En el  atardecer de la vida

Los pasillos se hacen pequeños para el tránsito de sillas de ruedas, andaderas y bastones. Dan una y mil vueltas, juegan bingo, comen y rezan. Así pasan un día tras otro, sin mayor diferencia si es martes, viernes o domingo. Una mirada a la vida en los asilos de ancianos.

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Me senté a su lado en el pasillo que el ventolero y la lluvia se encargaron de dejar sin gente. Ella, en una silla de ruedas, chineando su única pierna; yo en una banca de madera.

Empezamos a hablar. Del tiempo, por supuesto. “Sí, está helado, pero aquí siempre hace frío”, comentó. Apreté sus manos y las tenía como una marqueta de hielo.

El frío le ganó al abrigo fucsia, a la colchoneta sobre su regazo y a la bufanda verde limón con su nombre para que no se pierda entre las toneladas de ropa de los más de 200 residentes. “María Teresa Vargas”, decía la etiqueta. El nombre también lo tenía la silla de ruedas y la colchoneta.

Recién había pasado la hora del almuerzo en el Hogar Carlos María Ulloa, donde reside desde hace siete meses.

Me enteré que era hora de comer por el traqueteo de las ruedas de los carritos repartidores sobre el mosaico antiguo. Parte de los 150 empleados del hogar se encarga de llevar la comida a cada uno de los seis comedores distribuidos por el edificio.

Así sucede desde las 7 de la mañana, cuando es la hora del desayuno, a las 9 para la merienda, y a las 11 para el almuerzo. Las ruedas nuevamente se dejan escuchar alrededor de las dos para el café y a las 4 ó 5 de la tarde, cuando se aproxima la cena. Luego, los que quieren van a dormir, y los que pueden, ven tele un rato.

El horario de las comidas está muy relacionado con los hábitos que traen desde su casa muchos de los 250 residentes del hogar, acostumbrados desde jóvenes a desperezarse temprano.

María Teresa es una de las que se despierta automáticamente a las 5 de la madrugada. Clemente, Dorita y Margarita empiezan a abrir los ojos incluso más temprano. “A las 6 es cuando empiezan a bañar a todos –me contó María Teresa–. Yo le digo al muchacho (que la viene a bañar) que aproveche para alistar a otros mientras yo me enjabono sola. No me gusta que me bañen. Es cierto que tengo una pierna, pero aún puedo valerme por mí misma”, me confió.

Tiene 80 años. Se viste y se arregla sin ayuda. En la cartera que siempre jala consigo, guarda polvos, cremas, sombras y pintura de labios desgastadas por el uso y el tiempo.

Hay personas que no tienen su suerte. Cerca del 80% de los residentes de este asilo dependen absolutamente de la ayuda de otros. Eso explica el intenso desfile de personal empujando sillas de ruedas que me encontré al llegar muy temprano al hogar, el martes 28 de setiembre.

La procesión hacia los baños se da tanto en los salones colectivos –donde los residentes se turnan las duchas y los sanitarios– como en los cuartos de la pensión María Rafols, donde hay dormitorios más privados que los adultos mayores o sus familias pagan. En estos últimos, también se respetan los horarios.

A los más débiles física y mentalmente, los asistentes del asilo los bañan, visten y acomodan en sus sillas, de las cuales no se levantan durante todo el día hasta que llega la hora de apagar luces para dormir. Eso sucede alrededor de las 6 de la tarde.

No vi a ninguno que permaneciera acostado en su cama después de las 7 de la mañana, cuando la gran mayoría estaba comiendo pan desmenuzado bañado en leche y café caliente.

Inmediatamente después del desayuno, quienes pueden caminar –como José Rodolfo Chacón Calvo, de 75 años–, aprovechan para dar vuelta por los corredores; aguardan la hora del bingo y la práctica de cantos de la misa.

Quienes no pueden moverse solos, como Valentín Villarreal, Villita, se quedan en su silla frente a un televisor a ver lo que puedan, o dejan volar los recuerdos con la mirada perdida en un pasado que no sienten tan lejano.

Esta rutina del Carlos María es parecida a la que se vive en otros hogares. La jornada es similiar en el Santiago Crespo, de Alajuela, donde el horario para levantarse, comer y acostarse es muy semejante.

