Haití, el país campamento

Casi diez meses después del terremoto, los haitianos cocinan, se bañan y hacen sus necesidades en las carpas plásticas que ahora son sus casas. No tienen otra salida: deben vivir en ese inmenso campamento llamado Haití.

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Puerto Príncipe (Haití). Es jueves y hace sol. Aunque no ha llovido durante el día, el agua sucia rebalsa la alcantarilla y escurre caño abajo, entre los pies de cientos de haitianos acostumbrados a no dar importancia al hedor de la podredumbre.

Un joven sale sudoroso de una de las carpas plásticas de Champs de Mars y se agacha junto a la alcantarilla con un balde rojo. Con toda naturalidad, mete la cubeta entre aquel líquido espeso y nauseabundo y lava un trapo. El resto del agua lo usa para enjuagar sus pies.

Champs de Mars es uno de los campamentos más grandes que el terremoto del 12 de enero plantó en la capital haitiana. Tiene el mismo nombre de un jardín en el centro de París, pero en nada se le parece con sus carpas plásticas brillando bajo el sol caribeño.

Ahí sobreviven miles de personas. Todos los días, hombres, mujeres y niños como aquel joven del balde rojo comparten la superabundancia de escasez de un campamento en donde falta el agua potable, la electricidad o los servicios de tratamiento de aguas residuales.

En las esquinas de la enorme plaza, las organizaciones humanitarias instalaron casetas “temporales” para que la gente orine y defeque decentemente mientras la ayuda internacional y el gobierno definen su futuro; sin embargo, lo temporal hoy es permanente y las casetas se encarnaron en los bordes del campo.

Cada carpa mide dos por dos metros. Dicen que solo tienen capacidad para un máximo de cuatro personas, pero en un país donde las mujeres tienen un promedio de hasta cinco hijos durante su etapa reproductiva, resulta imposible controlar el hacinamiento y la promiscuidad en el interior de estos minúsculos hogares de plástico.

Las lluvias aparecen al ponerse el sol y obligan a los haitianos a poner cualquier cosa sobre el techo de las tiendas con tal de evitar que la débil estructura ceda ante las fuertes ráfagas que se desatan con los aguaceros.

La gente parece no temer tanto a los nuevos temblores como a los barreales que se forman con la lluvia y a las inundaciones constantes. Lo único bueno del agua caída del cielo es que les ayuda a llenar algunas palanganas para el aseo personal.

Cáritas, Usaid, Unicef, OIM... Los nombres de organismos internacionales de asistencia humanitaria se reparten en cada una de las tiendas y sobresalen, incluso desde las alturas, cuando el avión se aproxima al aeropuerto internacional de Haití.

La terminal aérea lleva el nombre de Toussaint Louverture, el esclavo negro que se enfrentó a los franceses. Louverture desencadenó la independencia del primer país latinoamericano y el segundo en el continente en liberarse de los dominadores.

Más de 200 años después de esa hazaña, una descendiente del esclavo cocina la comida de su familia en un fogón frente a su carpa-casa. Fritea algo parecido a unos patacones. Muy cerca, otra más joven ofrece chucherías de las que llegan de Estados Unidos por montones: ropa usada, zapatos, cremas y pastillas. Si topa con suerte, las logrará vender a más de 40 gurdas cada una (un dólar americano equivale a 40 gurdas, la moneda oficial haitiana).

Otra paisana intenta vender aguacates y una fruta parecida a la naranja pero más grande. Un hombre de pelo canoso, de los pocos viejitos que se ven por estas tierras, trabaja un pedazo de madera que dice “Souvenir d`Haiti”. Es muy probable que lo dé en lo primero que quiera pagar alguno de los tantos extranjeros que han llegado a trabajar de voluntarios en la reconstrucción.

Por las calles no se ve un solo blanco, a no ser un funcionario de algún organismo internacional movilizándose en carro oficial con las ventanas cerradas para no dejar escapar el aire acondicionado y como medida de seguridad ordenada por la ONU.

Ni siquiera se ven mulatos. La población de negros es mayoría en una nación que supera los diez millones de habitantes, forjada a punta de miles de africanos sometidos al negocio de traficantes de esclavos en aquellos años aciagos del siglo XVI.

Sobrevivientes

El campamento Champs de Mars es solo uno de cientos distribuidos a lo largo y ancho del país. La zona más afectada por el terremoto de 7,3 grados está en el centro (en tres de los diez departamentos o provincias haitianas), y las cifras oficiales hablan de más de 1,5 millones de desplazados a causa del terremoto, los mismos que hoy viven en las tiendas. Claro que podrían ser muchos más.

Las carpas azules, blancas, rojas, surgen apenas se sale del aeropuerto y se extienden con características epidémicas por las asoladas montañas alrededor de Puerto Príncipe.

