Guaro de iniciación

Los fines de semana, cientos de adolescentes, mayoritariamente de colegios privados, se embriagan en fiestas conocidas como barras libres. Una mirada a lo que sucede en estos espacios que, además de carecer de supervisión, están diseñados para promover el exceso.

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Un adolescente de 15 años, vestido con una camisa polo de marca Lacoste, se tumba sobre una acera de cemento en las afueras de una bodega en Santa Ana. A su lado, algunos congéneres duermen en el piso con las camisas mojadas de vómito.

Así terminan las primeras experiencias con el alcohol para cientos de colegiales con edades entre 13 y 17 años, en las fiestas conocidas como barras libres. Se trata de espacios en los que la juventud y el exceso se entretejen en un contexto libre no solo de limitaciones para beber, sino también de la supervisión de personas adultas.

Algunos de estos adolescentes pueden salir bien librados y, con el tiempo, recordar con risas lo vivido en estas juergas. Pero otros no. Coquetear con el alcohol en exceso es peligroso a cualquier edad; y si se decide ir más allá del coqueteo, más riesgoso aún. En el 2006, el 54% de los jóvenes ticos (de primero a quinto año) reconoció haber consumido alcohol alguna vez, según la Encuesta sobre Percepciones y Consumo de Drogas en Colegiales del Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodependencia (IAFA).

Quienes sí toman, lo hacen con ganas: un 20% (más de 35.000 estudiantes) de los consultados reconoció haber tomado en el mes anterior a la encuesta y la mitad ellos reportó, al menos, un episodio de embriaguez en los 15 días anteriores.

Los noveles súbditos del dios Baco toman tanto que parecen querer compensar lo que sus compañeros “bien portados” no se pasan por el buche. Y es que, si por el buche se pasan ¢10.000 –es su filosofía– , pues que valga la pena.

De primera mano

¿Cómo se vive una barra libre? Un grupo de adolescentes accedió a contar sus experiencias con la condición de que no se revelaran sus identidades.

Sin embargo, también queríamos una versión de primera mano, y mi aspecto físico (siempre que me calculan la edad dicen que rondo los 17 años) facilitó la tarea. El complemento ideal fueron dos compañeras fotógrafas, también de fenotipo juvenil, que fueron conmigo a sabiendas de que solo podrían hacer fotos que no permitieran identificar a los menores de edad.

Encontrar una barra libre fue lo más simple. Hace tres o cuatro años, el mecanismo predominante para promover estos eventos era de boca en boca y a través de volantes e invitaciones. Hoy, las redes sociales en Internet se hacen cargo de la tarea.

Ingresé a mi Facebook, busqué entre los eventos a los cuales asistirían varios de mis amigos, luego navegué entre los amigos de mis amigos, y en cuestión de unos minutos ya tenía identificado varias opciones. Por conveniencia, elegí la barra “School’s Out 4 Summer” (“Salieron las clases, es verano”), así, en inglés. Además, no hablaba de una barra libre sino de un open bar.

Los organizadores del evento habían enviado la invitación a miles de personas y ya cientos habían confirmado su asistencia. Según la información disponible en la página, la fiesta se haría un viernes en la noche en Escazú –posteriormente, la locación se cambió por Santa Ana–, habría todo tipo de licores (el listado incluía cervezas nacionales, vodka, ron, whisky y, para ligar los tragos, ofrecían apple juice, cranberry juice, sodas y gaseosas), tres DJ’s y un show de luces y sonido.

La descripción del evento incluía una lista de diez cumpleañeros a quienes se festejaría, lo cual es una práctica común. También se destacaban los nombres de los tres organizadores (que, confirmé, eran adultos jóvenes), conocidos como hosts (anfitriones) y una lista de 22 “líderes” a cargo de la venta de las entradas.

Aparte del nombre y el número de celular de estos “líderes”, había una referencia a su colegio, universidad o zona geográfica afín. Se enlistaban representantes de dos universidades públicas y dos universidades privadas, así como de siete colegios privados de la Gran Área Metropolitana.

¿El costo? ¢7.000, lo cual se considera una barra de precio intermedio, según afirmaron los jóvenes consultados en una pequeña sesión de grupo que hicimos hace un par de semanas.