En ambos lugares tienen un programa recreativo que incluye música, el juego del bingo, la confección de manualidades, celebración de misa (tres veces por semana, con la principal el domingo) y rezo del rosario para quienes son católicos devotos.

También está la hora diaria de terapia física que, por grupos, se empieza recibir a partir de las 8 de la mañana.

A María Teresa no le interesa el bingo que se canta todos los días a las 9 a. m. “Me aburre”, susurró al oído. Su único interés durante el día, todos los días, es esperar la visita de las 2 de la tarde. Así que cada vez que termina algún turno de comida, mueve su silla al corredor por donde entran las visitas.

Ese martes de temporal, la elegante señora salió sola. “A ver si alguien viene”, y echó a rodar la vista hacia el portón principal. Frunció la boca. Sus pequeñísmos ojos con pestañas canosas se perdían bajo unos lentes redondos de aro rojo.

Esa es la rutina que sigue desde hace siete meses, como siete son los hijos que tuvo: seis varones y una mujer. “Todos son honrados y trabajadores, a Dios gracias. Los crié a punta de palmear tortillas y lavar ropa. Siempre sacaron diez en presentación personal”, contó orgullosa.

Desde que una gangrena obligó a los médicos a amputar su pierna derecha, María Teresa empezó a rodar de casa en casa. No tuvo otra salida. Quedó viuda hace unos años y no puede hacer muchas cosas sola por su discapacidad. Intentó vivir con cuatro de sus hijos varones.

“Ya los había oído hablar y me preocupaba incomodarlos. Viera lo que sufría cuando decían que no podían salir porque no tenían dónde dejarme o quién me cuidara. Tenían razón”.

Fue así como María Teresa llegó a vivir a este hogar, donde comparte un salón con 11 señoras más. Los hijos que viven cerca la visitan los fines de semana. Quienes pueden, vienen de lunes a viernes. Entre los siete, le regalaron su silla de ruedas para que estuviera más cómoda.

No incomodar

“Prefiero estar aquí para no incomodar a nadie”. Palabras más, palabras menos, esa es la respuesta que más escuché al preguntar por qué vivían en un hogar de ancianos.

Margarita Castillo, de 70 años, paga un cuarto en la pensión María Rafols, que es el área del Carlos María Ulloa donde residen quienes pueden pagar ¢350.000 mensuales por un cuarto con baño privado y una atención más personalizada.

Bibliotecóloga de profesión, Margarita ingresó en marzo y ahora es la encargada de la biblioteca. También da clases de inglés, idioma que aprendió compartiendo con los gringos del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura. Esas dos actividades han roto con la monotonía de lo que fueron sus primeros días aquí.

Conversamos en uno de los sillones de la pensión. Allí no hay corredor, pero sí un lobby amplio, luminoso y ventilado. Margarita usa bastón porque padece de osteoartrosis en su rodilla derecha. Esto fue lo que la motivó a regresarse a Costa Rica, pues estaba viviendo en un cuartito que le cedió su único hijo, en Texas, donde él trabaja en aviación.

“La verdad es que no hay lugar para mí. Me costó lágrimas venirme. Todos estos muchachos han sido mis ángeles, porque hay que tener paciencia y querer al prójimo para trabajar en un lugar como este”, dijo, al reconocer que ese personal le da la atención que a su familia se le dificulta prodigarle.

Aquellos tiempos en los que Margarita Castillo se crió junto a 11 hermanos y sus papás, ya pasaron. Las familias de hoy son más pequeñas y viven muy ocupadas resolviendo el pago de la casa, el carro, la escuela y los ajetreos del trabajo. Por eso hay muy poca capacidad para atender a los parientes adultos mayores.

Esa es una de las nuevas explicaciones que se han sumado a la lista de causas para enviar a una persona a vivir sus últimos días en un hogar de ancianos.

Explica Emerson Zúñiga, funcionario del Carlos María –el primer hogar que abrió en el país, en 1877, y el más grande–, que la incapacidad de la familia aumenta cuando se trata de ancianos enfermos y absolutamente dependientes de otros para el baño, la comida y la movilización.

