El horror en lucha contra la razón

Francisco de Goya Los grabados de ‘Los desastres de la guerra’ son, a la vez, arte y severa admonición

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En el 2012, doscientos años después de Los desastres de la guerra, el español Samuel Aranda ganó el certamen más prestigioso del mundo de fotografía periodística con su imagen de una mujer totalmente cubierta por un velo negro, que abraza a un hombre herido en las revueltas civiles contra el régimen de Yemen. No se ve ningún rostro; ambos personajes son anónimos. La foto no es un retrato de ellos, sino del dolor y de la compasión.

Dos siglos de imágenes impresas en papel periódico, en libros, en celuloide y en bits digitales vinculan esa imagen desgarradora con su origen en la historia del arte: la serie de aguafuertes de Francisco de Goya conocida como Los desastres de la guerra, hecha entre 1810 y 1815, que hoy se exhibe completa en el Museo Calderón Guardia.

La heroica estirpe de los corresponsales gráficos de guerra –la última víctima cayó hace pocos días en Siria– tiene en Goya su fundador, o al menos a uno de los pioneros del oficio porque Los desastres de la guerra fueron una misión, un extenso reportaje gráfico sobre los padecimientos de la España de aquel tiempo.

Zaragoza: punto de partida. En el otoño de 1808, Goya viajó de Madrid a Zaragoza a solicitud de su amigo el capitán José de Palafox, militar de ideas liberales, quien pocas semanas antes había expulsado de la ciudad al invasor francés en una batalla palmo a palmo luego de un asedio de 61 días en el que lucharon por igual civiles y soldados.

Palafox quería que Goya viese de primera mano los estragos que la invasión napoleónica estaba causando en Zaragoza. Los dibujos y bocetos que hizo allí son el punto de partida para la serie de 82 grabados. La serie tiene tres partes claramente diferenciadas:

- La primera (grabados 1 a 47) está centrada en imágenes de la guerra.

- La segunda (grabados 48 a 64), muestra el hambre, la enfermedad y las privaciones que la gente de Madrid vivió en 1811 y 1812 a consecuencia de la guerra.

- La tercera parte, designada por el propio Goya como Caprichos enfáticos (grabados 65 a 82), contiene ácidas críticas al régimen que se instauró en España luego de haberse firmado la paz con Napoleón.

En las imágenes de la guerra, Goya se aparta radicalmente del enfoque tradicional del tema: allí no hay grandes héroes, vistosos estandartes ni gloriosas batallas. Hay salvajismo, crueldad y sufrimiento puros y duros, concentrados en pequeñas escenas de pocos personajes, donde los campesinos y soldados españoles aparecen rústicos y ferales ante soldados franceses bien armados y uniformados.

Las escenas y los personajes se presentan en forma clara, directa y brutal, contra fondos de luz cruda o entramados ásperos en los que se combinan técnicas de grabado: aguafuerte, punta seca y aguada.

Degradación y hambre. De especial interés para Goya –sobre todo en la primera parte de la serie– es la participación protagónica de las mujeres en el conflicto, a veces como combatientes, pero más a menudo como víctimas de violación y ultraje. La degradación moral que la guerra trae consigo arrastra incluso a las propias víctimas; el “populacho” se ensaña con los cadáveres de los soldados caídos; los ladrones los saquean.

Rembrandt revive en estos grabados en el dramatismo de las luces y las sombras, en el fuerte grafismo, en las figuras sólidas y los rostros intensamente expresivos.

También vive Rubens en la disposición de cuerpos y masas de cuerpos de víctimas y verdugos, y en los gestos y movimientos dramáticos de los personajes.

La segunda parte de la serie es una secuencia de imágenes dominada por el hambre y la muerte. El Goya expresionista se manifiesta aquí intensamente en las figuras famélicas, casi espectrales, de personajes que mendigan alimento o se arrastran moribundos.

Lo que más parece conmover al artista es la muerte de jóvenes madres, por la doble crueldad que ello implica con sus hijos.

Varios grabados de esta segunda parte muestran el caos, el desconcierto de la población madrileña bajo el dominio de los invasores, desconcierto del que no escapan los religiosos, incapaces de conducir o siquiera consolar a su grey, perdida su autoridad por el decreto de disolución de las órdenes eclesiásticas.

Trabajando en su taller de Madrid, Goya deja aflorar su talento y su destreza en el tratamiento minucioso de algunas figuras, en los múltiples y complejos escorzos de cuerpos yacentes, en la dolorosa solemnidad de las escenas, que dota al dantesco sufrimiento de los madrileños de cierta dignidad bíblica.

La tercera parte de la serie –a la que Goya llamó Caprichos enfáticos– está llena de referencias irónicas a la política y la sociedad.

Francisco de Goya siente profundamente la regresión que se produce en España con la restauración de Fernando VII, y el regreso al poder de la aristocracia y de la Iglesia conservadora.

Goya critica en forma acerba a las autoridades eclesiásticas, pero también la ignorancia, la ceguera, el oscurantismo de sus conciudadanos, que se le someten.

Para ello se vale de imágenes de animales que representan al poder y sus secuaces –vampiros, perros, zorros, gatos, buitres– y a uno solo que representa la dignidad del pueblo español: el caballo.

Goya se inspira en la obra Gli animali parlanti (Los animales que hablan), del poeta italiano Giambattista Casti, a quien retrató.

¿Resucitará? Dos grabados importantísimos cierran la extensa serie: el primero se llama “Murió la verdad”. Presenta a una hermosa mujer inerte, de torso desnudo, que irradia luz en medio de un corro de eclesiásticos que están a punto de enterrarla. Es el veredicto de Goya sobre aquella era oscura de la historia de España, en la que fue abolida la gloriosa Constitución de Cádiz, de 1812.

Goya tituló el último de los grabados con la ambigua frase “Si resucitará?”. Allí, el torso de la mujer irradia una luz aun más fuerte, provocando el horror de sus enterradores, que se aprestan a agredirla de nuevo. Es la eterna historia de la libertad y la justicia.

Francisco de Goya era un ilustrado, un hombre culto y partidario de la razón. Junto con un distinguido grupo de amigos –intelectuales y políticos del Madrid de fines del XVIII– profesaba los ideales que sustentaron la revolución francesa. Debe haber sido muy duro para él, octogenario ya, testimoniar actos de barbarie e irracionalidad como los que provoca la guerra.

Muy doloroso le habrá sido ver a los soldados del país que debía llevar la luz de la razón por Europa, ensañándose salvajemente contra los hombres y las mujeres de España. Aún peor debió parecerle el que la paz viniera acompañada de la estulticia y la opresión. Espantoso, sí, pero eso fue lo que Goya vio, y de lo que dejó este magistral registro gráfico.