“El precio puede ir desde ¢4.000 hasta ¢15.000, dependiendo de dónde va a ser, quiénes irán, y qué habrá de tomar. También depende de si tiene VIP. Para ir a VIP hay que conocer a los anfitriones y pagar más. A veces venden dos tipos de entradas, por ejemplo, la de ¢10.000 y la de ¢15.000”, comenta una joven de 16 años, de un colegio privado.

Contrario a lo que se podría pensar, los muchachos no buscan las fiestas más baratas.

“Si a uno, que está en colegio privado, le dicen que la entrada es de ¢3.000, uno sabe que ahí va a haber un montón de chatas (antes llamados pintas). ¡Nada que ver! Pero si a uno le dicen que la entrada es de ¢10.000, uno sabe que la fiesta promete. Uno también se guía por cuál cole está organizando la fiesta”, explica una adolescente de cuarto año de secundaria.

Poco a poco, fue confirmándose cuál es el perfil de los asistentes a estas fiestas: son jóvenes que tienen conexión a Internet, la mayoría estudia en colegios privados, dominan el inglés y poseen un poder adquisitivo de tal nivel que les permite invertir alrededor de ¢10.000 en una noche de entretenimiento.

Llamé el celular de la “líder” más cercana a mi casa, quien me aseguró que me guardaría las entradas solicitadas. También me comuniqué con el joven que estaba coordinando el transporte y reservé espacios en el bus que saldría de Curridabat. En Facebook se detallaba que además habría buses saliendo de Moravia y de Escazú.

Nunca se me preguntó cuántos años tenía, cómo me llamaba, de dónde venía ni cómo me había enterado de la fiesta.

En zapatos adolescentes

Así, me presenté con las dos fotógrafas al centro comercial de donde se me indicó que saldría el bus. Pagamos y nos dieron las entradas.

Media hora después, íbamos en un bus amarillo que decía “estudiantes” en letras verdes. Al igual que algunos de los jóvenes (y sus padres), el chofer desconocía el destino y era el joven que coordinaba el transporte quien le iba diciendo hacia dónde avanzar y adónde doblar.

Los muchachos venían perfumados, con ropa fina y gel en el pelo. Por un lado escuché a un muchacho conspirando: “Y si le digo a mami que voy para...”

Una chica de personalidad efervescente se sentó a nuestro lado y nos honró al coronarnos como sus “amigas del bus”. Se encontraría con sus compañeras en el sitio y, por ahora, quería compañía. Llevaba una cantidad exagerada de brillo en los labios y vestía shorts, una blusa y tacones. “¿Ustedes de qué cole son?”, nos preguntó. Sonreí ante la pregunta, le dije que estaba en la U y cambié de tema.

Una pegajosa música hip hop emanaba del celular de un púber, tenía la imagen de Bob Marley en la pantalla y competía con el rugido del bus que atravesaba el centro de San José, rumbo al oeste.

El vehículo trasladaba a unas 25 ó 30 personas; iba mucho más vacío de lo normal, según cuentan los jóvenes que, a la vez, sostienen que irse en bus es lo ideal.

“A las barras vamos en bus o con mami y papi. Pero es mejor ir en bus porque, además, ya uno está en el ambiente. Además, no va a estar el papá diciéndole: ‘¡La recojo a las 11!’”, cuenta una de las adolescentes entrevistadas.

También explican que cada vez más, las barras libres se celebran al oeste de la GAM en un lugar alquilado, ya que en casas o fincas “se meten los papás”. Lo ideal es encontrar un club, edificio o lote, firmar el contrato y listo. Fue así como terminamos en una bodega vacía en Lindora, sin casas ni negocios en un radio de, al menos, un kilómetro.

El coordinador del transporte nos advirtió, antes de bajarnos, que el bus se devolvería a la 1:30 de la madrugada y que debíamos llegar a tiempo. Eran las 9 p.m. Había estacionados dos buses más y algunos carros.

Junto a la chica del autobús, nos incorporamos a un molote de personas reunidas por fuera de la entrada. Cuando nos tocó entrar, empleados de seguridad privada nos revisaron la ropa y las carteras para asegurarse de que no ingresáramos con ningún objeto peligroso. Portar cámaras no era problema; la mitad de quienes llegaron, andaban el implemento para documentar la noche y poderla compartir al otro día en Facebook. Porque si no lo enseñabas en Facebook, no habías estado ahí.

Nos pidieron las entradas y aunque quisimos dejarnos una mitad de los boletos como prueba de la experiencia, nos aseguraron que eso no era posible. Acto seguido nos pusieron una pulsera anaranjada y, al igual que a todos, nos entregaron un único vaso plástico que sería nuestro compañero durante la noche. Soltarlo implicaba cortar nuestro acceso al alcohol.