Otros acaban abandonados en esos centros o recurren ahí como último refugio contra el maltrato de sus parientes. Este tipo de historias sigue siendo muy frecuente. En el 2009, el Carlos María atendió a 33 ancianos en esas condiciones referidos por el hospital geriátrico.

Más de 3.000 adultos mayores están institucionalizados en todo el país, según la Dirección de Garantía de Acceso a los Servicios de Salud, del Ministerio de Salud. Hay 1.535 hombres y 1.594 mujeres mayores de 65 años viviendo en alguno de los 83 sitios –públicos y privados– autorizados por esa entidad.

Desgraciadamente, también han proliferado sitios clandestinos, que por un precio menor atienden a los viejitos sin proveer los servicios básicos, como el de terapeutas especializados. No se tienen cifras de cuántos lugares como estos hay en el país.

La primera encuesta sobre adultos mayores hecha aquí por la Universidad de Costa Rica y el Consejo Nacional del Adulto Mayor (2009), reveló que en 20 de cada 100 hogares costarricenses hay, al menos, un adulto mayor.

Ese estudio permitió conocer que solo el 45% de los viejitos recibe algún ingreso económico (lo que deja al resto en riesgo de sufrir por pobreza), y que muchos carecen de sistemas de apoyo para enfrentar cambios como el retiro laboral, los nuevos roles familiares, el riesgo de enfermar y la pérdida de funcionalidad.

En el 2015, habrá un millón de adultos mayores en el país. Para el 2060 esta población sobrepasará los 2 millones de habitantes mayores de 65 años: casi una cuarta parte de la población nacional.

Con todo y sin nada

La pensión que se ganó trabajando durante más de dos décadas en el Hospital Calderón Guardia es la que le permite a Margarita Calderón Herra pagar parte de la atención que recibe en el Hogar Carlos María Ulloa.

A sus 90 años está como un roble: camina sola y mantiene una lucidez impresionante, aunque hay que hablarle alto para que pueda escuchar.

“No recuerdo cuánto llevo aquí. Creo que voy para un año. Yo sabía que me traían para acá, pero pensé que era para una consulta. Cuando me di cuenta, me dijeron: ‘Pase para adentro’”.

“¿Cómo fueron los primeros días aquí?, pregunté. Tan bajito habló que esta vez fui yo quien no escuchó sus palabras.

“No me hallaba... pero, ¡en fin! ¡Qué le vamos a hacer! Aquí se canta. Yo me sé muchas canciones y alabanzas”, contestó sin dejar de doblar, una y otra y otra vez, la servilleta que tenía entre sus manos.

Le encanta cantar, pero ese día me dijo que tenía “un poco mal la garganta”, por eso, solo tarareó las canciones que la hermana Lourdes los puso a practicar para la misa del domingo.

El 23 de octubre próximo, Margarita participará en un desfile junto a las demás residentes del Hogar para escoger –por rifa– al Príncipe y a la Princesa. Está tan ilusionada. También lo está José Rodolfo Chacón, quien fue designado Príncipe el año pasado.

El reinado es una de las actividades más esperadas, tanto como las visitas de escolares y colegiales al centenario edificio de Guadalupe.

José Rodolfo, quien acudió al Hogar por su propia voluntad en busca de un sitio tranquilo donde no lo regañaran y le lavaran y plancharan la ropa, me mostró los elegantes trajes que guarda en su ropero para el evento de entrega de la corona.

Papá de dos mujeres, tomó la decisión de vivir en un sitio donde lo cuidaran cuando uno de sus nietos le recordó que “ni el tele ni nada de lo que había en la casa” era de él. “Agarré mis cuatro chuiquillas y me vine. Aquí estoy ¡feliz!”, y pronunció esa palabra con una sonrisa de oreja a oreja.

No falta nada

En instituciones como el Carlos María Ulloa, en Guadalupe, o el Santiago Crespo, en Alajuela, no les falta nada a los residentes, quienes proceden de todas las clases sociales.

“Aquí se mezcla de todo: desde el peón agrícola y el adicto, hasta el recién pensionado”, describió Rodolfo Zúñiga, administrador del Santiago Crespo.

