Hace solo 20 años...

Era el imperio del fax, los disquetes, las películas en Betamax o VHS, los casetes y unos teléfonos celulares enormes, que obligaban al dueño a pagar las llamadas que hacía y también las que recibía.

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Empezando los años 90, yo hacía mis primeras armas como consultor en informática. Era algo en un ministerio y debía correr con un informe. Wordstar , así se llamaba el procesador de textos. Todo se hacía con el teclado, porque no había mouse : Ctrl-D, Ctrl-H, Ctrl-K-P. Al tiempo, uno agarraba velocidad.

Teclear, revisar, y al cabo imprimir. Ñúp, ñúp, ñúp , las pacienzudas impresoras de matriz de puntos. Tenían la ventaja de que no se les acababa la tinta de repente, aunque la palidez de una impresión daba fe del grado de limpieza del dueño. A mí, con hijas pequeñas y deudas grandes, se me notaba ese detalle.

Con sumo cuidado, despegué las tiras de huecos a los lados del listado (era fácil que se desprendiera una esquinita de la hoja, y que luego todo se viera feo), fotocopié, engrapé y saqué un respaldo en disquete. Tenía el gesto de triunfo que acompaña al hombre puntual cuando llegué al ministerio. Un funcionario me recibió las hojas y el disquete (aquellos flexibles, de 5¼ pulgadas), tomó la engrapadora'. ¡y engrapó el disquete al documento!

¡Rácata! Yo me quedé boquiabierto (en mi interior estallaba un espantoso ¡¡noooo!!), mientras tendía el brazo y sentía que la escena se congelaba en el aire, al estilo que luego se pondría de moda con la película The Matrix.

Si el destino no le hubiera reservado una grapa a aquel disquete, nada habría garantizado de todos modos que funcionara. Típico era que en el momento menos indicado uno escuchara a la unidad haciendo feo. Muy feo: ráac, ráac , repetitivamente, hasta que apareciera un mensaje en que el autor del sistema operativo mostraba sus escasas dotes para la literatura y su propensión a hacer sufrir al prójimo: “ disco no se puede leer, ¿desea formatear?

El fin de los 80 y principios de los 90 se caracterizó por la invasión TIC (tecnología de información y comunicación) en el hogar, el escritorio, el ámbito personal. Salvo por la conexión telefónica fija, la casa era hasta entonces un nodo periférico en la tecnosfera. Uno recibía los recibos de agua y luz en el buzón, debía contentarse con un menú de cuatro o cinco canales de televisión, caminaba hasta el corredor de la vecina, la pulpería del barrio o al parque del pueblo si quería cotorrear.

Pero cualquier proceso de cambio tiene un ciclo de maduración, y en aquellos, mucho estaba crudo y verde. Había furor (la revista Byte se imprimía con 500 páginas), pero acompañado de incertidumbre. Por ejemplo, ya no había que ir al cine (estos se estaban convirtiendo en sede de cultos panderéticos) porque ahora podía uno ver la película de su agrado en casa. Eso sí, el VHS (o el efímero Betamax), podía de repente quedarse pegado, venir con defectos en el sonido, o marcar la imagen con manchas temblorosas cuando uno daba “pausa” para ir al baño o traer algún antojo de la refri .

Dicha maduración también correría por parte del usuario. No se me olvida que en el mundillo del ajedrez había un tipo muy grosero. Era un abogado que había hecho fortuna, rasgo que servía para mostrar cómo la mona, aunque de seda se vista, mona se queda.

Tenía un celular de los primeros, enorme. Cuando el aparato sonaba, contestaba “¡Alóooo!”, a gritos, y procedía a mantener el desmedido volumen durante toda la conversación. Era tanto lo ostentoso de esos aparatos que el dueño hasta aceptaba pagar por la llamada aun cuando fuera entrante.

Cabe aclarar que si hoy un celular suena a media partida, su dueño pierde de inmediato, así sea que lo tenga con el Aria en G de Bach. Pero ese no ha sido, ni mucho menos, el cambio más importante que las TIC han tenido sobre el milenario juego. Ha sido su internetización : ahora el 99% de las partidas casuales ocurren en la red.