En el momento, no tuve la malicia de interpretar el acto como luego lo haría Ernesto Cortés, antropólogo del Instituto sobre Alcoholismo y Farmacodepencia (IAFA): darles a los jóvenes un solo vaso es una estrategia para que se embriaguen más rápido.

“En los tratamientos a personas con adicciones, cuando se busca reducir su consumo paulatinamente, se utilizan mecanismos para retrasar el consumo continuo de drogas. El invertir esto es una estrategia para aumentar el consumo”, explicó.

Atravesamos un barrial de varios metros e ingresamos a la bodega, donde ya había unas 150 personas cuyas edades, en promedio, rondaban los 15 años. Otros eran mayores, pero también había mucho menores, incluso de 12 y 13 años.

En un cuartito elevado, al lado izquierdo del edificio se encontraban dos DJ’s, que se turnaban para mezclar la música. Había juegos de luces y la pista de baile improvisada se ocultaba entre la bruma artificial.

Los colegiales se concentraban debajo del cuarto de los DJ’s, por una sola razón: ahí estaba la barra. Era un dispensador de cerveza cruda que ofrecía un flujo continuo de líquido dorado. La continua demanda por el producto hacía que siempre hubiera un vaso plástico bajo la boquilla.

Dos bartenders profesionales, uniformados con camisas tipo polo bordadas, se dedicaban a servir las rubias, mientras que otros dos preparaban los tragos de ron (oro y claro), vodka y whisky. Había bebidas gaseosas y jugo de naranja (más bien, orange juice) para ligar los destilados.

Aquello era un oasis de alcohol. Yo podía ir en cualquier momento de la noche, las veces que quisiera, a llenar mi vaso, sin restricción alguna. Si bien es ilegal que un menor de edad adquiera alcohol, un mayor de edad puede comprar una cantidad masiva de licor sin que haya seguimiento.

Al igual que todos los demás, hicimos fila y llenamos nuestros vasos, en un esfuerzo por “ser iguales” y pasar inadvertidas. Porque... ¿quién va a una barra y no toma?

Ritual de desinhibición

Al principio, eran pocos los que bailaban y más los que se congregaban en pequeños grupos, pero eventualmente el piso de cemento se comenzó a llenar de tenis y tacones y cuerpos que rebotaban al ritmo de la música, que retumbaba, no solo dentro del edificio, sino también kilómetros más allá.

La buena música es indispensable para tener una barra libre de calidad, aseguran los adolescentes, quienes insisten en que esas reuniones no solo sirven para tomar, sino también para bailar y socializar.

Mas los jóvenes no tardaron en empezar a tambalearse. Unos 45 minutos después de haber entrado, una muchachita de 14 ó 15 años se delató, pegando taconazos. Un amigo la salvó, en el aire, de una inminente caída, pero no tendría éxito todas las veces. Por momentos, su baile se llenaba de movimientos e intenciones claramente sexuales y, a ratos, esto parecía incompatible con la torpeza con la que se manejaba.

Su “cuidador” la sacó del edificio, pero pronto se le escapó y estaba de vuelta en la pista de baile, sin percatarse de que su blusa strapless se había caído completamente de un lado y dejaba al descubierto su sostén. Tenía la mirada perdida y sus continuas carcajadas dejaban ver sus frenillos con ligas de colores.

En cuestión de minutos, las mujeres ebrias se empezaron a multiplicar: por motivos fisiológicos, ellas metabolizan el alcohol más lentamente que los varones, por lo que se embriagan con más rapidez (Ver infografía).

Una hora después, la proporción de borrachos se habría emparejado y serían decenas los jóvenes visiblemente ebrios entre, aproximadamente, 400 asistentes (esta cantidad, según los muchachos consultados, es pequeña para una barra libre, pues lo usual es que lleguen cerca de mil personas).

Como era de esperar, con la embriaguez vino la desinhibición. Una pareja se besaba apasionadamente contra la pared trasera del bodegón, despreocupada de las personas que la rodeaban. Conforme pasaban los minutos, los besos eran más prolongados, y venían acompañados de caricias y manoseos, al principio discretos; luego, no tanto.

