Evita Perón: La santa de los “descamisados”

Espíritu férreo. En la vida y en la muerte, sus enemigos no la dejaron descansar; buscó vengarse de los ricos que la humillaron y encontró en los obreros argentinos la fuerza política para convertir la realidad en ficción

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A las 8:25 de la noche del 26 de julio de 1952, el corazón de Argentina dejó de latir. La Jefa Espiritual de la Nación abandonó su mortal cascarón. Translúcida y fúlgida entró a la inmortalidad, de donde volverá para ser millones.

Una niebla espesa cubrió los cielos, reptó por las calles, penetró las casas y congeló el alma de los argentinos.

Execrada por los comunistas y los ricos, temida por los militares, detestada por los políticos, pero amada por los “grasientos”, la primera dama de Argentina, Eva María Duarte de Perón, murió para revivir en Evita' así de simple, como los lirios del campo.

En los 30 días que duró el duelo nacional, solo faltó que se detuviera el Sol y se apagaran las estrellas. Cines, teatros, estadios, cafés, cantinas, oficinas, hogares' Todo el país se convirtió en una capilla ardiente.

Bajo una lluvia helada y pertinaz, medio millón de dolientes hicieron una fila de 35 cuadras para el adiós postrero; unos besaban el féretro y caían exánimes, otros intentaban suicidarse.

Una guardia de 35 obreros en camisa custodió el catafalco y 17.000 soldados le rindieron honores militares cuando se abrió paso entre los dos millones de fieles que lanzaron, desde la calle y los balcones, una lluvia florida.

En Historia del Peronismo , Hugo Gambini relató los detalles del funeral y cómo 26.000 personas llegaron al paroxismo de suplicar al papa Pío XII canonizar, ad hoc, a Evita. Para la prensa oficialista y la maquinaria de propaganda estatal, la difunta estaba más allá de lo humano y lo divino.

Hay muertos que nunca mueren. El viudo y presidente de la República, general Juan Domingo Perón, decidió embalsamar el cadáver y contrató a Pedro Ara, quien había dejado “como nuevo” el cuerpo de Lenin.

Un año después y tras sumergirla en unas extrañas aguas, a Evita solo le faltaba hablar, tanto que, al verla, Perón dijo: “Parece dormida”.

Durante tres años, yació en una urna en la Confederación General del Trabajo. De ahí la sacaron los militares, el 24 de noviembre de 1955, meses después de echar del poder al mismo Juan Domingo.

Como un monigote, un comando echó el cuerpo en una caja de madera y fue a parar a la oficina del coronel Carlos Eugenio Moori Koenig, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, que lo colocó de pie con este rótulo: “Equipos de radio”.

Así lo confesó el coronel Héctor Cabanillas al escritor Tomás Eloy Martínez, para unas crónicas periodísticas con ocasión del 50 aniversario de la muerte de Evita.

A Cabanillas le endosaron la momia y la embarcó hacia Génova, pero “el cajón que conseguimos para el traslado era enorme, y el cuerpo de la Eva demasiado chico. Para que no se bamboleara, tuvimos que rellenarlo con polvo de ladrillo”.

Tras muchas peripecias y gracias a la ayuda de la Iglesia católica, el cuerpo terminó en el cementerio Maggiore, de Milán, bajo el nombre de María Maggi. Después, lo exhumaron y volvió a rodar tierras hasta que en 1976, 24 años después de muerta, Evita descansó en su tierra, en el cementerio de la Recoleta, en un mausoleo con una placa que reza: “No me llores, perdida ni lejana'”

Ni arrabalera ni santa

“Perón fomenta el deporte y evita la prostitución” era el tipo de leyendas pintadas en las paredes de Buenos Aires contra Evita Perón, la mujer más amada y odiada de la historia argentina.

Sus enemigos nunca le perdonaron la insolencia de torcer su destino de cocinera, para convertirse en un animal político que se enfrentó a la oligarquía de terratenientes y defender así a los “cabecitas negras”.

Evita era una mujer bravía, mandona, dominante, ambiciosa, inteligente y muy lejos de la arrabalera, la “trotera” o la trepadora que nació en el pueblucho de Los Toldos (centro-norte de Buenos Aires), la madrugada del 7 de junio de 1919.

El padre, Juan Duarte, era todo un guapo. Años atrás, había comprado a Juana Ibarguren, la madre, por una yegua y una carreta. La hizo su querida y la llenó de hijos: Elisa, Blanca, Erminda, Juan y la pequeña Eva María, que soportó el escarnio de ser fruto del adulterio paterno.

Al cumplir 11 años la familia se marchó a Junín (noroeste) y ella siguió ayudando a su madre en la costura y en la cocina; vendían empanadas y almuerzos para sobrevivir.

Jorge Luis Borges, quien escribió El simulacro –un cuento antiperonista contra Evita y Juan Domingo– se dejó decir que aquella casa era un prostíbulo.

