El perturbador aroma de la ausencia

Precursor Giorgio de Chirico anunció las vanguardias e ilustró la angustia de una época

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La función primordial del arte no es sólo ser “lindo”, ser “bonito”, menos aun “decorativo”. Ni Grünewald, ni Poe, ni Schönberg ni Kafka son “bonitos”. El arte perturba, incomoda, sacude: un terremoto de magnitud ocho punto cinco en los estratos más profundos del alma. Habría que dudar del equilibrio psíquico de un individuo que adornara las paredes de su dormitorio con La isla de los muertos , de Böcklin, y llenar la sala de cuadros de Giorgio de Chirico es casi una receta perfecta para no recibir nunca visitas. A las fantasmagorías de este poeta de los sueños nos referiremos hoy.

El surrealismo siempre reconoció en De Chirico su más directo precursor. Decimos “directo” porque una corriente surrealista alimenta subterráneamente la pintura de todos los tiempos, a la manera de una constante (Grünewald, Caspar David Friedrich, Fuseli, Goya).

Así pues, De Chirico es ungido padre de la constelación surrealista y celebrado por su “Santo Papa”: André Breton.

De Chirico era un hombre melancólico, fascinado por la poesía y la filosofía (en particular Nietzsche y Schopenhauer). No es arbitrario que su arte se haya descrito como “pintura metafísica”. Su fascinación literaria y filosófica se traduce en dos hermosos aunque difíciles libros: Hebdomeros y su Autobiografía , en la que encontramos amargos ecos de su alistamiento en la Primera Guerra Mundial, en 1914. Hombre universal, cultivó también la escultura ( Héctor y Andrómaca: 1966), la arquitectura, y fundó la revista Roma , en plena Segunda Guerra Mundial.

La belleza de la incongruencia. La desolación y la profunda melancolía de sus paisajes urbanos, en particular de las calles y plazas, con sus misteriosas arcadas románicas, parecen lugares donde se hubiese cometido un crimen, del que todo el mundo hubiera huido y no quedase testigo alguno. El ser humano está ausente. Sólo queda de él su traza. Es una presencia-ausencia, o, si se prefiere, una ausencia-presencia: la definición misma de un fantasma.

Los elementos son incongruentes: maniquíes con anteojos oscuros, alcachofas, trenes, relojes, cañones: todo lo que delata al ser humano sin mostrarlo. Esto nos recuerda la definición “oficial” del surrealismo: “El encuentro de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección” (Lautréamont).

No son puras guasas. Hablamos de un movimiento que quería reaccionar contra siglos de cultura racionalista, que se había propuesto renunciar a lo que Mallarmé llamaba, criticando el arte figurativo, “el eterno reportaje de la realidad”.

Crear un mundo virgen, la belleza de lo ilógico, de lo irracional, de las cavernas subconscientes; tomar los elementos de la realidad y reacomodarlos, yuxtaponerlos de maneras absurdas: un desafío y una subversión de la razón.

Soles portadores de muerte, estatuas grecorromanas al lado de objetos modernos, cuadros “dentro” de cuadros, conflagración de lo antiguo y lo contemporáneo, un vocabulario pictórico muy limitado, en el que algunos elementos reaparecen como leit-motifs (motivos recurrentes: Wagner), o quizás como fetiches (los maniquíes).

Soledad, desierto, silencio infinitos. Cielos glaucos, verdosos, ¡una estatua clásica con un guante de hule, un sol convertido en ojo, un pedestal desprovisto de estatua! Un mundo muerto.

El “despaisajista”. De Chirico no renuncia a la perspectiva renacentista, al punto de vista único. En el fondo, su pintura es formalmente convencional, cosa que los surrealis-tas prefirieron ignorar. La vida sólo aparece en cuadros “contenidos” dentro del cuadro.