En un ritual de cortejo, la chica empujaba a su compañero contra la pared, lo seducía con el baile y nuevamente lo besaba. Ocasionalmente, interrumpían la rutina e iban por otro trago, pero, sin mucha demora, recuperaban el espacio que se había convertido en suyo. Otras parejas se rotaban las esquinas. Las luces teñían de azul, morado y verde los besos de las parejas que, después de un rato, se disolvían y reinventaban.

El alcohol desinhibe a cualquiera, pero más a los adolescentes, quienes aprovechan el espacio de las barras libres para experimentar sin las restricciones que en contextos tradicionales les impondría cualquier supervisor. Es así como estos espacios se convierten en sinónimo de libertad; abren la posibilidad de desdibujar acuerdos sociales con los cuales cumplirían a cabalidad en otros contextos.

“Hay gente que dice: ‘Yo nunca me voy a echar a un mae que apenas conozco’, pero usted la ve con el guaro metido y se echa a 20”. Depende mucho del plan en el que quiera ir y en qué se convierte cuando ‘tiene el guaro metido’: hay gente que llora, gente pelea o se pone amorosa”, explica una quinceañera.

“En las barras se ve de todo, es sorprendente. Hasta se puede ver a una pareja teniendo sexo ahí, en la pista de baile o donde sea”, insiste.

Motivos para moderarse

La pérdida del recato que experimentan todas las personas al tomar alcohol, pero sobre todo los jóvenes, tiene una explicación biológica y precisamente el factor de riesgo inmediato es el más preocupante, según el especialista en neurología de la Universidad de California en Los Angeles, Paul Thompson. (Ver nota:“Una mirada al cerebro adolescente”).

“El principal peligro del consumo excesivo de alcohol entre personas adolescentes no es el daño permanente del cerebro, sino la desinhibición temporal provocada por el consumo de licor”, manifiesta Thompson.

“Sabemos que el comportamiento arriesgado es más común entre adolescentes que entre adultos, ya que el centro de autocontrol (en los lóbulos frontales del cerebro) no está completamente desarrollado sino hasta después de los 20 años. La deshinibición agravada por el alcohol no es necesariamente permanente, pero aumenta mucho el riesgo de que el joven se meta en una situación peligrosa”, agrega.

Es así como muchos jóvenes ebrios se involucran en relaciones sexuales sin protección o se suben a un vehículo con un conductor borracho, por ejemplo.

También hay repercusiones sociales, explica Irene Ortega, directora de servicios estudiantiles del colegio Blue Valley, en Escazú. “Muchas veces, las consecuencias más significativas surgen de todas las historias que cuentan los jóvenes, con las que dañan la reputación de quienes, estando totalmente ebrios, se involucraron sexualmente en público”, dice Ortega. “Llegan hablando de quién era el más borracho, quién estaba vomitado, quién era el que estaba tirado... Hay un daño a la reputación de los jóvenes, y lamentablemente el estigma social es más fuerte en el caso de las mujeres”, agrega.

Es cierto que un porcentaje importante de los jóvenes estaba en un estado de ebriedad moderado o hasta severo, pero sería injusto decir que todos lo estaban. Muchos han aprendido a beber con medida, pues las barras libres pueden ser espacios inseguros y ellos reconocen ese riesgo.

“Yo no acostumbro emborracharme porque es muy peligroso. En una barra, una amiga estaba tan mal que le robaron los zapatos, el celular y la plata. No sabemos si la violaron”, relata.

En la pista de baile se concentraban los muchachos y cada vez se movían con más soltura. Algunos círculos de amigos bailaban entre ellos, al lado de parejas que hacían fricción de cuerpos.

El rostro conocido de nuestra “amiga del bus” emergía ocasionalmente entre el mar de desconocidos. Ella la pasaba bien con sus amigas y, al menos en apariencia, se mantenía sobria.

Una fila constante de unas 20 mujeres se apoderó del único baño que había y que a la medianoche estaba lleno de todo tipo de fluidos. Los varones renunciaron al uso del baño y aprovecharon la facilidad logística mediante la cual podían drenar sus vejigas en las afueras del edificio. Cada vez, el barro que pisaba me generaba más desconfianza.

Los vasos –que durante varias horas se habían llenado hasta el tope una y otra vez– se empezaban a acumular en el baño y sobre el piso de la bodega, luego de que sus dueños hubieran alcanzado su tope de ingesta.