Antes había que ir al club, y enfrentar el ulterior bochinche en el hogar. Cierta noche presencié esta escena: el teléfono público sonaba y sonaba. Alguien contestó y de seguido gritó: “¡Doctor, es su esposa!”. Se trataba de Walter P., asiduo concurrente. “¡Decile que me acabo de ir!”. Habría pasado quizá una hora cuando volvió a sonar. “¡Doctor, es su esposa de nuevo!”. “¡Decile que dejé olvidado el paraguas, que me devolví a recogerlo y me acabo de ir!”.

El destino del ajedrez guarda similitud con el del billar o el tenis de mesa, en cuanto a la sustitución por sus réplicas digitales. Inmediatez, bajo costo relativo, seguridad (los jóvenes no deben salir de casa), serían algunos factores que impulsaron al Gameboy o al Sega Génesis.

Con todo, la estética salió rascando. Ya para el año 90, los bichitos de Pac-man o de Mario Bros agredían la retina mientras la “musiquita” de los primitivos sintetizadores hacía otro tanto con el tímpano. No sé si tal afección por lo horrible tenga vínculo con la machacona tosquedad del reggaetón , pero me late que un cerebro castigado con años de ruidito queda minusválido para mejores expresiones musicales.

El drástico y violento cambio en estos 20 años admite varios ejes de caracterización.

La abundancia es el primero. Aquellas viejas colecciones de acetatos, tan mimadas por sus dueños, dieron paso en los 90 a sus homólogas de CD. Pero igual había que ir a la tienda, y aceptar que en “ The best of '” el compilador hubiera omitido la obra que más nos gustara de ese autor. Hoy podemos bajar tanta música (o películas) de la red que ya ni siquiera somos capaces de ver u oír lo que poseemos. Al respecto se produce, intuyo, una relación inversa entre cantidad y calidad. El “use y bote” (por ejemplo, de un plato plástico) caracteriza a la música comercial contemporánea.

El segundo es la precisión y velocidad de acceso. Hace 20 años, la muchacha del videoclub refunfuñaba si uno devolvía sin rebobinar el carrete. Mientras que en un dispositivo de cinta el acceso era lento e impreciso, en un medio digital es tan inmediato y fino como uno quiera.

El tercero sería la nitidez, asociada con el incremento en el ancho de banda, la capacidad de los procesadores y los tamaños del RAM secundario. Quién iba a pensar allá por el 91, cuando apenas empezaba a haber cines con sonido envolvente, que hoy esa tecnología habría de estar disponible en el hogar. Con todo y la fealdad que acarreó el píxel al reemplazar al pincel, debe reconocerse la pureza de la imagen y los logros de la animación computarizada, a partir del primer tramo de la saga Parque Jurásico , allá por 1993.

Quizá Gardel tuvo razón: sentir que veinte años no era nada y que febril la mirada podía buscar y nombrar como si no hubiera pasado el tiempo. Quizá, pero en su época. Bien señala Raymond Kurzweil que la tecnología sigue un proceso de retornos acelerantes: cada vez la misma cantidad de tiempo (dos decenios, en lo que nos ocupa) se traduce en cambios más drásticos.

Los de este período pasarán a la historia como la eclosión de la revolución informática, con Internet de prima donna . Si bien es lógico que un filósofo del proceso civilizatorio del calibre de Marx no pudiera anticiparlo, sí es notoria esta omisión en autores más recientes como Darcy Ribeiro (quien marca la revolución termonuclear como la sucedánea de la revolución industrial) o como Norbert Elías.

Con todo y el acierto que este último tuvo al señalar que tal proceso se articula en un espectro que va desde el plano colectivo –sociogénesis–, hasta el individual –psicogénesis–, no tuvo tiempo de atisbar la brusca migración de las viejas formas de interacción social a las actuales.

Una observación final: mientras los adolescentes de hoy se cortejan en incesantes ráfagas de SMS, tengo amigos que, o bien nunca han enviado un mensajito de texto, o bien insisten en que su celular solo puede enviar mensajes de una línea. Mensajes que les toma un gran rato poder digitar.