Helena Rubinstein: el poder de la belleza

Sentó las bases de la multimillonaria industria cosmetológica moderna e innovó con productos y atrevidas campañas. Víctima de su propia ambición, cayó fulminada en su oficina y murió olvidada en un hospital.

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En un mundo desolado por las guerras'llevó una vida irrepetible. Exiliada por sus padres a una granja ovejera en Australia, como una sacerdotisa de Afrodita destapó doce tarritos de crema facial y creó la idea moderna de belleza.

Así, sin un centavo levantó el primer imperio cosmético de la historia, amasó una fortuna incalculable, reunió una infernal colección de obras de arte y joyas y solo quería vivir 300 años para ordenar su vida.

“No hay mujeres feas, solo perezosas” profetizó. Nació como Chaja Rubinstein, en 1870 en la actual Polonia, pero cambió el nombre por uno más legendario: Helena, la más bella de todas las mortales.

Fue la mayor de ocho hermanos y, a los 24 años, sus padres Augusta y Neftalí Rubinstein le buscaron un marido de conveniencia. Prefirió el destierro y la fletaron con sus bártulos donde el viento se devuelve: Australia.

Ahí, en Melbourne, Helena Rubinstein alumbró a su mito. Las vecinas le envidiaban su cutis alabastrino y pronto descubrieron el secreto: aquellas cremitas que la previsora madre le había regalado para defender la piel del lacerante clima australiano.

En un santiamén pidió a sus parientes la fórmula del elíxir; envasó la crema y la llamó Valaze. El éxito fue escandaloso; comenzó a promocionar el producto en los periódicos y en 1902 fundó el primer salón de belleza del planeta. En menos de dos años ganó $24 mil, según reseñó un artículo de la Revista Hola .

Incansable y visionaria se lanzó a la conquista de Europa; ahí fundó academias, industrias y laboratorios de cosmética en Londres, en 1908 y, luego en París, en 1915. Helena innovó todo el concepto de mercadeo, inventó el colorete y la base de maquillaje, descubrió los tres tipos de piel y diseñó un producto para cada una.

Solo una sombra se interponía entre ella y la gloria absoluta: Elizabeth Arden. Esta era su caballo negro, su grano en el trasero, la “Blanca Nieves” que opacaba su esplendor.

Enemigas irreductibles, libraron la guerra personal más larga del siglo XX, que solo acabó cuando ambas cayeron fulminadas tras una vida esclavizada al trabajo: Helena, a los 95 años, en 1965; y la Arden a los 87, año y medio después.

Rivales enconadas, eran muy parecidas: pecho frondoso, melena arremolinada, piel de seda, gestos desafiantes y una energía volcánica. En 1915 Helena avanzó su armada hacia Estados Unidos y la Arden le cerró el paso; llegó a uno de los salones de Rubinstein en Europa y compró muestras de todos los productos; los analizó, reprodujo las fórmulas exactas y los hizo menos grasosos.

Arden se casó con Tommy Lewis, un banquero inglés que catapultó su negocio; mientras la otra estaba casada hacía años con Edward Titus, un simpático periodista y editor que conoció cuando publicaba sus anuncios en la prensa, con el que tuvo dos hijos: Roy San Valentín y Horacio.

Helena tenía inquina por todos. A Charles Revlon lo mencionaba como “ese hombre de las uñas”; a la Arden “la otra”, un día le contaron que un caballo la había mordido y Helena preguntó: “¿Y qué le pasó al caballo?”.

Las puyas entre ambas divas están plasmadas en Guerra de los cosméticos: sus vidas, su tiempo, su rivalidad de Lindy Woodhead.

Sin maquillaje

Mendaz, obsesiva, déspota, avara y reprimida Rubinstein rigió un matriarcado en una industria machista, cuando las mujeres se lavaban el pelo, apenas para ir a misa.

En Cracovia, donde nació, Madame Rubinstein solo podía ser cocinera y vivir para buscar un marido que la llenara de chiquillos. No existían los desodorantes, los cepillos de dientes, ni medicinas para la neumonía o la tuberculosis.

Michelle Fitoussi, en Helena Rubinstein: La mujer que inventó la belleza , le atribuyó una ambición desmesurada y una capacidad de trabajo ciclópea para superar sus humildes orígenes, transformar todo el universo de la belleza femenina y ser amiga de todo el que era o quería ser alguien: Salvador Dalí, Ernest Hemingway, Coco Chanel, Colette o Marcel Proust, que en París le preguntaba cómo maquillar a las mujeres para su libro En busca del tiempo perdido.

