El progreso los empujó al pasado

Una familia de Atenas vive sus noches más negras luego de que la construcción de la pista San José-Caldera los dejara sin electricidad ni agua corriente. Desde hace más de un año, sus miembros han debido ajustarse a una rutina que parece de tiempos ya olvidados.

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Mario Valverde no soportaba el calor de la noche del jueves 23 de abril del 2009. Se levantó de su cama en la oscuridad para encender el abanico eléctrico pero las aspas se quedaron quietas. Las luces tampoco respondían y los grifos no daban agua.

“Yo creo que arrancaron todo”, le dijo a su esposa Nuria González, a quien le costaba dormirse desde varias noches atrás por el ruido de la maquinaria pesada.

A las cinco de la mañana del día siguiente, Valverde salió al frente de su propiedad y confirmó que los cables y las tuberías estaban rotos. Los encargados de la construcción de la pista San José-Caldera le informaron que nada debía interferir con la carretera, ni por encima ni por debajo.

El progreso estaba pasando frente a la casa de estos vecinos de la comunidad de Quebradas de Atenas. A golpe de backhoe, la familia Valverde González dejó de pertenecer al grupo del 98% de costarricenses que pueden encender un bombillo en su hogar y empezó a formar parte del 2% que debe usar candelas.

Unas semanas después, el llamado “camino viejo a Turrubares” que comunicaba su casa con el centro de Quebradas quedó cortado por los cimientos de la carretera, que se alza unos 14 metros desde el nivel de la ruta antigua. La familia había quedado incomunicada por una de las vías de comunicación más publicitadas del país.

Aquella noche calurosa de abril, los Valverde González se habían ido a acostar en el siglo XXI y despertaron en el XIX.

Marginados

Vista desde los cerros, la nueva autopista a Caldera se mira como un sitio ideal para practicar ciclismo de ruta. Por el contrario, el camino vecinal que comunica el centro de Atenas con Quebradas parece más apto para el ciclismo de montaña.

A la casa donde viven Nuria y Mario llegamos haciendo un rodeo de dos kilómetros por la ruta 707, un camino de tierra desde la estación de tren de Quebradas. Según Mario, el camino directo era de 700 metros antes de que fuera obstruido por la pista.

Nuria tiene 40 años; Mario, 45, y en diciembre próximo cumplirán 25 de casados; “el día de los inocentes”, precisa ella.

La pareja tiene una hija de 24 años –que se casó y vive en Escobal de Atenas– y todavía está con ellos Andrés, el hijo de 20 que cursa el segundo año de ingeniería civil con una beca, en la Universidad Central, en Alajuela.

La familia habita una casa pequeña de madera de pochote que fue construida por el padre de Mario. Ahí se criaron él y sus nueve hermanos, y, según dice, no recuerda que alguna vez le hubiera faltado el agua ni la electricidad.

Hoy, su esposa debe calentar la plancha en una cocina de gas. La lavadora quedó muda; la ropa se lava a mano en una pila que está conectada a la quebrada Nances, que pasa junto a la casa.

Esta conexión fue adaptada de otra tubería que Mario había instalado para llevarle agua a sus vacas. El invierno les ha traído más problemas, pues el riachuelo carga mucha tierra y basura.

La familia pasó más de un año sin agua potable. No fue sino hasta abril anterior cuando la Sala IV resolvió a su favor un recurso de amparo cuya sentencia ordenó al AyA atender la emergencia. Desde mayo, la familia recibe 20 pichingas por semana.

El fallo también obligó a la empresa Autopistas del Sol a restaurar la tubería de agua potable y el tendido eléctrico, pero la familia todavía no ha recibido solución. (Ver recuadro)

Nuria dice que su refrigeradora solo sirve ahora para guardar cucarachas. Como no pueden almacenar alimentos perecederos, la familia tuvo que cambiar su dieta. Hoy se mantiene con fideos, atunes y sopas Maggi.

“Si por ahí Mario trae una carne, tenemos que comérnosla inmediatamente”, menciona.