Clerveau Seguens, de 22 años, tuvo la suerte de que su casa no se desplomó durante el minuto de terror. La vivienda de cuatro habitaciones sigue en pie, aunque sin acceso a servicios básicos como la cañería de agua potable.

La verdad, no hay ninguna diferencia con los tiempos anteriores al terremoto. La única variante es que ahora son más pobres porque la competencia por trabajo y comida es mayor.

Clerveau trabaja de 5 de la tarde a medianoche en Le Plaza Hotel. Es camarero. El día que tiene suerte, se gana unos $20 (¢10.200) guiando a extranjeros despistados en busca de su destino en la capital del caos. Al mes, gana $170 (¢88.000) por su trabajo en el hotel. Si se quiere, es uno de los pocos afortunados pues más del 80% de sus coterráneos sobrevive con menos de $1 al día.

Clerveau sueña con ser psicólogo o sociólogo pero sabe que en Haití difícilmente logrará cumplir su meta.

El 90% de los centros de estudio son privados. La escuela y el colegio medianamente se pueden pagar, pero la universidad es totalmente inalcanzable para la gran mayoría de jóvenes, sin importar cuán elevado sea su potencial de desarrollo.

Clerveau cuenta que muchos de los nuevos habitantes de los campamentos son personas que, sin sufrir la destrucción de sus casas, se trasladaron a vivir bajo las carpas para aprovechar la ayuda de los extranjeros.

Soportar ahí el calor de 40 grados centígrados, la humedad y el hacinamiento –que se multiplican varias veces en el interior–, es mejor que no tener comida o medicinas.

Los 30.000 habitantes del área central de Puerto Príncipe se han triplicado. Aquellos espacios que alguna vez fueron parques en los alrededores del destruido Palacio Presidencial, hoy son enormes campamentos repletos de niños y mujeres.

La casa de gobierno sigue tal y como quedó tras el sismo. Nadie sabe por qué no se ha tomado la decisión de demolerla. Tampoco han echado abajo todo el complejo de edificios oficiales a su alrededor, que semeja una enorme baraja de naipes de cemento en el suelo.

El presidente René Préval prometió instalar una carpa para que los funcionarios de gobierno trabajaran junto al palacio. La tienda sería una señal de solidaridad con los paisanos que todo lo perdieron. Como con muchas otras de sus malogradas promesas, la gente se quedó esperando el gesto de un mandatario al que hoy no quieren ver ni en foto.

Lo único que ha cambiado desde aquel 12 de enero es la distribución de agua potable, que se hace dos veces diarias en los campamentos más afortunados y permite solventar algunas de las necesidades básicas.

También se han multiplicado los servicios de salud a los cuales antes no tenía acceso la población. Médicos y enfermeras vienen con acento extranjero desde países como Cuba, Estados Unidos y Canadá. Por mandato del comandante Fidel, Cuba ha abierto diez hospitales en todo el territorio de los 15 que tiene programados antes de fin de año.

Mas el esfuerzo no ha sido suficiente. Aunque se consideró casi un milagro que a pocas semanas de ocurrida la tragedia no se registraran mayores brotes de enfermedades, el viernes 22 de octubre el gobierno haitiano confirmó que una epidemia de cólera estaba matando a su población.

La enfermedad reaparece casi cien años después de la última gran mortandad. Hasta al jueves pasado, había matado a 305 infectado a otras 4.649.

El Vibrio cholerae produce una diarrea intensa que puede matar en pocos minutos; la gente malnutrida, como los haitianos, es especialmente susceptible de sucumbir. El mal se transmite a través del agua y los alimentos contaminados, dos condiciones abundantes en estas calles.

Esa epidemia se veía venir. Con el terremoto, las deplorables condiciones sanitarias de vida se deterioraron todavía más. Hoy, por 50 gurdas (¢650), la gente almuerza en las calles sin importar si aquel pedazo de carne que se lleva a la boca es pollo, cabra o perro, y sin prestar mayor atención a la calidad del agua que bebe.

En tarros de lata sin mayor higiene, hombres y mujeres cocinan un pedazo de plátano hasta arroz y frijoles. Las mujeres lavan los peroles con el agua que tengan al alcance, incluida la de la alcantarilla; los niños se pegan a las tuberías para saciar la sed.

No son culpables por esto. Es la forma de sobrevivir que aprendieron y la única que hasta ahora conocen, pues gobiernos y dictaduras completas que se han alternado en el poder a través de estos años de dudosa independencia, no se han interesado en enseñarles otra cosa que ser pobres: los más miserables del continente americano.