Diariamente, los residentes reciben ropa limpia, cuatro tiempos de comida supervisados por un nutricionista, una hora de terapia física y recreativa, atención médica y vigilancia las 24 horas. Tales servicios se brindan sin hacer diferencia entre aquellos que pagan pensión y los que viven en salones colectivos.

La única variante es el modo de alojamiento. Hay gente con capacidad económica para pagar un apartamento o una cabina con baño privado, donde pueden tener sus propios muebles y electrodomésticos. Como ya se dijo, la mensualidad ahí asciende a ¢350.000.

También existe la media pensión, que son cuartitos privados pero con ducha y servicio sanitario de uso común. Los precios rondan los ¢250.000 al mes. En los sitios colectivos –antes llamados “de caridad”–, la mayoría no paga.

Por ley y para evitar el abuso patrimonial de familiares o conocidos, quienes reciben alguna pensión la trasladan a los hogares, que la utilizan para cubrir los costos de la manutención.

Durante las visitas realizadas al Carlos María y al Santiago Crespo, no encontré a nadie que se quejara de la atención. Al contrario. Los residentes agradecían siempre el cariño y la dedicación del personal. Si su salud sufre quebrantos, tienen médico y enfermera disponibles con el apoyo de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS). Poseen terapeutas físicos durante ocho horas diarias y hasta farmacia, como en el caso del Santiago Crespo.

Pero no puedo negar que había un sentimiento común que se percibía con fuerza: aunque están contentos y agradecidos, nada de esto sustituye el estar en casa, con los suyos, como quiera que sean esos parientes.

En el Santiago Crespo, dedican cada día para algo. Por ejemplo, el martes es día de cine. Los lunes toca jugar bingo, y los jueves se esperan con ansias porque son los días de ir al salón de belleza. Allí se cortan el pelo, se pintan las uñas y hasta se sacan las cejas.

Las celebraciones patrias se viven con intensidad en Alajuela. Como no pueden salir a llevar viento y lluvia por la noche, la llegada de la antorcha la reviven cada 14 de setiembre en la mañana, con un desfile que los residentes comparten con los niños de la escuela de enseñanza especial de esa provincia.

El próximo 10 de diciembre, uno de los muchos árboles del Hogar será iluminado para celebrar la llegada de la Navidad.

Este sitio, donde vivieron y murieron personajes como don Ricardo Saprissa (fundador del equipo morado), y la primera diputada y ministra de Trabajo, Estela Quesada, intenta llenarse de actividades para sus huéspedes.

Javier Villegas Rodríguez, de 73 años, está muy saludable. Él se encarga de la capillita del hogar. No se casó, aunque de joven fue bien bandido con las mujeres. Me juró que no dejó hijos “rodando”.

Millonario, como dice que fue (tenía 3.000 gallinas, nueve cabras, dos caballos y plata en el banco), vive en un cuartito frente al roble plantado en uno de los jardines del centro.

“¿Yo pa’onde me voy?, me pregunté un día. Mi hermano está ciego; mi hermana con el hombro entumido; el otro hermano con una vena menos, y no quiero molestar a mi cuñado... ¿entonces? Vine a preguntar aquí por sitio y me quedé”. Quizá al que más extraña es a su perro Pecas, el mismo que, según me dijo, lo salvó de morir ahogado en un río. “Ya no me voy. Mi vida termina aquí”.

Es lo mismo que piensa Eduardo Carvajal Mena, el señor que toca el güiro cuando traen música al hogar. Tiene 87 años, disfrutó de su vida productiva mientras pudo, viajando por el mundo: “Fui a Europa, Suramérica... ¡hasta Japón! ¿Usted conoce las cataratas del Niágara? ¿No? ¡Yo sí!”. En la pensión que paga en el Santiago Crespo guarda la organeta que cambió por sus dos acordeones y, a su edad, está aprendiendo a tocarla.

Tuvo una sola hija con su difunta esposa, María Luisa. Fue después de la muerte de la mujer que más amó, que agarró sus petates y hasta su chaleco de miembro del Club de Leones, y brincó de Tibás a Alajuela. “Esta es ahora mi casa y lo será hasta que Dios me quiera llevar para allá arriba a sonar el güiro”.