El valor de los derechos humanos

Los hechos muestran que el Gobierno no les asigna un valor trascendente a los derechos humanos

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Una de las mayores contribuciones de la Modernidad es el concepto de derechos humanos. Esta visión de que todas y todos, en tanto humanos, tenemos unos derechos inalienables es probablemente una de las ideas que mayor impacto ha tenido en la configuración de las sociedades y de los Estados modernos. Esto es así porque los derechos humanos nos obligan a mirarnos a nosotros mismos, a mirar la vida y las formas en que nos tratamos los unos a los otros.

Asimismo, este concepto nos remite a cuestiones de suma trascendencia, como, por ejemplo, quienes son considerados seres humanos y quiénes no. También, nos confronta con nuestras responsabilidades frente a los y las que sufren, víctimas de la violencia, la discriminación o la exclusión social, e incluso nos confronta con el valor que les asignamos a las personas que son diferentes a nosotras, en razón de su género, su etnia, su clase social, su nacionalidad, su orientación sexual, entre otros.

Aunque las luchas más importantes por reivindicar los derechos humanos se inician con la Ilustración europea, la verdad es que el concepto toma insumos de muchas culturas y tradiciones del mundo al rescatar los valores y deseos de libertad, dignidad e igualdad.

Amenaza a privilegios. Si bien en la actualidad existe un consenso bastante generalizado sobre la importancia de utilizar el marco de los derechos humanos para guiar las decisiones ético-políticas de los Estados, la aplicación práctica de estos principios ha enfrentado una férrea oposición en diversos lugares que incluso ha costado muchas vidas. La razón es simple: estos principios amenazan a los que tienen el poder y se niegan a compartirlo voluntariamente y a aquellos que amparándose en sus privilegios demandan trato preferencial para ellos y exclusión para los otros y las otras.

En ese sentido, los derechos humanos existen solo si son usados para definir las relaciones sociales de manera concreta, por medio de normas, leyes o políticas; de otra forma, no existen o son parte de la retórica más vacía.

Y esto es lo que lamentablemente parece estar ocurriendo en Costa Rica. Un artículo como el publicado por Francisco Chacón, ministro de Comunicación, en días anteriores, es un ejemplo de esto (La Nación, 19/6/12). Vanagloriarse porque en el país se cumplen los derechos humanos de primera generación es fácil. Esa pelea se dio hace más de 200 años y ya estos derechos forman parte de la institucionalidad democrática de muchos Estados, al menos formalmente.

Lo que realmente requiere compromisos y acciones, es el reconocimiento y garantía de los derechos de nueva generación y los de los grupos que han quedado rezagados. Porque el marco de los derechos humanos también ha evolucionado y muchos de los sujetos que quedaron excluidos de las primeras formulaciones, como las mujeres, los pueblos indígenas, los esclavos, los pobres y las personas sexualmente diversas, poco a poco, han ido demandando su incorporación a la categoría de seres humanos.

Más allá de la retórica. Los hechos, sin embargo, no parecen indicar que, más allá de la retórica, este gobierno le asigne un valor trascendente a los derechos humanos. Veamos algunos de estos hechos: el discurso repetido hasta el cansancio por la presidenta de que estos asuntos no son prioridad de su gobierno. El haber negociado el nombramiento de J. Gerardo Orozco como presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa, espacio en el que tienen que discutirse los proyectos de ley atinentes a los derechos de nueva generación. Un Gobierno que valora los derechos humanos, no facilita la llegada a una comisión de esta naturaleza de una persona con una visión ultraconservadora, prejuiciada, casi premoderna, dónde las creencias religiosas particulares tienen más valor que los sujetos de carne y hueso, y que sus derechos.

Tampoco facilita la llegada a una comisión así de diputados sin ninguna trayectoria o conocimientos en el campo y que más bien están siendo cuestionados en los estrados judiciales.

Esta composición de la Comisión de Derechos Humanos, negociada por el Gobierno y por el PLN, hace que se le cierre el paso a una serie de proyectos como la Ley de Sociedades de Convivencia –cuyo informe ya se dictaminó de manera negativa–, el capítulo referente a la salud sexual y reproductiva, y la Carta de Derechos de Acceso a la Justicia de los Pueblos Indígenas, entre otros.

Otros hechos que contrastan el discurso con las acciones concretas, tienen que ver con el proceso de firma de un concordato con el Vaticano, que, al ser en secreto, hace suponer que se otorgarán privilegios especiales a la religión católica y que se transarán derechos de grupos minoritarios, –¿las parejas infértiles y las personas homosexuales?–, lo que atenta contra la democracia pluralista. También, el voto de Costa Rica para excluir toda referencia a los derechos reproductivos de la declaración de la Cumbre de Río+20, en coalición con el Vaticano y varios países, entre ellos algunos cuyas legislaciones están guiadas por la sharia (derecho islámico). Regímenes que, como se sabe, se destacan por su trato inhumano –o infrahumano– hacia las mujeres.

Cuando se les asigna un verdadero valor a los derechos humanos, ni pactos políticos ni valores tradicionalistas o religiosos pueden ser usados como excusa para excluir a sectores particulares de sus derechos a la dignidad, a la justicia y a la igualdad. Es hora entonces de que, en lugar de hacer declaraciones vacías, el Gobierno actúe de manera consecuente y se decida a aceptar que los grupos históricamente discriminados tienen tanto derecho como sus homólogos privilegiados a ser reconocidos como humanos y a garantizarles el disfrute de la ciudadanía plena.