Lentitud manda

Doscientas treinta y un familias sobreviven en Colofe Parc desde enero. Más de 1.500 personas en un espacio reducido en el cual los organismos internacionales han intentado poner orden para evitar la violencia. Aquí no se respeta mucho a la policía local. La tildan de corrupta. Prefieren a los cascos azules de las Naciones Unidas.

El control de los asaltos y las violaciones se ha logrado instalando lámparas solares en sitios estratégicos donde los niños y las mujeres –principales víctimas de la agresión– llegan a llenar con agua sus garrafas o donde están los baños colectivos.

Las organizaciones no gubernamentales (ONG) llevan ahí a los visitantes extranjeros para demostrar que se puede convivir sin las agresiones de otros campamentos. “Aquí es tranquilo. Hay calma”, dijo Francois Valencia, de 18 años.

Geraldine y Marlie Neillsua Marceline, ambas de 10 años, acuden a cada rato a llenar los garrafones en los tubos que salen del tanque de agua. Son ocasiones que aprovechan para llenar una especie de “bolis” (bolsas de plástico) que luego se llevan a la boca para espantar el endemoniado calor que se suelta apenas el reloj le pisa los talones al mediodía.

Nous sommes contentes” (somos felices), contestan cuando se les pregunta si les gusta vivir ahí. Pero si se les habla de su otra casa, de los amigos que dejaron o de la familia que perdieron por el sismo, no les basta su infancia para ocultar que, en el fondo, están tristes. Se quedan calladas, se miran entre ellas y bajan los ojos.

De alguna forma, estas niñas tuvieron suerte. No quedaron huérfanas y hoy viven con sus papás y hermanos, aunque sea en una tienda de campaña. Luego del terremoto, hay en todo el país, 500 orfanatos y más de un millón de niños y niñas que quedaron sin uno o sin sus dos padres.

“Las carpas no son buenas para vivir. Con las lluvias, no sabemos adónde huir cuando esto se inunda ni dónde poner la cabeza para descansar. Nuestros problemas han crecido”, dijo en créole (el dialecto francés criollo que hablan casi todos los haitianos), Charles Gabriel, presidente del Comité de Jóvenes de Colofe.

Es común que las quejas aparezcan cuando algún visitante con pinta de voluntario llega a alguno de estos campamentos. Sobre todo, cuando ya han pasado diez meses y la única ayuda que ven es en forma de medicinas y agua. Los registros más conservadores hablan de que los haitianos apenas han recibido el 19% de toda la ayuda internacional prometida en enero.

A pocas semanas del terremoto, gobiernos como el de los Estados Unidos se comprometieron a apoyar en la reconstrucción del país, calculada por el gobierno del presidente René Preval en $11.500 millones.

Uno de los hombres que vive en Colofe, enojado, denunció que esa cooperación no se ve. Todos los días, cada quien debe salir del campamento a jugársela para conseguir comida. No importa si son niños, mujeres embarazadas, u hombres enfermos o mutilados por el derrumbe de los edificios.

La competencia es ruda en las calles. Absolutamente todas las aceras están tomadas por vendedores de lo inimaginable; hasta venden piezas viejas de algún carro desmantelado y gasolina en garrafas.

Vestidos, camisas, chorizos grasosos, plátanos, refrescos vencidos, pastillas de todos los colores, huevos, cabras... la gente se sienta a esperar que alguien le compre.

No cantan las bondades de sus productos. Solo se quedan sentados, esperando el juego del regateo. Así pasan horas bajo el sol que quema sin misericordia.

Lucha diaria

Entre las callejuelas de la capital, el gentío parece un hormiguero alborotado. Nunca, pero nunca, se ve una esquina o una acera vacía.

Si no caben en las aceras, los haitianos se lanzan a la calle donde los taptaps (pick-ups cuyo cajón sirve de pequeño bus de pasajeros) y decenas de vehículos viejos se pelean el espacio con los carros de doble tracción y último modelo traídos por los voluntarios para levantar al país.

“La reconstrucción avanza lentamente, pero avanza”, manifestó el representante del Fondo de las Naciones Unidas para la Población (Unfpa, por sus siglas en inglés), Igor Bosc, quien reconoce que el mayor problema ha sido una “respuesta humanitaria con una perspectiva de campamento”.

El joven funcionario lleva cinco meses de lidiar con esta crisis, la cual, reconoce sin rodeos, “nos tomó a todos en una situación de desesperación”.

“Vemos que hay 1,5 millones de personas que se desplazaron. Se fueron a regiones fuera de Puerto Príncipe y se instalaron en carpas, cerca de sus hogares, en condiciones muy precarias, donde hay competencia para recursos básicos como tener techo, agua o comida.