Antes de que le cortaran la energía eléctrica, ella veía la telenovela Tormenta en el paraíso, de cuyo final nunca se enteró. También solía mirar los noticiarios.

Sin electricidad, Nuria no pudo ver la noticia sobre la inauguración de la pista que pasa frente a su casa. No obstante, cuando miles atestaron la nueva ruta por la algarabía de poder llegar en poco más de una hora a la costa, la familia salió a la ruta con carteles que decían frases al estilo de: “¿Cómo es posible que pasen estas cosas en un país democrático?”.

Meses después, Nuria tampoco pudo ver la noticia en televisión que exponía su caso y el de varios finqueros que quedaron sin salida tras la construcción.

“Lo bueno de no ver noticias es que no las vivimos tanto'; ya uno sufre suficiente”, dice.

Mientras que antes la familia se iba a acostar a las nueve de la noche, hoy lo hacen apenas pasadas las seis. Incluso han tenido que ahuyentar a los murciélagos que llegan a comer a su casa aprovechando la falta de luz.

Nuria agrega: “Este año ha sido más difícil que en el que me casé, y eso que en aquel entonces era una chiquilla de 15 años”.

Resistencia

Andrés, el hijo que queda en casa, le roba luz al día para abrir los cuadernos. Desde la mañana trabaja en el campo y en los oficios domésticos, y usa las últimas horas de la tarde para estudiar. Él cuenta que puede hacerlo hasta las cinco de la tarde, y hasta las cuatro cuando llueve, pues entonces oscurece más temprano.

Los lunes y los martes por la noche asiste a clases en Alajuela. Esos días duerme en la casa de un tío que vive en Atenas.

“Estudiar ingeniería por lo menos le va a servir a uno para saber si existe la moral en la profesión, y para expresarla más tarde en los trabajos”, afirma el joven mientras mira el paredón que se levanta frente a su casa.

Ese paredón es el que Mario cuenta que debió subir una noche de octubre pasado, a las 11 p.m., cuando tuvo que acompañar a Nuria para que fuera vista de emergencia por un médico.

“Le dijeron que tenía depresión, que estaba afectada de los nervios, yo creo que por estar viviendo esta misma situación”, añade el esposo.

Mario se dedica a la ganadería de leche. También trabaja domando caballos en una finca cercana a Quebradas.

Después de que le cortaran la luz, él mantenía diez vacas en su propiedad. Ahora ha podido dejarse únicamente tres y debió soltar el resto en un potrero que alquila pues no tiene forma de refrigerar el queso y la leche.

“¿Qué voy a hacer yo con la leche? Mejor que se la tomen los terneros en el monte”, dice.

El pequeño ganadero cuenta que antes producía diariamente alrededor de ocho kilos de queso que vendía a ¢2.000 por kilo. Ahora trabaja solo por pedido y no hace más de tres kilos diarios.

Cuando anunciaron la construcción de la pista, Mario pensó que se preciaría su propiedad.

“Yo no estoy en contra de la carretera, estoy contra lo que han hecho para hacerla. Para muchos será un bien, pero a mí me jodió totalmente”, se queja.

Mario debe dejarles sal a las vacas que mantiene en el potrero del otro lado de la pista y se ofrece a mostrarnos el camino que quedó bloqueado.

Nos guía caminando sobre el paredón, cruza la carretera limpia y lisa –como una pista de aterrizaje– y nos vuelve a dejar al otro lado del camino, cuyo acceso ahora únicamente se hace a pie.

Subimos a la estación del tren al Pacífico, en Quebradas, la cual vigila una línea que ya no ve más trenes. Esa fue ruta de progreso en otros tiempos, no en estos.

Mario cuenta que varias familias se fueron de los alrededores cuando la línea murió.

–Mario, ¿y usted no ha pensado en irse?

–En ningún momento; no puedo dejar esto botado, muchacho. Si nunca se me llegara a arreglar este problema yo seguiré viviendo así, a punta de candelas.