Enfoque

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Pregunta para el culto público: ¿cuál será el cociente, en la Gran Área Metropolitana de San José, del área destinada a parques entre la destinada a todo tipo de vías y parqueaderos para automotores? Un cociente mayor a uno indicaría que vivimos en una ciudad que se preocupa más por las personas que por los carros; un cociente menor a uno, que vivimos en una más preocupada en acomodar carros. Admito no tener el dato (¿alguien lo tiene?), pero no me sorprendería que los parques sean una pequeña fracción del área para carros.

La idea de este indicador no es mía, faltaba más. Expresa, de una manera sencilla, la irracionalidad en la que estamos embarcados, nosotros y el resto de la humanidad, por la porfía de construir ciudades santuarios para dispositivos mecánicos, con una mayoría de humanos apretujados en las márgenes. Supongo que dentro de cinco mil años los arqueólogos dirán que, a juzgar por las excavaciones, a inicios del tercer milenio se desató un raro paganismo, una religión que adoraba primitivos aparatos mediante creencias y prácticas que les resulta difícil descifrar. Que era tanta la devoción, que dedicaban lo mejor de su hábitat para honrarlos. Algo así como las vacas en la India, que se pasean orondas por todo lado.

Hemos escogido construir ciudades para el carro y no para la gente. Y cada día lo pagamos. La búsqueda de la comodidad individual por parte de millones de personas nos ha llevado a un drama colectivo de los cien mil demonios. Todos los días, a las cinco de la tarde, nos ahogamos en un mar de metales malolientes; y, de feria, los que no tienen plata para comprarse un carro, meten 2 o más horas diarias en “lata” para llegar al trabajo. Y todo esto nos parece muy normal. (Interesante normalidad diría un psiquiatra).

Podemos construir ciudades para la gente. Para ello necesitamos crear buenos sistemas de transporte colectivo, asunto ineludible aunque cueste plata y tiempo. Aquí, por cierto, se está cayendo una reforma al Consejo de Transporte Público (CTP), atenazado por intereses económicos que nos tienen condenados al marasmo. Hay que ponernos serios con un bien escaso, el suelo, utilizarlo sabiamente y frenar la expansión urbana descontrolada. Necesitamos dar escala humana a nuestras ciudades: crear comunidades en los barrios y tornar el centro de la ciudad en espacio para compartir, son buenas ideas. Eso hacen, por ejemplo, quienes promueven ferias orgánicas de alimentos, arte en Pavas o en Cristo Rey, quienes cuidan el patrimonio u organizan excursiones urbanas y nos enseñan a querer nuestra ciudad. Lo que no puede ser es que aceptemos la irracionalidad como destino inevitable.