Las horas transcurrían y, en las afueras del edificio, había un grupo considerable de gente: allí estaban los más ebrios, algunos inconscientes, con la cara aplastada contra el cemento, y otros recién vomitados. También había algunos que querían experimentar con otras sustancias.

Un olor a tabaco y marihuana se mezclaba con el aire de campo y un joven guardaba una bolsita plástica con un polvo blanco –si bien las drogas ilegales no predominan en las barras libres, siempre tienen su espacio.

A partir de la medianoche, la energía en el aire empezó a descender, en parte porque eran muchos los intoxicados que ya no estaban de pie. El grupo de jóvenes reunidos en el local de la fiesta se reducía lentamente.

Para mi sorpresa, muchos salían de ahí a subirse a los vehículos lujosos de sus padres, incluso estando borrachos. Otros tenían más tiempo para “bajarse” el alcohol pues se encontrarían con sus papás en otros lugares.

“Mis papás saben que, conmigo, esto ya es una realidad y que ese es el ambiente en que uno vive. Eso de decirle a uno que no tome, lo hacen por formalidad”, asegura una muchacha, tras opinar que muchos padres prefieren permitírselo a sus hijos y saber dónde están, a que se escapen.

¿Por qué tantos jóvenes creen que es indispensable socializar en las barras libres? Aislarse de la dinámica social e incumplir con el ritual puede conllevar al rechazo de los pares, explica Ana Victoria Rosabal, directora del colegio secundario Saint Gregory.

“Las barras libres se han convertido en un punto de encuentro, no solo a nivel de interacción social con pares, sino como un símbolo de pertenencia para cumplir con la expectativa social de lo que se espera ‘debe ser’ un joven”, explica la educadora.

“Estas fiestas se ven como parte de una etapa de transición, al igual que la serenata y el paseo de fin de año, que son muy significativos para ellos. El emborracharse es como un ritual de paso que los foguea para las fiestas de fin de año”, agrega Ernesto Cortés, del IAFA.

Los jóvenes parecen reconocer esas convenciones sociales y son capaces de identificar lo que sus amigos esperan de ellos. “En sétimo, uno sabía qué eran las barras, pero no se animaba a ir. En octavo, uno probaba, y en noveno, se empezaba a descarrilar. En décimo, se consideran de lo más normal y uno está curado. Ya undécimo es diferente, porque está la serenata y las idas a la playa...”, detalla una joven de 16 años.

De vuelta a la realidad

Llegó la 1:30 a. m. y nos dirigimos al autobús para emprender el viaje de regreso. Los jóvenes, que de venida estaban tímidos y callados, ahora reían y bromeaban. Afuera del vehículo, un chico caminaba con la camisa blanca ensangrentada. El coordinador del transporte hizo un conteo y, finalmente, salimos. Confirmé que nuestra “amiga del bus” se había subido, esta vez junto a una compañera. Le sonreí.

Un adolescente, sentado dos asientos delante de mí se jactaba: “Mae, me eché a cuatro güilas!”

“Bueno”, corrigió, “en realidad eran como tres y medio, porque la última estaba muy fea”.

Dos parejas nuevas se formaron de vuelta a Curridabat; una de ellas aprovechaba el último asiento para alcanzar un mayor nivel de intimidad.

Bajamos las ventanas para desintoxicar el aire de un olor rancio que lo había impregnado. Media hora después, el bus se detuvo frente a un restaurante de comida rápida en las cercanías de Plaza del Sol, y encendió las luces. Me levanté y, al avanzar por el pasillo, vi que un inmenso charco de vómito me separaba de la salida. Debajo de un asiento, un teléfono celular rojo se remojaba en la nauseabunda mancha.

Al lado izquierdo, un joven sacudía a su amigo, con insistencia y le decía: “Mae, ya, despiértese”. Pese a los empujones frustrados de su amigo, el quinceañero, cuya camisa estaba empapada en vómito, no reaccionaba. Se veía completamente inconsciente.

Tomé impulso y di un brinco para intentar –sin éxito– salvar mi zapato derecho de ensuciarse. Me dirigí al baño del restaurante para limpiarme, y ahí estaba mi “amiga del bus”, quien hacía lo mismo con una compañera. “¿Vieron qué asco? Había un celular rojo nadando en esa porquería”, dije con desagrado. Al oír la palabra “rojo”, la joven paró las orejas, se llevó las manos a los bolsillos de los shorts en un movimiento rápido y abrupto; me volvió a ver con los ojos desesperados y gritó: “¡Mi celular!”.