Francisco Zúñiga, escultor monumental

Creador perenne El Museo de Arte Costarri-cense, en La Sabana, brinda una amplia exposición dedicada al centenario del artista

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Francisco Zúñiga es el artista costarricense que ha alcanzado mayor relieve internacional. Desde los veintitrés años de edad vivió en México, lo que lleva a muchos a preguntarse si realmente puede considerárselo un escultor costarricense. Lo cierto es que Zúñiga abandonó su país siendo un hombre hecho y derecho, y un escultor que había ya demostrado su talento en varias obras menores, y sobre todo en una Maternidad tallada en piedra de Cartago que le valió en 1935 el primer premio en un certamen centroamericano de escultura. En ese mismo año viaja a México atraído, entre otras cosas, por la escuela de talla directa sobre piedra que surgía bajo la inspiración de José De Creeft y otros grandes escultores del momento, así como por los ímpetus del muralismo.

Paco Zúñiga dedica sus primeros años en México a la escultura monumental. Recién llegado colabora con Oliverio Martínez en las esculturas en piedra del Monumento a la Revolución. Tenía entonces veinticinco años de edad. A los veintiséis fue nombrado profesor de escultura de la Escuela de Talla Directa de México.

Del pintor Manuel Rodríguez Lozano, opositor del movimiento muralista, Zúñiga recibió algunos de los conceptos estéticos que lo ayudarían, joven como era, a liberarse de la sombra omnipresente de Rivera, Orozco y Siqueiros. La influencia de Rodríguez Lozano lo conduce hacia una concepción del arte más austera, pero también más ambiciosa y refinada que la que privaba en aquel entonces en México.

Obra personal. Zúñiga no abandona su obra personal, pese a que recibe cada vez más importantes encargos de escultura monumental. En 1943, el Museo de Arte Moderno de Nueva York adquiere, para su colección de arte latinoamericano, su Cabeza de niño totonaca. A partir de ese año, Zúñiga hace a un lado la pintura para dedicarse exclusivamente al dibujo y la escultura.

Entre su Monumento Conmemorativo de Valsequillo (1946) y su Monumento al Agricultor Costarricense (1976-77) transcurren más de treinta años, en los que sólo hacia el final disminuye su producción de escultura pública debido a la presión de coleccionistas, museos y galerías que demandan muestras de su obra.

Zúñiga siempre adaptó su estilo, sus técnicas y su lenguaje plástico a los requerimientos de cada monumento. Eso lo diferencia de la mayor parte de los escultores contemporáneos –entre ellos, algunos de los más grandes–, que han usado la escultura pública como una simple manera de proyectar en una escala más vasta su imaginería de taller.

Entre 1955 y 1957 se da un período crucial en el desarrollo de la obra de Zúñiga. Él ya había explorado con interés y acierto el desnudo femenino, en particular el de la mujer indígena, pero este tema se proyecta ahora hacia una nueva dimensión, dentro de la cual se producirá lo más significativo de su creación en adelante.

Reflexión sobre la materia. Esta nueva dimensión aparece como resultado de su interés por el espíritu ancestral y profundo del pueblo mexicano, y de constante reflexión –al mismo tiempo artesanal y filosófica– sobre la materia.

En las formas rotundas de la mujer, Zúñiga encuentra el modelo plástico sobre el cual desarrollará su especulación acerca de las posibilidades comunicantes de la materia sólida.

La piedra, el ónix y el bronce adquieren para él nuevos valores y posibilidades. La robusta mujer mexicana –su cuerpo ensanchado, hiperbolizado, expuesto– es un arquetipo que se anima, y sus diversas posiciones y actitudes se convierten en un lenguaje.

A su vez, ese arquetipo se transforma. Atendiendo al material que le da origen y presencia, se traduce en formas plenas o en formas desgastadas; en imágenes mortificadas o en plácidas figuras.

El comportamiento mismo de la materia es el que Francisco Zúñiga entra a estudiar en estas obras. De allí provienen la amplia variedad y la riqueza de sus significados. Materia es el planeta, es la patria o el continente, es el pueblo mexicano y es la madre, la amante, la nube y la vida. Cada forma es un signo vinculado a la tierra, y al mismo tiempo a lo más elemental y profundo del ser humano.

Enfrentado a distintos tipos de material, Zúñiga produce obras congruentes pero diversas. Por una parte está la piedra bruta, y por otra el bronce, que a su vez adquiere distintos matices según el molde se haga sobre yeso o sobre barro, porque Zúñiga no se propone hablar por medio de la materia, sino hacer que la materia hable.

Tradiciones. En la talla directa, la obra de Zúñiga se inscribe dentro de una línea que va desde Miguel Ángel hasta Brancusi: formas ideales o estilizadas que se encarnan en figuras humanas asociadas a una idea de fecundidad infinita. Las formas cóncavas están subordinadas a las formas convexas: la luz recorre estas esculturas ensanchándose al reflejarse.

Por su parte, las esculturas en bronce de Zúñiga tienen su ancestro occidental en Donatello, y se emparentan con las más sólidas tradiciones de la escultura figurativa de nuestro tiempo, desde Rodin hasta Giacometti. Su frontalidad radical y altiva, sea sedente o en pie, es la misma que da esa rara fuerza –de orden moral y estético– a las obras de Donatello y de Giacometti. A diferencia de las obras talladas, estas esculturas son predominantemente cóncavas: las sombras hablan más alto que la luz.

Para elaborar el lenguaje de sus formas, Zúñiga se nutrió de las tradiciones modernas, nacidas del Renacimiento, pero el carácter sorprendentemente vigoroso de la estructura de sus piezas tiene an-cestros más remotos: por una parte, las Venus del Neolítico, depositarias del anhelo de fecundidad, de la voluntad de perpetuación de la especie; por otra parte, ciertas estructuras predilectas de los aborígenes mesoamericanos; pirámides, esferas, hachas.

Resistencia. De todas estas vinculaciones estilísticas, resultado de la infatigable investigación de Zúñiga sobre los lenguajes formales de la escultura, quizá las más significativas sean las que hemos mencionado de últimas.

El propio Zúñiga manifestó su admiración por la capacidad de resistencia que caracteriza al pueblo indígena mexicano; no podemos menos que asociarla con el anhelo de fecundidad y permanencia que las Venus neolíticas representan, al menos para nosotros.

Si para los grandes muralistas mexicanos el drama de su pueblo oscilaba entre la opresión y la rebeldía, para Zúñiga –cuya obra se desarrolla en una etapa histórica posterior–, al pueblo mexicano, representado en las figuras de sus mujeres, no le queda más alternativa que sustraerse de la realidad que lo circunda, y esperar, o simplemente existir, confiado en valores elementales y ancestrales.

Las mujeres de Zúñiga son mujeres que esperan, o que afrontan con altivez o indiferencia al mundo que las rodea; pero no emergen de la especulación del artista: se las ve así, en esa actitud y no otra, en las calles y los mercados de México.

La exposición se ofrece de martes a domingo de 9 a. m. a 4 p. m.. Tel. 2296-4533.