquilino volandero de hoteles de menos cinco estrellas. Huyó borrosamente a París y tornó a Connecticut enloquecido por la inhalación del cloroformo. Cierta noche, Wells arrojó ácido a dos mujeres. Lo encarcelaron y poco después se suicidó.

La comunidad científica reconoce a Horace Wells como un benefactor, pequeño mártir de la ciencia. “Wells nunca quiso beneficiarse de su descubrimiento pues lo consideraba un bien para la humanidad”, escribe el médico José Díaz Gómez ( La conciencia viviente , cap. XVI). Así también actuó Jonas Salk cuando rechazó patentar su vacuna contra la poliomielitis. “¿Se puede patentar el Sol?”, nos preguntó.