Intentando describir su pintura, Vitrac habla de “revelación”, la “Gracia”, “lo oculto”, “el sueño”: la imaginación religiosa. Por su parte, Cocteau ve en ella la representación de “un misterio laico”, una pintura del duelo, llamada “metafísica”, aunque no ofrezca contestación alguna a las grandes interrogantes metafísicas.

De Chirico no es un paisajista; es un “despaisajista”: nos aliena espacialmente; nos da la impresión de una ausencia de país, de hogar. Devenimos extraños en un mundo que no nos pertenece.

Una vez más Cocteau, con sus perceptivas fórmulas: “Picasso es un pintor cuyos cuadros devienen poemas; De Chirico es un pintor cuyos poemas devienen cuadros”.

Yves Tanguy, como Dalí, tomaron de De Chirico esos cielos de eclipse, crepusculares, que todo lo bañan de irrealidad. De Chirico nos produce la impresión de que la mirada del espectador parece perder su movimiento.

Luego, sus alargadas, hiperbólicas sombras, a la vuelta de una esquina, sombras de gigantes, o de figuras iluminadas desde atrás por una luz inconcebible. Resulta imposible no pensar en el primer párrafo de Aurélia , de Nerval: “Las pálidas figuras gravemente inmóviles que habitan la morada de los limbos”. Es una pintura hipnótica, enigmática y obsesionante, más perturbadora que “linda”.

Algo más: si la pintura de De Chirico nos da la impresión de sueños, son esos sueños cuya “historia” no recordamos, sino solo ciertas imágenes, ciertas “fotografías” que no logran constituir relato.

Extraña belleza, la melancolía. La preguerra había sido un período artísticamente ubérrimo para Europa. La pintura tenía el fauvismo, el cubismo, el abstraccionismo de Kandinsky, el expresionismo; en poesía estaban Apollinaire, Jacob, Reverdy y los futuristas. La novela tenía al más grande escritor del siglo: Marcel Proust; la música, a Stravinsky ( El pájaro de fuego, Petroushka, La consagración de la primavera ); la danza, a Diaghilev, Nijinsky e Isadora Duncan. El cine emergía como la forma de arte por excelencia del siglo XX', pero la guerra vino a devastar este entramado de sueños y de hermosas promesas.

Europa se desintegra. Un profundo pesimismo se apodera de los artistas que la sobreviven. Quedan solo la angustia, que nadie expresó mejor que Kafka, y la demencial música del Schönberg tardío.

De Chirico pertenece a esta generación del desencanto, de la irracionalidad, belleza extraída al dolor y al pesimismo. El gran artista es aquel que sabe transformar el sufrimiento en belleza, y De Chirico lo hizo de manera superlativa. Su pintura no va a “alegrarnos”; hará algo mucho más valioso: estremecernos.

Pudo haber sucumbido a la tentación del dadaísmo de Tristan Tzara, que definía el movimiento como “la rana que echó pelos”, y cuyo tratado reza, literalmente, así: “da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-da-'” durante un libro entero. Eran soluciones fáciles, el absurdo.

Sin embargo, De Chirico buscó y encontró una respuesta lejos de esas charlatanerías, históricamente importantes, pero charlatanerías al fin. De Chirico pertenece a ese linaje de artistas en los que la voz individual coincide con la voz de una época. Expresándose a sí mismo, expresó el espíritu de su generación, de toda Europa.

El hombre –el ser humano– ha muerto. Quedan sólo su sombra sobrenaturalmente alargada, sus artefactos, algunos vestigios de la Revolución Industrial', pintura “silenciosa” porque ni siquiera oímos los pasos de los transeúntes que deberían circular por sus calles desiertas.

Una pregunta esencial nos formula: ¿pueden ser bellas la soledad, el silencio, la melancolía, el crepúsculo, los sueños? Cada lector tendrá su respuesta, y todas serán correctas porque, como dice Borges, “la Verdad, o la tenemos todos, o no la tiene nadie”.