“Cuando vendes glamour, la percepción del público es todo lo que cuenta” aconsejó Rubinstein. Por eso, Woodhead la tenía como una mitómana, que se inventó una vida para venderse en la prensa. Según la escritora, Helena dejó Polonia para ayudar a su prima casada con un borracho agresor; trabajó en una tienducha, fue camarera y aprovechó esas jornadas extenuantes para ahorrar como una poseída y establecerse en Melbourne, adonde llegó –en realidad– para ser la niñera de un diplomático.

En esa ciudad vendió sus cremas para combatir “la cara desfigurada por las pecas, las arrugas, las quemaduras de sol, los eczemas y las manchas negras o rojas”, producidas con una receta misteriosa, cuando en realidad las hacía en la cocina de la casa y jamás las utilizó porque “soy una obrera, no tengo tiempo para los tratamientos.”

Astuta como una mangosta contó lo que le interesaba para vender un sueño y embelleció todo a su alrededor. Incluso llegó a decir que estudió medicina en Cracovia, cuando las mujeres tenían vedado el ingreso a esa carrera.

Rubinstein identificó los cosméticos con mujeres fuertes; inventó los primeros productos de protección solar, y en 1939 patentó la máscara de pestañas “waterproof”, a pedido expreso del equipo norteamericano de nado sincronizado. Todo, en envases de lujo, dibujados por Dalí y convirtiendo la belleza en símbolo de emancipación femenina.

Ella sentó las bases de una industria mundial que, en el 2005, generó $160 mil millones en cuidados para la piel, maquillaje, perfumes, artículos para el cabello y creció más del doble del Producto Bruto Interno mundial.

Madame H

Para Helena Rubinstein ningún hombre fue más importante que su trabajo. Ni siquiera sus dos hijos a quienes les dio “toda la comodidad y el dinero que un ser humano puede recibir. ¿Pero les he dado suficiente de mí misma? No creo'Mi corazón siempre ha estado dividido entre las personas que quería y la ambición que me atenazaba” confesó a la periodista Jean Lorimer.

A mediados de los años 50 del siglo XX la mitad de su empresa valía más de $30 millones, tenía 40 fábricas y más de 40 mil empleados. Derrochaba dinero en colecciones de arte y muebles; incluso guardaba –bajo la cama– cajas de zapatos llenas de dinero y joyas.

Mujer de constrastes, recorría los salones de belleza para apagar las luces porque, clamaba, “¡la electricidad es tan cara!” y solía regalar a los periodistas, asociados y clientes las joyas que llevaba encima porque así “daba la impresión de que el obsequio era uno de sus objetos personales favoritos y la gente lo valoraría aún más” puntualizó Daniel Diehl en Secretos de los grandes líderes.

Para los negocios era un lince. En 1928, un año antes del “crack” de la Bolsa de Valores, vendió la empresa en $7,3 millones a Lehman Brothers y después de la Gran Depresión lo recompró en medio millón.

Su ayudante y confidente, Patrick O’Higgins, compiló en Madame una serie de consejos sobre la manera en que Rubinstein aplicaba su intuición empresarial. El apuntó: “Escucha. No hables mucho. Si quieres ser brillante, hazte la tonta. Date una vuelta alrededor del edificio. Observa con atención: así aprenderás.”

Helena consideraba que las obras de arte no se encontraban todos los días en la calle, sino que estaban sentadas en frente de uno y hacer que una mujer luciera guapa, era tan importante como esculpir una estatua.

Con sus clientes era una seda pero con los empleados era insistente, molesta, excéntrica y de trato difícil. Daba órdenes como una catarata y jamás tuvo miedo de copiar y adaptar las prácticas de otras empresas, aseguró O’Higgins.

El trabajo le permitió compensar su soledad emocional y el fracaso de sus dos matrimonios, el segundo de ellos con el príncipe georgiano Atchill Gourieli , que apenas le sirvió para rozarse con la realeza europea.

Nunca fue la madre que anheló y el 1 de abril de 1965 falleció sola, en un Hospital de Nueva York; ella, la que se consideraba “un regalo del cielo”. 1