Como fuera, en Junín, ella incubó la idea de ser actriz, encandilada por las luces citadinas y las primeras salidas al cine. Poco convencida, pero sin ganas de oponerse a su hija, la madre le dio permiso y Evita comenzó a frecuentar el ambiente artístico.

Ahí conoció a dos “pitucos” que la invitaron a un paseo a Mar del Plata, pero en un recodo del camino la bajaron del auto, la violaron y la dejaron desnuda y maltrecha.

Nada la iba a detener. A los 15 años, conoció al tanguero y guitarrista Agustín Magaldi y con él se fue a Buenos Aires, donde encontró la fama y la fortuna que ocupaba para vengarse de quienes la habían humillado y rechazado.

Despachó a Magaldi y encontró trabajo en una compañía teatral; su primer papel consistió en decir: “La cena está servida”. No era Shakespeare, pero “del ahogado el sombrero”.

Con los años cambió; pulió el estilo, ganó dinero, vivió mejor y aprovechó sus destrezas sexuales para saltar de amante en amante, hasta que encontró la horma del zapato: Juan Domingo Perón.

Siendo una estrella de la radio, y un poco del cine argentino, conoció al futuro presidente en una cena para ayudar a los damnificados del terremoto que mató, en 1944, a 7.000 personas en la ciudad de San Juan.

El general Perón, que hacía el amor y no la guerra, quedó hechizado por aquella belleza de cuerpo menudo pero sugerente, ataviada con un traje negro con guantes hasta el codo, un sombrero de pluma blanca y 25 años bien puestos. Por esos días, Perón tenía de amante a una jovencita apodada la Piraña, a quien Evita le espetó: “Te acabo de quitar el trabajo”.

La razón de vivir

Perón sin Evita habría sido otra cosa. La noche que lo vio encontró su destino, como ella misma detalló en La razón de mi vida , y en Mi mensaje , textos biográficos donde defendió su ambicioso programa de asistencia social y de apoyo a la mujer.

En 1944, Juan Domingo llegó a ser vicepresidente de la República, secretario de Trabajo y Bienestar Social y ministro de Guerra; Evita y Perón eran una pareja atípica: ella era su amante y no le importaba, porque más que eso los unía la política.

A año siguiente, una facción opositora sacó a Perón del Gobierno y lo encarceló, pero en la madrugada del 17 de octubre de 1945 miles de obreros marcharon hacia la Plaza de Mayo y exigieron su liberación, movilizados por Evita, que apodaban Señorita Radio por su convincente oratoria ante el micrófono.

El 22 de octubre de ese año, Evita y Perón contrajeron matrimonio y crearon una fuerza popular que lo llevaría a él a la Presidencia en febrero de 1946, con el 56% de los votos.

“ Él nunca pensó que esa mujer iba a romper el molde de una primera dama y asistir a miles de ancianos, niños y madres solteras”, citó Felipe Pigna en el reciente libro Evita, jirones de su vida .

En poco menos de cuatro años, de 1948 a 1952, trabajó 20 horas diarias para ejecutar un plan que regaló miles de máquinas de coser y dio trabajo a las mujeres, fomentó créditos de vivienda, creó guarderías, instauró escuelas de doble turno, repartió medicamentos, ropa y logró lo impensable: dar voto a las mujeres. En 120 años de historia argentina, nadie había hecho nada semejante, apuntó Pigna.

Como primera dama se fue a España, Portugal, Italia, Francia, Suiza y Mónaco y fue recibida por las multitudes. El generalísimo Francisco Franco la condecoró y el papa Pío XII le regaló un rosario. Los comunistas la trataron de puta y la criticaron por el vestuario lujoso y las extravagantes joyas que lucía. En Suiza, la recibieron a tomatazos.

Vivió denostada por sus detractores que la consideraban “una mujer superficial, escasa de preparación, vulgar, ajena a los intereses nacionales, extraña a los dolores de su pueblo, indiferente a la justicia social y sin nada serio en la cabeza”, según escribió en La razón de mi vida.

En el pináculo de su carrera política, sufrió un desmayo y fue operada de apendicitis aguda, pero el 21 de setiembre de 1951 una biopsia reveló la verdad: tenía cáncer de útero.

¡Viva el cáncer! sentenciaron los enemigos “del hada rubia que abrazaba al leproso y al haraposo y daba paz al desesperado”, escribió Eduardo Galeano.

Tenía 33 años, pesaba 37 kilos, apenas se sostenía en pie, solo la morfina la mantenía despierta, usaba un vestido ancho para ocultar las llagas y los moretones de la quimioterapia.

La sometieron a dos cirugías, pero el mal la devoraba; aún así, desde la cama del hospital votó por primera vez para la reelección de su marido. El 4 de julio de 1952 fue su última aparición pública.

Una hilera de antorchas veló su cuerpo transmutado en flores: millones de rosas amarillas, alhelíes de Los Andes, claveles blancos, orquídeas del Amazonas y crisantemos de Japón.