“No sabemos la cantidad de personas afectadas. Estamos trabajando con las organizaciones de base para ver qué información existe y tratar de comprender mejor la dimensión del problema. Lo importante es empezar a responder ya, movilizando a las ONG y a los servicios públicos para que pueda haber más coordinación”, dijo Bosc.

Leticia Martínez, periodista cubana del diario Granma quien permaneció en Puerto Príncipe los primeros seis meses del año, asegura que ella no ha visto mayor cambio. Se fue en junio para su país y regresó el 17 de octubre: “Quizá hoy el viento no esparce el olor de los muertos. Pero el resto está exactamente igual; incluso peor”.

La emergencia se ha multiplicado porque ya empezaron a nacer los niños concebidos después de la catástrofe.

El Unfpa registró un aumento en el número de nacimientos: se pasó de un 4% de aumento en enero a un 12% este mes, lo cual quiere decir que nacerán tres veces más niños que hace un año, cuando se atendían 270.000 partos. (Ver nota aparte: “Hijos de la catástrofe”).

Es una nueva crisis humanitaria en medio de la destrucción que el Ministro de Salud y Población local, Alex Lanser, minimiza y considera normal, a pesar de que el 80% de los escasos servicios sanitarios quedaron por los suelos a causa del temblor.

Tan solo dos días antes de declarar la emergencia sanitaria por la epidemia de cólera, Lanser manifestó, enojado, que esos nacimientos son normales.

“Ustedes, los periodistas, tienen la culpa de que el mundo nos vea como violadores y ladrones”, gritó durante la conferencia de prensa en la cual las autoridades del Unfpa presentaron el informe sobre el estado de la población mundial, realizada en la comunidad de Petion Ville.

Molienda política

Los escombros siguen ahí como el primer día. Sobre vigas, ladrillos despedazados y estructuras demolidas, los haitianos levantan sus carpas. Son muchas las que lucen láminas de zinc herrumbradas sobre los desechos humanos acumulados en diez meses.

Los servicios básicos de recolección de basura no existen y el transporte público se limita a los maltrechos taptaps.

De vez en cuando, aparece un camión, saca una manguera, la mete en un orificio metálico en la acera, y extrae la mierda acumulada durante días y días de intenso calor y humedad. El olor que se esparce por las avenidas es asfixiante.

Pero esa escena es la excepción. Por eso la regla es caminar por las calles brincándose cualquier sustancia sospechosa. “Por aquello, mejor no pase por ahí”, me advirtió Vladimir Torres, productor de la televisión cubana que lleva cinco meses reportando para su isla.

Entre escombros, basura y desechos humanos, no resulta extraño encontrar paredes –a punto de venirse al suelo– repletas de afiches con alguno de los 19 candidatos para las elecciones presidenciales del 28 de noviembre.

Las calles están forradas de mensajes proselitistas. Quienes llevan más tiempo de sobrevivir en este enorme campamento, dicen que los organismos internacionales y el gobierno saliente han frenado el ritmo de la reconstrucción en espera de los resultados de esos comicios.

Si todo marchaba lento, ahora mucho más. Las organizaciones de ayuda humanitaria y hasta los funcionarios del mismo gobierno, abrieron un enorme paréntesis para esperar al sustituto o a la sustituta de Préval y Bellevive, algo natural en una democracia tan frágil como esta.

Aquello parece una contienda sacada de Macondo. En uno de los afiches, Leslie Voltaire sonríe con un casco amarillo en su mano izquierda. En la derecha, sostiene lo que parece ser un plano de ingenieros.

Hasta un cantante de hip hop calvo, Wyclef Jean, se lanzó a la batalla por votos, una lucha que no goza de interés por parte de la población, habituada a porcentajes de abstencionismo del 75%.

El proceso electoral –para el cual se augura una segunda vuelta pues ninguno de los 19 supera el 16% de intención de voto–, consumirá $29 millones. La ayuda internacional aportará $20 millones y el resto saldrá de los alicaídos fondos haitianos.

Julien Miclide, de 18 años, y su pequeña Christy, con seis meses de nacida, viven en Colofe, totalmente ajenas a ese derroche de dinero en nombre de la democracia. “Estamos mal. Hay calor, lluvia y estamos malnutridas. Rezo todos los días para tener algo qué comer”, dice.

Julien perdió a su esposo en enero. Él era un joven trabajador de construcción y murió aplastado por el edificio que ayudaba a levantar. El cuerpo de su marido yace en una fosa común en algún lugar de Puerto Príncipe, junto a algunos de los 300.000 muertos que dejó la catástrofe.

No sabe qué pasará con ella, con su hija o su mamá, su única familia. En su carpa, espera la ayuda todos los días. Está resignada. Cuando se le pregunta por su futuro, no visualiza más allá del presente. Basta con sobrevivir hoy; eso es suficiente mérito.